lunes, 1 de mayo de 2017

Yonec. María de Francia.

Ya que he comenzado a escribir lais, no quiero abandonar mi trabajo por mucho que me cueste. Las aventuras que conozco voy a contarlas todas en rima. Me prepongo y deseo ahora seguir hablando de Yonec, de dónde nació y de cómo se conocieron sus padres. El que lo engendró se llamaba Muldumarec.
En otro tiempo vivía en Bretaña un hombre rico, de avanzada edad. Era dueño de Carvent y había sido proclamado señor del país. La ciudad está situada a orillas del Duelas; antaño era paso de barcos. El caballero era de edad avanzada, pero como tenía una gran heredad, tomó esposa para tener hijos a quienes dejar su herencia. La doncella elegida era de linaje noble, discreta, cortés y de gran belleza. Por su hermosura, él la amó apasionadamente. Por su belleza y encanto, puso gran cuidado en vigilarla y la encerró en su torre, en una habitación enlosada.
Él tenía una hermana vieja, viuda y sin señor, y la puso junto a la dama para que la vigilase más de cerca. En otra habitación cercana había, según creo, otras mujeres, pero la dama no podía hablar con ellas sin permiso de la vieja. Así la tuvo más de siete años. No tuvieron hijos. Ella no salió de aquella torre ni siquiera para ver a parientes o amigos. Cuando el señor iba a acostarse no había chambelán ni portero que se atreviese a entrar en la habitación ni a encender una vela delante de él. La dama vivía en una profunda tristeza, entre lágrimas, suspiros y llantos; así se fue marchitando su belleza, de la que ya no se cuidaba. Sólo deseaba que la muerte se la llevase cuanto antes.
Ocurrió a principios de abril, cuando los pájaros dejan oír sus cantos. El señor se levantó temprano, se disponía a ir al bosque. Le hizo levantase a la vieja y le mandó cerrar las puertas tras él; ella cumplió sus órdenes. El señor se fue con su gente y la vieja llevó su salterio para recitar unos salmos. La dama, que se había despertado llorando, vio la claridad del sol y se dio cuenta de que la vieja había salido de la habitación. Entre quejas, suspiros y llantos se lamentaba de su suerte:
-¡Ay de mí -dice-, en qué mala hora he nacido! ¡Qué triste es mi destino! Estoy prisionera en esta torre, de donde no saldré hasta que muera. ¿qué teme ese viejo celoso, que me mantiene encerrada en esta gran cárcel? Es un loco y un estúpido, que siempre desconfía de que lo engañen. Ni siquiera puedo ir a la iglesia a oír los oficios divinos. Si al menos pudiera hablar con la gente y distraerme con ella, le pondría buena cara, aunque no tuviese gana. ¡Malditos sean mis padres y todos los demás que me entregaron a este celoso y me obligaron a casarme con él! ¡Qué cuerda tan fuerte la que me ata! ¡No podría morirse de una vez! ¿Cuando lo bautizaron debieron de sumergirlo en un río del infierno: duros son sus nervios, duras sus venas, rebosantes de sangre vigorosa! Con frecuencia he oído contar que antaño en este país ocurrían aventuras que alegraban a los afligidos. Los caballeros hallaban doncellas de su gusto, amables y bellas, y las damas encontraban galanes apuestos y corteses, esforzados y valientes, sin que fueran criticadas, pues nadie, excepto ellas, lo veían. Si esto es posible, y lo ha sido, si alguna vez le ha ocurrido a alguien, ¡que Dios todopoderoso haga que se cumplan mis deseos!
Cuando hubo terminado su lamento, vio la sombra de un gran pájaro a través de una estrecha ventana; no sabía lo que podía ser aquello. El ave entró volando en la habitación, llevaba tiras de cuero en las patas, parecía un azor, de cinco o seis mudas. Se posó ante la dama y se quedó así un rato. Al cabo de un instante de estar allí contemplado por ella se transformó en un apuesto y gentil caballero. La dama se quedó maravillada, sin sentido, y se echó a temblar; sintió gran miedo y se cubrió la cabeza. El caballero, muy cortés, fue el primero en hablar:
-¡Señora -le dijo-, no temáis! Noble pájaro es el azor. Aunque esto os parezca un misterio, tranquilizaos, consideradme vuestro amigo. Para esto -continuó- he venido aquí. Desde hace mucho tiempo os he amado y deseado en mi corazón; nunca he amado ni amaré a otra mujer más que a vos. Pero no habría podido llegar hasta vos ni salir de mi palacio si no me hubierais requerido. ¡Ahora ya puedo ser vuestro amigo!
La dama se tranquilizó, se descubrió la cabeza y habló respondiendo al caballero que le otorgaría su amistad si creía en Dios; así podrían amarse, pues él era de gran belleza: nunca en su vida había visto ni vería caballero tan apuesto.
-Señora -dijo él-, habláis bien. Por nada en el mundo quisiera ser motivo de acusación, descrédito o sospecha. Creo firmemente en el Creador que nos liberó de la tristeza en que nos había sumido nuestro padre Adán mordiendo la manzana de la amargura. Él ha sido, es y será siempre vida y luz para los pecadores. Si dudáis de mis palabras, llamad a vuestro capellán, decidle que os encontráis mal, que queréis recibir el sacramento instituido por dios en el mundo para salvar a los pecadores. Tomaré vuestra apariencia, recibiré el cuerpo de Dios, confesándoos así toda mi fe; así no tendréis nada que temer.
Ella le responde que ha hablado bien, se acuesta a su lado en la cama, pero él no quiso tocarla, ni abrazarla, ni besarla.
Entretanto vuelve la vieja, encuentra despierta a la dama y le dice que es hora de levantarse, y quiere traerle sus ropas. La señora dice que está enferma: le ordena que llame con urgencia al capellán, pues tiene miedo a morir.
-¡Tened paciencia! -le responde la vieja-. Mi señor ha ido al bosque; nadie entrará aquí más que yo.
La dama se siente muy turbada y simula desmayarse. Al verla así, la vieja se asustó; abrió la puerta de la habitación y fue a buscar al sacerdote, que acudió tan pronto como pudo trayendo el Cuerpo del Señor; el caballero lo recibió y bebió el vino del cáliz. Después el capellán se marchó y la vieja cerró las puertas. La dama se acostó al lado de su amigo. ¡Nunca se vio pareja tan bella!
Después de que se rieron y jugaron mucho y hablaron de sus cosas, el caballero se despidió; quería regresar a su país. Ella le pidió dulcemente que volviese a verla a menudo.
-Señora -le dijo él-, cuando gustéis; no tardaré ni una hora; pero procurad que no nos sorprendan. Esta vieja nos traicionará y nos acechará noche y día, descubrirá nuestro amor y se lo cantará a su amo. Si, como os digo, llega a ocurrir que seamos traicionados, me será imposible escapar y tendré que morir.
Dicho esto, el caballero se marcha, dejando muy alegre a su amiga. Al día siguiente se levantó completamente sana; estuvo muy contenta toda la semana; se preocupaba mucho de su cuerpo y recobró toda su belleza, ahora prefería quedarse en casa a salir en busca de distracciones. Quiere ver con frecuencia a su amigo y gozar de su compañía. ¡Que Dios los deje gozar mucho tiempo!
La gran satisfacción que sentía por las frecuentes visitas de su amigo le cambió completamente el semblante. Su marido, que era muy astuto, se daba cuenta de que algo raro ocurría. Desconfía de su hermana y hablando un día con ella se manifiesta asombrado de que su esposa se arregle tanto, y le pregunta a qué se debía todo aquello. La vieja respondió que no sabía, pues nadie podía hablar con la dama, ni tenía amigo ni amante sino que se quedaba sola más a gusto que de costumbre: esto es lo que había notado.
-A fe mía -dijo él-, de eso estoy seguro. Ahora conviene que hagáis una cosa: por la mañana, cuando yo me haya levantado y vos hayáis cerrado las puertas, fingid que salís afuera y dejadla sola en la cama. Escondeos en un lugar oculto y desde allí mirad y vigilad lo que pasa para ver de dónde procede esa gran alegría que la inunda.
Después de acordar esto, se separaron. ¡Ay, qué desgracia para ellos que los espíen de esta manera para sorprenderlos y hacerlos caer en la trampa!
Dos días después, según oí contar, el marido simuló salir de viaje. Le dijo a su mujer que el rey lo había convocado por carta, pero que volvería pronto. Salió de la habitación y cerró la puerta. Entonces la viaja, que ya estaba levantada, fue a esconderse tras una cortina, desde donde podría oír y ver fácilmente lo que deseaba saber. La dama estaba acostada, pero no dormía, pues suspiraba por su amigo. Éste llegó enseguida, sin sobrepasar plazo ni hora. Ya juntos mostraban gran alegría en sus palabras y en su semblante, hasta que llegó la hora de levantarse, pues él tenía que irse. La vieja vio y observó cómo entraba y cómo salía. Le dio mucho miedo verlo como hombre y luego como azor.
Cuando regresó el señor, que no había ido muy lejos, la vieja le explicó toda la verdad de lo que había visto. Él, sumamente preocupado, se apresura a preparar trampas para matar al caballero. Mandó forjar grandes pinchos de hierro con las puntas bien afiladas. ¡no había en el mundo cuchilla que mejor cortase! Una vez preparados, y dotados de púas dispuestas como las barbas de una espiga, los colocó bien apretados y bien sujetos en la ventana por donde entraba el caballero a visitar a la dama. ¡Ay, qué desgracia no saber de la trampa que le prepara el traidor!
Al día siguiente, el señor se levanta antes del amanecer y dice que quiere ir de caza. La vieja lo acompaña y luego se vuelve a acostar, pues aún no había asomado el día. La dama, despierta, espera al que ama lealmente, pensando que ahora podía venir a estar con ella a gusto. Apenas ella lo deseó, él acudió sin tardar: en un vuelo se presentó en la ventana. Pero los pinchos apuntaban hacia afuera. Uno de ellos le atraviesa el cuerpo, haciendo brotar su sangre roja. Sintiéndose herido de muerte, se libera de la trampa, penetra en la habitación y se tiende sobre la cama ante la dama, ensangrentando las sábanas. Ella, al verle la sangre y la herida, sintió gran temor y angustia, pero él le dice:
-Por el amor que os tengo pierdo la vida. Ya os lo había avisado de que esto ocurriría, que vuestra actitud causaría nuestra muerte:
Al oír estas palabras, ella cayó desmayada, como muerta durante un momento. Él la consuela con palabras de ternura, diciéndole que no hay que lamentarse, pues está encinta de él y tendrá un hijo animoso y valiente, que será su consuelo. Se llamará Yonec, los vengará, a ella y a él, y matará a su enemigo.
No pudo quedarse más tiempo allí, pues su herida seguía sangrando. Se marchó con gran pena. Ella lo siguió dando grandes gritos. ¡Saltó por la ventana; no se mató de milagro, pues el sitio desde donde saltó estaba a veinte pies de altura del suelo! Desnuda, sólo en camisa, se fue siguiendo las huellas de la sangre, que en gruesas gotas caía del cuerpo del caballero a lo largo del camino, sin perderle la pista hasta llegar a un colina. Allí había una entrada toda regada de sangre, más allá de la cual no se podía ver nada. Pensando que su amigo había entrado allí, ella penetra rápidamente y se encuentra en plena oscuridad. Siguió camino adelante hasta que por fin salió de la colina y llegó a un prado muy hermoso. Encontró la hierba mojada de sangre, lo cual la asustó mucho, y siguió su rastro por el prado.
Muy cerca había una ciudad totalmente amurallada: casas, salas, torres, todo parecía hecho de plata; sus construcciones eran de una gran riqueza. Fuera de las murallas estaban las huertas, los bosques y las tierras acotadas. Por el otro lado, hacia la torre del homenaje, corre un río que bordea la propiedad; allí llegaban los barcos, había más de trescientos. La puerta de abajo estaba abierta; la dama entró en la ciudad siguiendo siempre el rastro de sangre fresca, a través del burgo hasta el castillo. Nadie le dirigió la palabra, no encontró un alma. Llega a la gran sala de palacio, cuyo pavimento halla todo ensangrentado. Entra en una hermosa habitación y allí encuentra a un caballero durmiendo; no lo conoce y sigue adelante; en otra habitación, más grande, no encuentra más que una cama en la que dormía un caballero; continuando más allá entra en una tercera habitación donde por fin está la cama de su amigo. Las patas son de oro puro; las sábanas, de un valor incalculable; los candelabros con las velas encendidas día y noche, valen todo el oro de una ciudad. En cuanto lo vio, reconoció al caballero, se precipitó horrorizada y cayó desvanecida encima de él. Él, que la ama por encima de todo, la recibe en sus brazos, lamentando sin cesar su desgracia. Cuando ella vuelve en sí, el caballero la consuela con dulces palabras:
-¡Querida amiga, por amor de Dios, marchaos, escapad de aquí! Voy a morir enseguida, a la mitad del día, y habrá tal duelo, que si os encuentran aquí estaréis en peligro, pues mi gente sabrá que me he perdido por vuestro amor. Estoy triste y preocupado por vos.
La dama le dice.
-¡Amigo, prefiero morir con vos a seguir sufriendo con mi señor: si vuelvo junto a él, me matará!
El caballero la tranquilizó: le hizo entrega de un pequeño anillo, explicándole que, mientras lo llevase, su marido no recordaría nada de lo ocurrido ni la maltrataría. Le entrega su espada, haciéndole jurar que no se la dejará a ningún hombre sino que la guardará para su hijo. Cuando este haya crecido y sea ya un hombre y caballero noble y valiente, ella lo llevará junto con su marido a una fiesta. Entrarán en una abadía y ante una tumba que verán escucharán la historia de su muerte y de la traición de que fue víctima. Entonces ella le entregará la espada a su hijo y le contará la aventura de su nacimiento y quién fue su padre. Bien verá luego lo que hará con ella. Después de todas estas recomendaciones, le da un rico brial, le dice que se lo ponga y que se separe de su lado.
La dama se marchó llevándose consigo el anillo y la espada que la reconfortan. A la salida de la ciudad, no había caminado media legua cuando oyó sonar las campanas y el duelo que hacían en el castillo por la muerte de su señor; ella comprende que su amado ha muerto y siente tan profundo dolor que se desmaya hasta cuatro veces. Al volver en sí se dirige a la colina, penetra en ella, la atraviesa y vuelve a su tierra. Con su señor vivió después mucho tiempo sin recibir de él el menor reproche, la menor acusación ni la menor burla.
Nació su hijo y creció entre los suyos bien cuidado y bien querido. Le pusieron de nombre Yonec. No había en el reino joven tan apuesto, noble y generoso. Cuando le llegó la edad lo armaron caballero. Aquel mismo año ocurrió lo que vais a escuchar:
Fue en la fiesta de san Antón, que se celebraba en Carlión y en otras varias ciudades, a la que el señor había sido invitado con sus amigos, según la costumbre del país; debía llevar a su mujer y a su hijo, todos ellos ricamente engalanados. Así ocurrió; se pusieron en marcha, pero no sabían adónde iban. Con ellos iba un criado que los guió por el buen camino hasta llegar a un castillo. ¡No lo había más hermoso en el mundo! Dentro de sus muros había una abadía con muchos religiosos. El criado que los llevó a la fiesta los albergó allí. En la habitación del abad los atendieron y sirvieron con todos los honores. Al día siguiente van a oír la misa; luego querían marcharse. Pero el abad viene a pedirles con insistencia que se queden: así les enseñaría su dormitorio, la sala capitular, el refectorio y las comodidades de su monasterio. El señor accedió a la invitación. El mismo día, después de la comida, visitaron las dependencias de la abadía, pasaron luego a la sala capitular, donde encontraron una gran tumba con una seda recamada atravesada por una banda de rico orifrés. En la cabecera, al pie y a los lados había veinte cirios encendidos. Los candelabros eran de oro fino y de amatista los incensarios con que incensaban de día la tumba para mejor honrarla.
Preguntaron con insistencia a la gente de allí de quién era la tumba y quién estaba sepultado en ella. Ellos rompieron a llorar y con lágrimas en los ojos le contaron que allí yacía el mejor caballero, el más fuerte y el más valiente, el más apuesto y el más querido de cuantos hubo en el mundo. Había sido rey de aquella tierra; nadie lo superaba en cortesía. Fue sorprendido y muerto en Carvent por el amor de una dama.
-Desde entonces ya no hemos tenido señor, aunque llevamos mucho tiempo esperando a un hijo que tuvo de aquella dama, tal como él nos dijo y ordenó.
Al oír esta noticia, la dama llama en alta voz a su hijo:
-Hijo querido, -le dijo- ¿habéis oído? ¡Es Dios quien nos ha traído hasta aquí! Es vuestro padre quien yace en esta tumba, quien fue asesinado a traición por este viejo. Ahora os entrego y confío su espada, que he guardado durante mucho tiempo.
Delante de todos le revela que él es el hijo de aquel caballero allí sepultado, cómo iba a visitarla y fue asesinado a traición por su marido. Le contó la verdad de todo. Cae desmayada sobre la tumba y muere sin pronunciar otra palabra. Cuando su hijo la ve muerta, le corta la cabeza a su padrastro.
Con la espada que había sido de su padre los vengó a él y a su madre. Cuando las gentes de la ciudad conocieron la noticia, recogieron el cuerpo de la dama y con grandes honores lo depositaron en la tumba junto al de su amigo. ¡Que Dios les perdone! Y antes de marcharse de allí reconocieron como su señor a Yonec.
Los que oyeron contar esta aventura hicieron, tiempo después, un lai por los sufrimientos de estos dos amantes.

Los lais. Cuentos medievales. María de Francia. Ed. Acento Editorial. 1999.

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