La abuela está revolviendo la
casa de nuevo. No parece nerviosa, sólo obstinada en su búsqueda.
Saca todas las cosas de los cajones y las coloca de nuevo con
cuidado. Mira tras los libros y va apartándolos por grupos y
colocándolos de nuevo; en ocasiones aprovecha y limpia el polvo
oculto en la parte de atrás. Se pone a escudriñar también en los
armarios, entre la ropa, y viene bien porque encuentra ese jersey que
se pierde o el calcetín que había dejado un gemelo solitario en el
cajón. Incluso mira entre mis papeles, pero ya no le riño porque me
he cansado y sé que no serviría de nada. Cuando la veo rebuscar en
el cajón de mi ropa interior me preocupo un poco, pero enseguida
continúa su inspección por otro lado.
Cuando a la abuela le da por
registrar la casa, se pasa unos días concentrada en ello y es mejor
dejarla. Luego se le pasa y se vuelve a su butaca, a mecerse con esa
apariencia tranquila mientras mira a través del balcón abierto,
aprovechando algún rayo de sol y con los dedos enredados en una
labor de punto que nunca se sabe si avanza hacia algo concreto pero
que siempre la acompaña. No sabemos qué busca la abuela, ni hay
forma de que ella lo explique porque hace mucho que no habla y apenas
asiente o niega con la cabeza para responder a las preguntas
cotidianas -¿quiere usted cenar? ¿le traigo una manta?- A mí lo
que me inquieta de sus búsquedas es que mamá me dijo que las lleva
haciendo toda la vida y que no son cosas de la vejez como yo había
creído. Y me preocupa, sobre todo, el arrebato que siento a veces de
ponerme a buscar con ella.
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