viernes, 26 de mayo de 2017

La huerta de Job. José Jiménez Lozano.

Quien le reclamaba la mitad de la huerta era el Doctor Quijada, Doctor en Leyes como él, e Inquisidor de Valladolid, y entonces su amigo más cercano, el cirujano Contreras le aconsejaba que se plegase y no pensase en pleitear por muy buenas razones que tuviera, porque ¿acaso no le había confesado un día que había recibido en herencia esta huerta de una abuela o tatarabuela suya que ni él recordaba cómo se llamaba, pero sí que el padre de esa abuela o bisabuela se llamaba don Moysén. De manera que, con un abuelo así que no se podía nombrar, ¿cómo iba a andar sacando sus escrituras?
-Entre gentes de sangres limpias, como nosotros –decía el Doctor Quijada- debemos arreglar estas cuestiones lo mejor posible. Y no me quitaría yo en abonar algunos dineros a Vuesa Merced por mitad de esa huerta que siempre se tuvo por nuestra en la familia.
Y él contestó que no se apartaba de discutir lo que hubiera que discutir, pero no comprendía por qué el señor Inquisidor se había encaprichado de la mitad de su huerta y mucho menos comprendía por qué le recitaba siempre un parentesco estrecho en sus familias, y gracias al cual la mitad de la huerta correspondía a cada uno de ellos.
-También podemos discutir sobre nuestras familias. Hasta Job se puso a discutir con Dios y Dios con él –argumentó el Doctor Quijada
-Pero olvida Vuestra Señoría, señor Doctor, que Job se quejaba con amargura de que Dios quiera discutir con él, porque Dios era Dios y él Job, sólo polvo y ceniza.
Y añadió:
-O todavía menos, “hebel” o humo o vapor de agua, como decía el Génesis.
Entonces el Doctor Quijada hizo un gran silencio, y luego, mostrando una gran sonrisa dijo:
-¿Así que sabéis que Job se quejaba de ese modo, y que la Biblia Hebrea llama “hebel” al hombre y al mundo? Es interesante, verdaderamente.
Tornó a callarse un gran tiempo, pero se iba adelgazando tanto el silencio, y tanto estuvieron los ojos del uno buscando y rehuyendo los del otro, que ese silencio se quebró y desde la estancia se oía el gritar de los vencejos al final de una tarde calurosa, y luego también se oyó el ladrido de un perro; y el Doctor Quijada volvió a sonreír, mientras a él le temblaban las piernas. Y entonces, finalmente, en voz muy baja concluyó diciendo que, pensándolo bien le cedía a Su Señoría la huerta entera. Y el Doctor Quijada volvió a sonreír, y luego dijo:
-En realidad no me interesa vuestra huerta ni partida ni entera. Lo que nos interesaba a los señores Inquisidores era saber si erais y sois “de ellos”, pese a vuestro apellido postizo; y ya lo he comprobado. No quiero más de vos. Podéis iros.
Él quedó anonadado y apenas si pudo levantarse del asiento. Tardó mucho en llegar a su casa que era casi paredaña con la del señor Inquisidor, y allí se metió en la cama de la que no volvió a levantarse, y al cabo de unos meses murió. El señor Inquisidor fue a dar el pésame a la mujer y al hijo de su vecino, y al despedirse dijo:
-Si hubiéramos discutido el asunto, como Job y Dios discutieron todo se hubiera arreglado y él no tendría que haber muerto.
Pero ni Doña Sara, la viuda del difunto, ni su hijo Moysén, dijeron nada a esto, sino que ellos también le regalaban la huerta entera al señor Inquisidor, y esa misma noche se fueron de Sefarad con unos arrieros flamencos, aunque no sin haber sembrado secretamente de sal la tierra de la huerta, y haber envenenado el pozo. Y en cinco siglos aquel terreno no puede sembrarse ni aquel agua beberse, ni tampoco puede edificarse sobre él. Sólo hay un peral seco, pero que nadie se ha atrevido a cortar, y aquel pago se llama “la huerta de Job”, que no pertenece a nadie, y figura como un baldío...


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