martes, 30 de mayo de 2017

Un informe para una academia. Franz Kafka.

Excelentísimos señores de la Academia:
Me conceden ustedes el honor de pedirme que presente a la Academia un informe sobre mi pasada vida de simio.
En este sentido, por desgracia, no puedo acceder a su petición. Casi cinco años me separan de mi estado de simio, tiempo breve, quizás, si se mide con el calendario, pero infinitamente largo para recorrerlo al galope, como yo lo he hecho, acompañado a trechos por personas excelentes, por buenos consejos, aplausos y música de orquesta, pero en el fondo, solo, pues todo el acompañamiento se quedaba, para seguir con la imagen, lejos de la barrera. Tal logro hubiera sido imposible si yo hubiese querido seguir aferrado obstinadamente a mis orígenes, a mis recuerdos de juventud. Precisamente, la renuncia a toda obstinación fue el primer deber que me impuse; yo, simio libre, me sometí a tal yugo. Pero así, por otra parte, los recuerdos me fueron cada vez más inaccesibles. Si al principio sólo con que los hombre hubiesen querido, yo hubiera podido elegir el regreso a través de la gran puerta que forma el cielo sobre la tierra, esa puerta, según progresaba impetuosamente mi evolución, se fue volviendo cada vez más baja y angosta. Cada vez me sentía mejor y más arropado en el mundo de los hombres; la tempestad que aún se agitaba sobre mí, procedente de mi pasado, se calmó; hoy es sólo una corriente de aire, que me enfría los talones; y aquel lejano orificio por el que llega ese aire, y por el que llegué yo en otro tiempo, se ha vuelto tan pequeño que, si las fuerzas y la voluntad me bastaran para retroceder hasta allí, tendría que arrancarme la piel a tiras para poder pasar por él. Hablando con claridad, por más que me guste emplear imágenes para tales cosas, hablando con claridad: su simiedad, señores, en la medida en que ustedes hayan pasado por una experiencia semejante, no puede estar más alejada de ustedes que de mí la mía. Pero el talón le hace cosquillas a todo aquel que camina sobre esta tierra: al pequeño chimpancé y al gran Aquiles.
No obstante, en un sentido muy restringido, tal vez pueda darles la información que me piden y lo hago, incluso, con muchísimo gusto. Lo primero que aprendí fue a dar la mano. Dar la mano es signo de sinceridad; si bien hoy, en el cénit de mi carrera, unas palabras sinceras vienen a añadirse a ese primer apretón de manos. Aquéllas no aportarán nada esencialmente nuevo a la Academia y quedarán muy por debajo de lo que se me ha pedido y de lo que yo, por mucho, que quiera, no puedo decir: pero en cualquier caso, marcarán las directrices conforme a las cuales un antiguo simio penetró en el mundo de los hombres y se estableció en él. No obstante, seguro que yo no podría decir ni siquiera lo poquito que sigue si no tuviese plena seguridad en mí mismo y si mi posición en todos los grandes escenarios de variedades del mundo civilizado no se hubiese consolidado y fuese ya inconmovible.
Mi lugar de origen es Costa de Oro. Para saber cómo fui capturado tengo que recurrir a informes ajenos. Una expedición de caza de la empresa Hagenbeck -con el guía, por cierto, he vaciado desde entonces más de una botella de buen tinto- estaba al acecho en la maleza de la orilla cuando, al caer la tarde, yo me dirigí en medio de una manada hacia el abrevadero. Dispararon; yo fue el único alcanzado; recibí dos disparos. Uno en la mejilla; ése fue leve; dejó sin embargo una gran cicatriz roja, sin pelo, que me valió el sobrenombre odioso de Pedro el Rojo, totalmente inexacto e inventado a todas luces por un simio, como si la mancha roja de la mejilla fuese lo único que me distinguía del tal Pedro, un mono amaestrado que murió no hace mucho y que gozaba de cierta popularidad. Esto, entre paréntesis.
El segundo disparo me alcanzó por debajo de la cadera. Ése fue grave, ése tuvo la culpa de que todavía hoy cojee un poco. Últimamente, en un artículo de alguno de los miles y miles de botarates que se dedican a hablar de mí en los periódicos, he leído que mi naturaleza de simio todavía no ha sido reprimida del todo; que la prueba de ello es que, cuando tengo visita, me gusta quitarme los pantalones para mostrar el sitio por donde entró el disparo. A ese tipo habría que arrancarle, disparo tras disparo, uno por uno los deditos de esa mano con la que escribe. Yo, yo me quito los pantalones delante de quien me da la gana, no se encontrará allí otra cosa que una piel bien cuidada y la cicatriz que dejó un disparo -elijamos aquí, con una finalidad determinada, una palabra determinada, que sin embargo no debe dar lugar a malentendidos-, la cicatriz que dejó un disparo criminal. Todo está a la vista, no hay nada que esconder; cuando se trata de la verdad, toda persona de elevados sentimientos se despoja de los más exquisitos modales. Si, en cambio, el tal chupatintas se quitase los pantalones cuando hay visita, eso, desde luego, tendría un cariz diferente, y estoy dispuesto a aceptar como prueba de racionalidad el hecho de que no lo haga. ¡Pero que él, por su parte, no me venga a mí con exquisiteces!
Después de aquellos disparos me desperté -y aquí comienzan poco a poco mis propios recuerdos- en una jaula con cuatro paredes de rejas, eran más bien solo tres rejas sujetas a un cajón; o sea, el cajón formaba la cuarta pared de la jaula. El conjunto era demasiado bajo para estar de pie y demasiado estrecho para sentarse. Por eso yo permanecía de cuclillas, temblándome constantemente las rodillas dobladas; además, como al principio seguramente yo no quería ver a nadie y sólo buscaba la oscuridad, estaba vuelto hacia el cajón, y los barrotes de la jaula, por detrás, se me clavaban en la carne. Esa forma de reclusión de los animales salvajes durante los primeros tiempos se considera ventajosa, y hoy no puedo negar, después de mi experiencia, que desde una perspectiva humana, así es, en efecto.
Pero en eso yo no pensaba entonces. Por primea vez en mi vida me encontraba sin salida; al menos de frente, no la tenía; de frente estaba, delante de mí, el cajón, con las tablas firmemente unidas unas con otras. Eso sí, entre las tablas, a todo lo largo, había una abertura que yo, nada más descubrirla, saludé con el radiante alarido de la falta de raciocinio, pero aquella abertura no bastaba ni siquiera para meter el rabo por ella, y no había fuerza simiesca que la hiciera aumentar de tamaño.
Parece que -eso me dijeron después- hice inusitadamente poco ruido, de lo que dedujeron que, o bien iba a morirme pronto o, si conseguía sobrevivir a esa primera etapa crítica, me dejaría amaestrar muy fácilmente. Sobreviví a aquella etapa. Sollozar ahogadamente, buscar dolorosamente pulgas, lamer cansinamente un coco, golpear con la cabeza la pared del cajón, sacar la lengua cuando alguien se me acercaba demasiado: tales fueron las primeras actividades de la nueva vida; pero en todo ello siempre la misma sensación: no hay salida. Naturalmente, hoy sólo puedo reproducir con palabras humanas lo que entonces sentí como simio, y, por tanto, lo desvirtúo, pero aunque ya no pueda conseguir la antigua verdad simiesca, ésta se halla en el sentido general de mi descripción, de eso no cabe duda.
Hasta entonces yo había tenido muchísimas salidas, y ahora ninguna. Estaba inmovilizado. Si me hubiesen clavado a la pared, mi libertad de movimientos no habría sido menor. ¿y todo eso por qué? Ráscate la carne de entre los dedos de los pies, no encontrarás la causa; apriétate por detrás contra el barrote de la reja hasta casi partirte en dos, no encontrarás la causa. Yo no tenía salida, pero tenía que hallarla, pues sin ella no podía vivir. Siempre en aquella pared del cajón: hubiese estirado la pata irremisiblemente. Pero, en la empresa Hagenbeck, el lugar asignado a los simios es la pared del cajón: pues bien, así dejé de ser simio. Un hermoso y claro razonamiento, que tengo que haber ideado con el vientre, pues los simios piensan con el vientre.
Tengo miedo de que no se entienda exactamente lo que yo entiendo por salida. Yo utilizo esta palabra en su sentido más habitual y pleno. N hablo, con intención, de libertad. No me refiero a esa gran sensación de libertad en todas las direcciones. En tanto que simio, tal vez la conocía y he conocido a personas que la deseaban ansiosamente. Pero, por lo que a mí respecta, yo no pedía libertad ni entonces ni hoy. Entre paréntesis: con la libertad, los hombres se engañan mucho, demasiado, unos a otros. Y lo mismo que la libertad es uno de los sentimientos más sublimes, así también el engaño relativo a esa libertad es uno de los más sublimes. En los espectáculos de variedades, antes de mi actuación, he visto muchas veces a alguna pareja de artistas manejando los trapecios arriba, en el techo. Se lanzaban al vacío, se columpiaban, saltaban, volaban uno a los brazos del otro, uno llevaba de los cabellos al otro con los dientes. “También eso es libertad humana”, pensé, “movimiento soberano”. ¡Escarnio de la sacrosanta naturaleza! Ningún edificio quedaría en pie ante las carcajadas de la simiedad a la vista de tal espectáculo.
No, yo no quería libertad. Sólo una salida; por la derecha, por la izquierda, en la dirección que fuese; no pedía más; aunque la salida fuese un engaño, mis pretensiones eran pequeñas, así que el engaño tampoco sería mayor. ¡Avanzar, avanzar! El caso era no estar inmóvil con los brazos levantados, aplastado contra la pared de un cajón.
Hoy lo veo con claridad: sin una calma interior muy grande, yo nunca hubiera podido salvarme. Y en efecto, todo lo que he llegado a ser quizás se lo deba a la calma que, pasados los primeros días, me sobrevino allí en el barco. La calma, por su parte, se la debo seguramente a la gente del barco.
Son buena gente pese a todo. Todavía hoy recuerdo con agrado el ruido de sus pesados pasos, que resonaban en aquel entonces en mi duermevela. Tenían la costumbre de hacerlo todo con enorme lentitud. Si alguno quería frotarse los ojos, levantaba la mano como un peso muerto. Sus bromas eran toscas, pero cariñosas. Su risa iba siempre unida a una tos de parecía peligrosa al oírla, pero que no significaba nada. Siempre tenían en la boca algo que escupir y les daba igual adónde lo escupían. Siempre se quejaban de que mis pulgas saltaban hasta ellos, pero no por eso llegaron a enojase una sola vez seriamente conmigo. Ya sabían que en mi piel medran las pulgas y que las pulgas saltan, y se resignaron a ello. Cuando no estaban de servicio, a veces se sentaban algunos en semicírculo en torno a mí, no hablaban apenas, sino que sólo se arrullaban unos a otros, tendidos sobre cajones, fumaban en pipa; se desternillaban de risa nada más hacer yo el menor movimiento; y de vez en cuando uno de ellos cogía un palo y me hacía cosquillas donde más me gustaba. Si hoy me invitasen a viajar en aquel barco, seguro que declinaría la invitación, pero también es seguro que en aquel entrepuente no tendría únicamente recuerdos desagradables.
Fue sobre todo la calma que llegué a tener entre aquellas gentes lo que me hizo desistir de cualquier tentativa de fuga. Visto desde la perspectiva actual me parece como si entonces hubiese adivinado que, si quería vivir, tenía que encontrar una salida, pero que esa salida no se lograba huyendo. Hoy ya no sé si existía posibilidad de huir, pero creo que sí; para un simio siempre debería existir una posibilidad de huir. Con mis dientes de hoy ya tengo que tener cuidado cuando casco una simple nuez, pero en aquel entonces hubiera conseguido seguramente, con el tiempo, partir el cerrojo a mordiscos. No lo hice. ¿Qué habría adelantado con ello? Me habrían capturado otra vez, nada más asomar la cabeza, y me habrían metido en una jaula todavía peor; o habría podido ir a refugiarme, sin que me vieran, entre otros animales, por ejemplo entre las serpientes gigantes que había enfrente de mí, y habría exhalado mi último suspiro entre sus abrazos; o habría conseguido incluso deslizarme hasta cubierta y saltar por la borda, entonces me hubiera balanceado un poquito en el océano y habría muerto ahogado. Actos desesperados. Yo no hacía cálculos tan humanos, pero bajo la influencia de mi entorno me comporté como si los hubiese hecho.
Yo no hacía cálculos, pero sí observaba con toda tranquilidad. Veía ir y venir a todas esas personas, siempre los mismos rostros, los mismos movimientos; muchas veces me parecía como si sólo fuesen uno. De modo que el hombre, o aquellos hombres, caminaban sin ser molestados. Una meta suprema iba tomando forma. Nadie me prometió que si yo me hacía como ellos, levantarían la reja. Promesas como éstas, para cosas que aparentemente no pueden cumplirse, no se hacen. Pero si se cumple la cosa, entonces aparecen posteriormente las promesas, justamente allí donde se las ha buscado antes inútilmente. Ahora bien, en sí mismos, aquellos hombres no tenían nada que me atrajese mucho. Si yo fuese partidario de esa libertad ya mencionada, hubiese preferido el océano a la salida que se me iba revelando en la turbia mirada de aquellos hombres. En cualquier caso, yo los venía observando ya mucho tiempo antes de pensar en tales cosas, es más, fueron todas esas observaciones las que me empujaron en una dirección determinada.
Era tan fácil imitar a la gente… Escupir, ya supe hacerlo en los primeros días. Entonces nos escupíamos unos a otros en la cara; la diferencia era solamente que yo después me limpiaba lamiéndome el rostro, ellos no. La pipa la fumé pronto como un viejo; si además hundía el dedo en la cazoleta, todo el entrepuente exultaba; lo único que no comprendí durante mucho tiempo fue la diferencia entre la pipa vacía y la llena.
Lo que más trabajo me dio fue la botella de aguardiente. El olor me torturaba; yo hacía unos esfuerzos enormes; pero pasaron semanas antes de superarlo. Curiosamente, la gente tomaba más en serio esas luchas interiores que cualquier otra cosa mía. En mis recuerdos no distingo a una persona de otra, pero había un hombre que llegaba continuamente, solo o acompañado, día y noche, a las más diversas horas; se ponía delante de mí con la botella y me daba clase. No me comprendía, quería resolver el enigma de mi ser. Descorchaba despacio la botella y después me miraba para comprobar si yo había entendido; lo confieso, yo le miraba siempre con una atención exacerbada, feroz; ningún maestro humano hallará tal alumno humano en todo el orbe terrestre. Una vez descorchada la botella, la elevaba hacia la boca; yo, con la mirada, tras él, hasta la garganta; él hacía gestos de aprobación, contento conmigo, y se pone la botella en los labios; yo, entusiasmado de ir comprendiendo gradualmente, me rasco, entre chillidos, por todas partes, dondequiera que llego; él está contento, empina la botella y echa un trago; yo, impaciente y exasperado en mis desos de imitarle, me ensucio en mi jaula, lo que a él, por su parte, le causa gran contento; y entonces, apartando lejos de sí la botella y llevándosela de nuevo con dinamismo a la boca, exageradamente inclinado hacia atrás en su afán didáctico, la vacía de un trago. Yo, fatigado por el excesivo deseo, ya no puedo seguirle y permanezco débilmente agarrado a la reja, mientras que él termina la clase teórica acariciándose el vientre y sonriendo.
Ahora es cuando comienza la parte práctica. ¿No estoy demasiado agotado por la teoría? Por supuesto, ¡y tan agotado! Eso forma parte de mi sino. No obstante, agarro lo mejor que puedo la botella que me presentan; la descorcho temblando; al conseguirlo renacen poco a poco las fuerzas; levanto la botella, apenas me distingo del modelo; me la llevo a la boca… y la tiro asqueado, asqueado, aunque esté vacía y sólo la llene el olor, la tiro asqueado al suelo, con gran congoja de mi maestro, con mayor congoja por mi parte; no le apaciguo a él ni tampoco a mí mismo por el hecho de que, una vez tirada la botella, me acaricie impecablemente el vientre y sonría al mismo tiempo.
La clase transcurrió así muchísimas veces, y, para hacer justicia a mi maestro, he de decir que no se enfadaba conmigo; es cierto que a veces me ponía la pipa encendida en la piel, hasta que ésta, en alguna parte donde yo apenas podía llegar, empezaba a chamuscarse, pero luego él mismo la apagaba con mano gigantesca y bondadosa; no me lo tomaba a mal, veía que ambos luchábamos en el mismo bando contra la naturaleza simiesca y que yo llevaba la parte más dura.
Qué victoria, sin embargo, para él y para mí, cuando una tarde, ante un gran círculo de espectadores -tal vez fuese una fiesta, sonaba un gramófono, un oficial se paseaba entre la gente-, cuando aquella tarde, en un momento en que nadie me observaba, agarré una botella de aguardiente que habían dejado olvidada delante de mi jaula, la descorché impecablemente, ante la creciente atención del grupo, me la llevé a la boca y, sin vacilar, sin hacer una mueca, como bebedor consumado, girando los ojos en redondo, con el gaznate a rebosar, la vacié real y verdaderamente; tiré la botella, no ya como un desesperado, sino como un artista; olvidé, es cierto, acariciarme el vientre; a cambio de ello, por ser inevitable, porque me urgía, porque deliraban mis sentidos, grité sin más rodeos “¡Hola!”, prorrumpí en un sonido humano, salté con esa exclamación a la comunidad de los hombres y sentí su eco -”pero, escuchad, está hablando!”- como un beso en mi cuerpo inundado de sudor.
Repito: lo que me atrajo no fue el imitar a los hombre; imité porque buscaba una salida, por ninguna otra razón. Tampoco conseguí mucho con aquella victoria. Al momento me volvió a fallar la voz; no reapareció hasta meses después; la repugnancia ante la botella de aguardiente volvió incluso con más intensidad. Pero, eso sí, la dirección que yo debía seguir, me había sido dada de una vez para siempre.
Cuando fui entregado en Hamburgo al primer adiestrador, vi enseguida las dos posibilidades que se me ofrecía: jardín zoológico o espectáculo de variedades. No lo dudé. Me dije: emplea toda tu energía en meterte en las variedades; ésa es la salida; el jardín zoológico es sólo otra jaula con barrotes; si entras en ella, estás perdido.
Y aprendí, señores. Ay, se aprende cuando se tiene que aprender; se aprende, cuando se busca una salida; se aprende sin contemplaciones. Se vigila uno a sí mismo con el látigo; se desgarra uno a sí mismo ante la mínima resistencia. La condición simiesca salió velozmente de mí, a volteretas, y desapareció, hasta el punto de que mi primer maestro casi se volvió simio, pronto tuvo que dejar la clase y ser ingresado en una casa de salud. Afortunadamente, pronto volvió a salir de ella.
Pero yo agoté a muchos maestros, e incluso a varios maestros a la vez. Cuando ya estaba más seguro de mis facultades, cuando la opinión pública seguía mis progresos y mi futuro empezaba a brillar, yo mismo tomé maestros, los hice sentarse en cinco habitaciones contiguas y aprendí con todos a la vez, corriendo sin interrupción de una habitación a otra. ¡Aquellos progresos! ¡Los rayos del saber penetrando por todas partes en el cerebro que despertaba! No lo niego: me hacía sentir feliz. Pero también lo confieso: no lo sobrestimaba, ni siquiera entonces, y mucho menos ahora. Mediante un esfuerzo que hasta ahora no se ha repetido en la tierra, he alcanzado la formación media de un europeo. Esto tal vez no sería nada en sí, pero sí es algo en la medida en que me ayudó a salir de la jaula y me procuró esa salida específica, esa salida humana. Todos ustedes conocen la locución “tomar las de Villadiego”; eso es lo que hice, quitarme de en medio. No tenía otra posibilidad, siempre partiendo del hecho de que no podía elegir la libertad.
Si contemplo mi evolución y la meta alcanzada hasta el día de hoy, ni me quejo ni estoy satisfecho. Con las manos en los bolsillos, la botella de vino sobre la mesa, estoy medio tumbado, medio sentado en la mecedora y miro por la ventana. Si vienen visitas, las recibo como corresponde. Mi empresario está en la antesala; si toco el timbre, viene y escucha lo que quiero decirle. Por la tarde suele haber función, y tengo éxitos ya casi insuperables. Cuando vuelvo tarde a casa por la noche, de banquetes, de sociedades científicas, de amenas reuniones, me espera una pequeña chimpancé semiamaestrada y me regalo con ella a la manera simiesca. De día no quiero verla, porque tiene en la mirada la demencia del animal perturbado, amaestrado, eso sólo lo veo yo, y no puedo soportarlo.
En conjunto, he conseguido, en cualquier caso, lo que quería conseguir. Que no se diga que no ha valido la pena. Por lo demás, no quiero ser juzgado por ningún ser humano, solamente quiero difundir conocimientos; solamente informo; también a ustedes, excelentísimos señores de la Academia, no he hecho otra cosa que informarles.

 

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