Ya que he comenzado
a escribir lais, no quiero abandonar mi trabajo por mucho que me
cueste. Las aventuras que conozco voy a contarlas todas en rima. Me
prepongo y deseo ahora seguir hablando de Yonec, de dónde nació y
de cómo se conocieron sus padres. El que lo engendró se llamaba
Muldumarec.
En otro tiempo vivía
en Bretaña un hombre rico, de avanzada edad. Era dueño de Carvent y
había sido proclamado señor del país. La ciudad está situada a
orillas del Duelas; antaño era paso de barcos. El caballero era de
edad avanzada, pero como tenía una gran heredad, tomó esposa para
tener hijos a quienes dejar su herencia. La doncella elegida era de
linaje noble, discreta, cortés y de gran belleza. Por su hermosura,
él la amó apasionadamente. Por su belleza y encanto, puso gran
cuidado en vigilarla y la encerró en su torre, en una habitación
enlosada.
Él tenía una
hermana vieja, viuda y sin señor, y la puso junto a la dama para que
la vigilase más de cerca. En otra habitación cercana había, según
creo, otras mujeres, pero la dama no podía hablar con ellas sin
permiso de la vieja. Así la tuvo más de siete años. No tuvieron
hijos. Ella no salió de aquella torre ni siquiera para ver a
parientes o amigos. Cuando el señor iba a acostarse no había
chambelán ni portero que se atreviese a entrar en la habitación ni
a encender una vela delante de él. La dama vivía en una profunda
tristeza, entre lágrimas, suspiros y llantos; así se fue
marchitando su belleza, de la que ya no se cuidaba. Sólo deseaba que
la muerte se la llevase cuanto antes.
Ocurrió a
principios de abril, cuando los pájaros dejan oír sus cantos. El
señor se levantó temprano, se disponía a ir al bosque. Le hizo
levantase a la vieja y le mandó cerrar las puertas tras él; ella
cumplió sus órdenes. El señor se fue con su gente y la vieja llevó
su salterio para recitar unos salmos. La dama, que se había
despertado llorando, vio la claridad del sol y se dio cuenta de que
la vieja había salido de la habitación. Entre quejas, suspiros y
llantos se lamentaba de su suerte:
-¡Ay de mí -dice-,
en qué mala hora he nacido! ¡Qué triste es mi destino! Estoy
prisionera en esta torre, de donde no saldré hasta que muera. ¿qué
teme ese viejo celoso, que me mantiene encerrada en esta gran cárcel?
Es un loco y un estúpido, que siempre desconfía de que lo engañen.
Ni siquiera puedo ir a la iglesia a oír los oficios divinos. Si al
menos pudiera hablar con la gente y distraerme con ella, le pondría
buena cara, aunque no tuviese gana. ¡Malditos sean mis padres y
todos los demás que me entregaron a este celoso y me obligaron a
casarme con él! ¡Qué cuerda tan fuerte la que me ata! ¡No podría
morirse de una vez! ¿Cuando lo bautizaron debieron de sumergirlo en
un río del infierno: duros son sus nervios, duras sus venas,
rebosantes de sangre vigorosa! Con frecuencia he oído contar que
antaño en este país ocurrían aventuras que alegraban a los
afligidos. Los caballeros hallaban doncellas de su gusto, amables y
bellas, y las damas encontraban galanes apuestos y corteses,
esforzados y valientes, sin que fueran criticadas, pues nadie,
excepto ellas, lo veían. Si esto es posible, y lo ha sido, si alguna
vez le ha ocurrido a alguien, ¡que Dios todopoderoso haga que se
cumplan mis deseos!
Cuando hubo
terminado su lamento, vio la sombra de un gran pájaro a través de
una estrecha ventana; no sabía lo que podía ser aquello. El ave
entró volando en la habitación, llevaba tiras de cuero en las
patas, parecía un azor, de cinco o seis mudas. Se posó ante la dama
y se quedó así un rato. Al cabo de un instante de estar allí
contemplado por ella se transformó en un apuesto y gentil caballero.
La dama se quedó maravillada, sin sentido, y se echó a temblar;
sintió gran miedo y se cubrió la cabeza. El caballero, muy cortés,
fue el primero en hablar:
-¡Señora -le
dijo-, no temáis! Noble pájaro es el azor. Aunque esto os parezca
un misterio, tranquilizaos, consideradme vuestro amigo. Para esto
-continuó- he venido aquí. Desde hace mucho tiempo os he amado y
deseado en mi corazón; nunca he amado ni amaré a otra mujer más
que a vos. Pero no habría podido llegar hasta vos ni salir de mi
palacio si no me hubierais requerido. ¡Ahora ya puedo ser vuestro
amigo!
La dama se
tranquilizó, se descubrió la cabeza y habló respondiendo al
caballero que le otorgaría su amistad si creía en Dios; así
podrían amarse, pues él era de gran belleza: nunca en su vida había
visto ni vería caballero tan apuesto.
-Señora -dijo él-,
habláis bien. Por nada en el mundo quisiera ser motivo de acusación,
descrédito o sospecha. Creo firmemente en el Creador que nos liberó
de la tristeza en que nos había sumido nuestro padre Adán mordiendo
la manzana de la amargura. Él ha sido, es y será siempre vida y luz
para los pecadores. Si dudáis de mis palabras, llamad a vuestro
capellán, decidle que os encontráis mal, que queréis recibir el
sacramento instituido por dios en el mundo para salvar a los
pecadores. Tomaré vuestra apariencia, recibiré el cuerpo de Dios,
confesándoos así toda mi fe; así no tendréis nada que temer.
Ella le responde que
ha hablado bien, se acuesta a su lado en la cama, pero él no quiso
tocarla, ni abrazarla, ni besarla.
Entretanto vuelve la
vieja, encuentra despierta a la dama y le dice que es hora de
levantarse, y quiere traerle sus ropas. La señora dice que está
enferma: le ordena que llame con urgencia al capellán, pues tiene
miedo a morir.
-¡Tened paciencia!
-le responde la vieja-. Mi señor ha ido al bosque; nadie entrará
aquí más que yo.
La dama se siente
muy turbada y simula desmayarse. Al verla así, la vieja se asustó;
abrió la puerta de la habitación y fue a buscar al sacerdote, que
acudió tan pronto como pudo trayendo el Cuerpo del Señor; el
caballero lo recibió y bebió el vino del cáliz. Después el
capellán se marchó y la vieja cerró las puertas. La dama se acostó
al lado de su amigo. ¡Nunca se vio pareja tan bella!
Después de que se
rieron y jugaron mucho y hablaron de sus cosas, el caballero se
despidió; quería regresar a su país. Ella le pidió dulcemente que
volviese a verla a menudo.
-Señora -le dijo
él-, cuando gustéis; no tardaré ni una hora; pero procurad que no
nos sorprendan. Esta vieja nos traicionará y nos acechará noche y
día, descubrirá nuestro amor y se lo cantará a su amo. Si, como os
digo, llega a ocurrir que seamos traicionados, me será imposible
escapar y tendré que morir.
Dicho esto, el
caballero se marcha, dejando muy alegre a su amiga. Al día siguiente
se levantó completamente sana; estuvo muy contenta toda la semana;
se preocupaba mucho de su cuerpo y recobró toda su belleza, ahora
prefería quedarse en casa a salir en busca de distracciones. Quiere
ver con frecuencia a su amigo y gozar de su compañía. ¡Que Dios
los deje gozar mucho tiempo!
La gran satisfacción
que sentía por las frecuentes visitas de su amigo le cambió
completamente el semblante. Su marido, que era muy astuto, se daba
cuenta de que algo raro ocurría. Desconfía de su hermana y hablando
un día con ella se manifiesta asombrado de que su esposa se arregle
tanto, y le pregunta a qué se debía todo aquello. La vieja
respondió que no sabía, pues nadie podía hablar con la dama, ni
tenía amigo ni amante sino que se quedaba sola más a gusto que de
costumbre: esto es lo que había notado.
-A fe mía -dijo
él-, de eso estoy seguro. Ahora conviene que hagáis una cosa: por
la mañana, cuando yo me haya levantado y vos hayáis cerrado las
puertas, fingid que salís afuera y dejadla sola en la cama.
Escondeos en un lugar oculto y desde allí mirad y vigilad lo que
pasa para ver de dónde procede esa gran alegría que la inunda.
Después de acordar
esto, se separaron. ¡Ay, qué desgracia para ellos que los espíen
de esta manera para sorprenderlos y hacerlos caer en la trampa!
Dos días después,
según oí contar, el marido simuló salir de viaje. Le dijo a su
mujer que el rey lo había convocado por carta, pero que volvería
pronto. Salió de la habitación y cerró la puerta. Entonces la
viaja, que ya estaba levantada, fue a esconderse tras una cortina,
desde donde podría oír y ver fácilmente lo que deseaba saber. La
dama estaba acostada, pero no dormía, pues suspiraba por su amigo.
Éste llegó enseguida, sin sobrepasar plazo ni hora. Ya juntos
mostraban gran alegría en sus palabras y en su semblante, hasta que
llegó la hora de levantarse, pues él tenía que irse. La vieja vio
y observó cómo entraba y cómo salía. Le dio mucho miedo verlo
como hombre y luego como azor.
Cuando regresó el
señor, que no había ido muy lejos, la vieja le explicó toda la
verdad de lo que había visto. Él, sumamente preocupado, se apresura
a preparar trampas para matar al caballero. Mandó forjar grandes
pinchos de hierro con las puntas bien afiladas. ¡no había en el
mundo cuchilla que mejor cortase! Una vez preparados, y dotados de
púas dispuestas como las barbas de una espiga, los colocó bien
apretados y bien sujetos en la ventana por donde entraba el caballero
a visitar a la dama. ¡Ay, qué desgracia no saber de la trampa que
le prepara el traidor!
Al día siguiente,
el señor se levanta antes del amanecer y dice que quiere ir de caza.
La vieja lo acompaña y luego se vuelve a acostar, pues aún no había
asomado el día. La dama, despierta, espera al que ama lealmente,
pensando que ahora podía venir a estar con ella a gusto. Apenas ella
lo deseó, él acudió sin tardar: en un vuelo se presentó en la
ventana. Pero los pinchos apuntaban hacia afuera. Uno de ellos le
atraviesa el cuerpo, haciendo brotar su sangre roja. Sintiéndose
herido de muerte, se libera de la trampa, penetra en la habitación y
se tiende sobre la cama ante la dama, ensangrentando las sábanas.
Ella, al verle la sangre y la herida, sintió gran temor y angustia,
pero él le dice:
-Por el amor que os
tengo pierdo la vida. Ya os lo había avisado de que esto ocurriría,
que vuestra actitud causaría nuestra muerte:
Al oír estas
palabras, ella cayó desmayada, como muerta durante un momento. Él
la consuela con palabras de ternura, diciéndole que no hay que
lamentarse, pues está encinta de él y tendrá un hijo animoso y
valiente, que será su consuelo. Se llamará Yonec, los vengará, a
ella y a él, y matará a su enemigo.
No pudo quedarse más
tiempo allí, pues su herida seguía sangrando. Se marchó con gran
pena. Ella lo siguió dando grandes gritos. ¡Saltó por la ventana;
no se mató de milagro, pues el sitio desde donde saltó estaba a
veinte pies de altura del suelo! Desnuda, sólo en camisa, se fue
siguiendo las huellas de la sangre, que en gruesas gotas caía del
cuerpo del caballero a lo largo del camino, sin perderle la pista
hasta llegar a un colina. Allí había una entrada toda regada de
sangre, más allá de la cual no se podía ver nada. Pensando que su
amigo había entrado allí, ella penetra rápidamente y se encuentra
en plena oscuridad. Siguió camino adelante hasta que por fin salió
de la colina y llegó a un prado muy hermoso. Encontró la hierba
mojada de sangre, lo cual la asustó mucho, y siguió su rastro por
el prado.
Muy cerca había una
ciudad totalmente amurallada: casas, salas, torres, todo parecía
hecho de plata; sus construcciones eran de una gran riqueza. Fuera de
las murallas estaban las huertas, los bosques y las tierras acotadas.
Por el otro lado, hacia la torre del homenaje, corre un río que
bordea la propiedad; allí llegaban los barcos, había más de
trescientos. La puerta de abajo estaba abierta; la dama entró en la
ciudad siguiendo siempre el rastro de sangre fresca, a través del
burgo hasta el castillo. Nadie le dirigió la palabra, no encontró
un alma. Llega a la gran sala de palacio, cuyo pavimento halla todo
ensangrentado. Entra en una hermosa habitación y allí encuentra a
un caballero durmiendo; no lo conoce y sigue adelante; en otra
habitación, más grande, no encuentra más que una cama en la que
dormía un caballero; continuando más allá entra en una tercera
habitación donde por fin está la cama de su amigo. Las patas son de
oro puro; las sábanas, de un valor incalculable; los candelabros con
las velas encendidas día y noche, valen todo el oro de una ciudad.
En cuanto lo vio, reconoció al caballero, se precipitó horrorizada
y cayó desvanecida encima de él. Él, que la ama por encima de
todo, la recibe en sus brazos, lamentando sin cesar su desgracia.
Cuando ella vuelve en sí, el caballero la consuela con dulces
palabras:
-¡Querida amiga,
por amor de Dios, marchaos, escapad de aquí! Voy a morir enseguida,
a la mitad del día, y habrá tal duelo, que si os encuentran aquí
estaréis en peligro, pues mi gente sabrá que me he perdido por
vuestro amor. Estoy triste y preocupado por vos.
La dama le dice.
-¡Amigo, prefiero
morir con vos a seguir sufriendo con mi señor: si vuelvo junto a él,
me matará!
El caballero la
tranquilizó: le hizo entrega de un pequeño anillo, explicándole
que, mientras lo llevase, su marido no recordaría nada de lo
ocurrido ni la maltrataría. Le entrega su espada, haciéndole jurar
que no se la dejará a ningún hombre sino que la guardará para su
hijo. Cuando este haya crecido y sea ya un hombre y caballero noble y
valiente, ella lo llevará junto con su marido a una fiesta. Entrarán
en una abadía y ante una tumba que verán escucharán la historia de
su muerte y de la traición de que fue víctima. Entonces ella le
entregará la espada a su hijo y le contará la aventura de su
nacimiento y quién fue su padre. Bien verá luego lo que hará con
ella. Después de todas estas recomendaciones, le da un rico brial,
le dice que se lo ponga y que se separe de su lado.
La dama se marchó
llevándose consigo el anillo y la espada que la reconfortan. A la
salida de la ciudad, no había caminado media legua cuando oyó sonar
las campanas y el duelo que hacían en el castillo por la muerte de
su señor; ella comprende que su amado ha muerto y siente tan
profundo dolor que se desmaya hasta cuatro veces. Al volver en sí se
dirige a la colina, penetra en ella, la atraviesa y vuelve a su
tierra. Con su señor vivió después mucho tiempo sin recibir de él
el menor reproche, la menor acusación ni la menor burla.
Nació su hijo y
creció entre los suyos bien cuidado y bien querido. Le pusieron de
nombre Yonec. No había en el reino joven tan apuesto, noble y
generoso. Cuando le llegó la edad lo armaron caballero. Aquel mismo
año ocurrió lo que vais a escuchar:
Fue en la fiesta de
san Antón, que se celebraba en Carlión y en otras varias ciudades,
a la que el señor había sido invitado con sus amigos, según la
costumbre del país; debía llevar a su mujer y a su hijo, todos
ellos ricamente engalanados. Así ocurrió; se pusieron en marcha,
pero no sabían adónde iban. Con ellos iba un criado que los guió
por el buen camino hasta llegar a un castillo. ¡No lo había más
hermoso en el mundo! Dentro de sus muros había una abadía con
muchos religiosos. El criado que los llevó a la fiesta los albergó
allí. En la habitación del abad los atendieron y sirvieron con
todos los honores. Al día siguiente van a oír la misa; luego
querían marcharse. Pero el abad viene a pedirles con insistencia que
se queden: así les enseñaría su dormitorio, la sala capitular, el
refectorio y las comodidades de su monasterio. El señor accedió a
la invitación. El mismo día, después de la comida, visitaron las
dependencias de la abadía, pasaron luego a la sala capitular, donde
encontraron una gran tumba con una seda recamada atravesada por una
banda de rico orifrés. En la cabecera, al pie y a los lados había
veinte cirios encendidos. Los candelabros eran de oro fino y de
amatista los incensarios con que incensaban de día la tumba para
mejor honrarla.
Preguntaron con
insistencia a la gente de allí de quién era la tumba y quién
estaba sepultado en ella. Ellos rompieron a llorar y con lágrimas en
los ojos le contaron que allí yacía el mejor caballero, el más
fuerte y el más valiente, el más apuesto y el más querido de
cuantos hubo en el mundo. Había sido rey de aquella tierra; nadie lo
superaba en cortesía. Fue sorprendido y muerto en Carvent por el
amor de una dama.
-Desde entonces ya
no hemos tenido señor, aunque llevamos mucho tiempo esperando a un
hijo que tuvo de aquella dama, tal como él nos dijo y ordenó.
Al oír esta
noticia, la dama llama en alta voz a su hijo:
-Hijo querido, -le
dijo- ¿habéis oído? ¡Es Dios quien nos ha traído hasta aquí! Es
vuestro padre quien yace en esta tumba, quien fue asesinado a
traición por este viejo. Ahora os entrego y confío su espada, que
he guardado durante mucho tiempo.
Delante de todos le
revela que él es el hijo de aquel caballero allí sepultado, cómo
iba a visitarla y fue asesinado a traición por su marido. Le contó
la verdad de todo. Cae desmayada sobre la tumba y muere sin
pronunciar otra palabra. Cuando su hijo la ve muerta, le corta la
cabeza a su padrastro.
Con la espada que
había sido de su padre los vengó a él y a su madre. Cuando las
gentes de la ciudad conocieron la noticia, recogieron el cuerpo de la
dama y con grandes honores lo depositaron en la tumba junto al de su
amigo. ¡Que Dios les perdone! Y antes de marcharse de allí
reconocieron como su señor a Yonec.
Los que oyeron
contar esta aventura hicieron, tiempo después, un lai por los
sufrimientos de estos dos amantes.
Los lais. Cuentos medievales. María de Francia. Ed. Acento Editorial. 1999.
Gracias!
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