martes, 16 de mayo de 2017

Los dos enamorados. María de Francia.

Antaño tuvo lugar en Normandía una aventura muy famosa de dos jóvenes que se amaban; ambos murieron víctimas de su amor. Sobre esto, los bretones compusieron un lai, que recibió el título de Los dos enamorados.
Es bien sabido que en Nustria, a la que llaman Normandía, hay un monte alto, extremadamente alto. Allá en la cumbre yacen los dos jóvenes. Cerca de este monte, en un lugar apartado, un rey, que era señor de los pistros, hizo construir con mucho empeño y esmero una ciudad a la que dio el nombre de los pistros, y con este nombre, Pitres, es conocida desde su fundación hasta hoy. Aún quedan allí restos de la ciudad y casas; y la comarca, como es sabido, se llama Val de Pitres.
El rey tenía una hija hermosa, doncella muy cortés. No tenía otro hijo ni hija, y la amaba apasionadamente. Fue pretendida por varios nobles que con gusto la habrían tomado por esposa, pero el rey no quería entregársela a nadie, pues no podía vivir sin ella; no tenía otro refugio, y día y noche permanecía a su lado. Muchos lo criticaban por esto e incluso los suyos se lo echaban en cara.
Cuando oyó el comentario que sobre eso hacían, se sintió muy apenado, y empezó a pensar cómo evitar que nadie pidiese a su hija. Mandó anunciar cerca y lejos que quien aspirara a desposarla tuviese por cierto lo siguiente: la suerte y el destino exigían que la llevase en brazos, sin pararse a descansar, hasta la cumbre del monte que había fuera de la ciudad.
Divulgada la noticia por la comarca, muchos lo intentaron pero todos fracasaron en la prueba. Hubo algunos que se esforzaron tanto que consiguieron llevarla hasta la mitad del monte, pero no pudieron continuar y allí abandonaron el intento. Así, sin casar, permaneció mucho tiempo la doncella sin que nadie intentase ya solicitarla.
Había en el país un doncel, hijo de un conde, agraciado y gentil, que se esforzaba más que todos los demás en obrar bien para ganar fama por su valor. Frecuentaba la corte del rey, donde pasaba largas temporadas. Se enamoró de la hija del rey y varias veces la requirió de amores solicitándole su amistad. Como era valiente y cortés y el rey lo tenía en gran estima, ella accedió a sus requerimientos y él le dio humildemente las gracias. Se veían con frecuencia y se amaban con lealtad, dentro de la mayor discreción para no ser descubiertos. Esta situación les hacía sufrir, pero el joven prefería soportar estos inconvenientes a precipitarse y echarlo todo a perder. El amor que sentía por ella lo hacía desgraciado.
Una vez que fue a ver a su amiga, aquel doncel tan discreto, valiente y gentil le expuso sus quejas y le pidió angustiado que se fuese con él, pues no podía soportar más aquel sufrimiento. Si se la pedía a su padre, que tanto la quería, bien sabía que no se la concedería, a menos que lograra llevarla en brazos hasta la cumbre de la montaña.
La doncella le respondió:
-Amigo, bien sé que no conseguirías llevarme, no sois tan fuerte como para eso; pero si yo voy con vos, mi padre sentirá pena y cólera, su vida no será más que un martirio. Siento por él un cariño tan grande que no quisiera enojarlo. Debés tomar otra decisión, pues de ésta no quiero oír hablar más. Tengo una pariente en Salerno, mujer y rica y acaudalada, que lleva viviendo allí más de treinta años y ha practicado tanto el arte de la física que sabe mucho de medicinas y conoce una gran cantidad de hierbas y raíces. Si queréis ir a verla con un mensaje mío y explicarle vuestra aventura, ella se aplicará a buscarle remedio. Os dará electuarios y os preparará brebajes que os den fuerza y vigor. Cuando regreséis a esta tierra le pediréis mi mano a mi padre, que os tomará por un niño y os recordará lo convenido: que no me entregará a ningún hombre, por mucho empeño que ponga, si no es capaz de llevarme en brazos, sin descansar, hasta la cima de la montaña. Aceptad esta condición, pues no puede ser de otra manera.
El doncel escuchó atento el consejo de la doncella. Se muestra muy alegre y agradecido, se despide de su amiga y se vuelve a su tierra. Rápidamente prepara ricas telas, dinero, caballos y bestias de carga, se lleva consigo a sus amigos más cercanos y emprende un viaje a Salerno para encontrarse con la tía de su amiga. De su parte le entrega una carta. Después de leerla de punta a cabo retiene al joven a su lado hasta que conoció con detalle su situación. Luego le hace cobrar fuerzas con unas medicinas y le entrega un brebaje que, por muy cansado, extenuado y agotado que estuviese, le fortalecería todo el cuerpo, incluso las venas y los huesos, y le daría vigor tan pronto lo bebiese. Guardó la bebida en un frasco y se lo llevó a su país.
De regreso, el doncel, feliz y contento, no paró mucho en su tierra; fue a pedir al rey la mano de su hija: la tomaría en brazos y la llevaría hasta la cima del monte. El rey no se la negó, pero lo consideró una gran locura porque el aspirante era todavía muy joven. ¡Tantos caballeros valerosos y prudentes habían intentado probar sin conseguirlo!
Se fija un día. El joven convoca a sus hombres y a sus amigos y a cuantos puede reunir, sin dejar a nadie. De todas partes acuden, por su hija y por el joven que intenta la aventura de llevarla a la cumbre del monte.
La doncella, entretanto, se prepara: ayuna mucho, se priva de comer para adelgazar y así ayudar a su amigo.
El día señalado todo el mundo está allí y el doncel fue el primero en llegar; no se había olvidado su brebaje. El rey acompañó a su hija a una pradera a orillas del Sena donde se había congregado una gran muchedumbre. La doncella no vestía más que una camisa. El joven la tomó en brazos y le entregó el frasco con la poción -confía en que no le fallará-; se la da para que se la lleve en la mano; pero me temo que le sirva de poco, pues él no tenía sentido de la mesura.
Sale a buen paso y sube la mitad de la pendiente de la montaña con su amiga. La alegría de llevarla consigo le hace olvidar la bebida.
-¡Amigo -le dice ella-, bebed! ¡Veo que os cansáis, recuperad fuerzas!
El joven le contesta:
-¡Hermosa, siento mi corazón tan fuerte que por nada del mundo me pararé, ni siquiera para beber, mientras pueda avanzar tres pasos. La multitud nos gritaría y me aturdiría con su estruendo. No quiero pararme aquí.
Cuando ya habían subido los dos tercios, por poco no se caen. La doncella le ruega con insistencia:
-¡Amigo, bebed vuestra medicina!
Pero él no quiere hacerle caso; con gran esfuerzo culminó su ascenso y llegó a la cumbre del monte tan agotado que allí cayó sin poder levantarse. El corazón le reventó en el pecho. La doncella, al ver a su amigo, creyó que se había desmayado, se arrodillo a su lado; quería darle de beber su poción pero él ya no pudo hablarle. Así murió, tal como os lo cuento.
Ella prorrumpió en gran llanto. Después arrojó el frasco que contenía el bebedizo. El líquido se esparce y riega la montaña. Todo el país y comarca se volvieron más fértiles que nunca. Muchas hierbas bienhechoras brotaron allí gracias al brebaje.
Ahora os hablaré de la doncella. La pérdida de su amigo la sumió en el mayor desconsuelo de su vida. Se acostó y tendió junto a él, lo tomó y estrechó entre sus brazos, le cubrió de besos los ojos y la boca. La pena que siente por él le llega al corazón. Y allí murió la doncella tan leal, discreta y hermosa.
El rey y los demás que los esperaban, al ver que no llegaban, fueron en su busca y los encontraron. El rey cayó al suelo desmayado. Cuando pudo hablar, dio rienda suelta a su dolor y lo mismo hicieron los demás. Tres días los tuvieron sin enterrar; mandaron traer un sarcófago de mármol, en el que depositaron a los dos jóvenes. Por consejo de aquella gente, los enterraron en la cima de la montaña y luego se marcharon.
La aventura de los dos jóvenes valió al monte el nombre de Los dos enamorados. Todo ocurrió como os he contado; los bretones hicieron de ello un lai.

 
María de Francia. Los lais. Cuentos medievales. Ed. Acento Editorial. 1999.

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