«Haz
como vieres» dice el refrán, y dice bien. De puro considerar en él,
vine a resolverme de ser bellaco con los bellacos, y más, si
pudiese, que todos. No sé si salí con ello, pero yo aseguro a V.
Md. que hice todas las diligencias posibles.
Lo primero, yo puse pena de la vida a todos
los cochinos que se entrasen en casa y a los pollos de la ama que del
corral pasasen a mi aposento. Sucedió que un día entraron dos
puercos del mejor garbo que vi en mi vida. Yo estaba jugando con los
otros criados, y oílos gruñir, y dije al uno:
-Vaya y vea quién gruñe en nuestra casa.
Fue, y dijo que dos marranos. Yo que lo oí,
me enojé tanto que salí allá diciendo que era mucha bellaquería y
atrevimiento venir a gruñir a casa ajena. Y diciendo esto, envásole
a cada uno a puerta cerrada la espada por los pechos, y luego los
acogotamos. Porque no se oyese el ruido que hacían, todos a la par
dábamos grandísimos gritos como que cantábamos y así expiraron en
nuestras manos. Sacamos los vientres, recogimos la sangre, y a puros
jergones los medio chamuscamos en el corral, de suerte que cuando
vinieron los amos ya estaba todo hecho, aunque mal, si no eran los
vientres, que aún no estaban acabadas de hacer las morcillas. Y no
por falta de prisa, en verdad, que por no detenernos las habíamos
dejado la mitad de lo que ellas se tenían dentro, y nos las comimos
las más como se las traía hechas el cochino en la barriga.
Supo, pues, don Diego el caso, y enojóse
conmigo de manera que obligó a los huéspedes (que de risa no se
podían valer) a volver por mí. Preguntábame don Diego que qué
había de decir si me acusaban y me prendía la justicia, a lo cual
respondí yo que me llamaría a hambre, que es el sagrado de los
estudiantes; y que si no me valiese, diría que como se entraron sin
llamar a la puerta como en su casa, que entendí que eran nuestros.
Riéronse todos de las disculpas. Dijo don Diego:
-A fe, Pablos, que os hacéis a las armas.
Era de notar ver a mi amo tan quieto y
religioso y a mí tan travieso, que el uno exageraba al otro o la
virtud o el vicio.
No cabía el ama de contento conmigo, porque
éramos dos al mohíno: habíamonos conjurado contra la despensa. Yo
era el despensero Judas, de botas a bolsa, que desde entonces hereda
no sé qué amor a la sisa este oficio. La carne no guardaba en manos
de la ama la orden retórica, porque siempre iba de más a menos; no
era nada carnal, antes de puro penitente estaba en los huesos. Y la
vez que podía echar cabra u oveja no echaba carnero, y si había
huesos, no entraba cosa magra. Era cercenadora de porciones como de
moneda, y así hacía unas ollas éticas de puro flacas, unos caldos
que a estar cuajados se pudieran hacer sartas de cristal de ellos.
Las Pascuas, por diferenciar, para que estuviese gorda la olla, solía
echar cabos de vela de sebo y así decía que estaban sus ollas
gordas por el cabo. Y era verdad según me lo parló un pabilo que yo
masqué un día. Ella decía, cuando yo estaba delante:
-Mi amo, por cierto que no hay servicio como
el de Pablicos, si él no fuese travieso; consérvele V. Md., que
bien se le puede sufrir el ser bellaquillo por la fidelidad; lo mejor
de la plaza trae.
Yo, por el consiguiente, decía de ella lo
mismo y así teníamos engañada la casa. Si se compraba aceite de
por junto, carbón o tocino, escondíamos la mitad, y cuando nos
parecía, decíamos el ama y yo:
-Modérese V. Md. en el gasto, que en verdad
que si se dan tanta prisa no baste la hacienda del Rey. Ya se ha
acabado el aceite o el carbón. Pero tal prisa le han dado. Mande V.
Md. comprar más y a fe que se ha de lucir de otra manera. Denle
dineros a Pablicos.
Dábanmelos y vendíamosles la mitad sisada,
y de lo que comprábamos sisábamos la otra mitad; y esto era en
todo, y si alguna vez compraba yo algo en la plaza por lo que valía,
reñíamos adrede el ama y yo.
Ella decía:
-No me digas a mí, Pablicos, que esto son
dos cuartos de ensalada.
Yo hacía que lloraba, daba voces, íbame a
quejar a mi señor, y apretábale para que enviase al mayordomo a
saberlo, para que callase la ama, que adrede porfiaba. Iban y
sabíanlo, y con esto asegurábamos al amo y al mayordomo, y quedaban
agradecidos, en mí a las obras, y en el ama al celo de su bien.
Decíale don Diego, muy satisfecho de mí:
-¡Así fuese Pablicos aplicado a virtud
como es de fiar! ¿Toda esta es la lealtad que me decís vos de él?
Tuvímoslos de esta manera, chupándolos
como sanguijuelas. Yo apostaré que V. Md. se espanta de la suma de
dinero que montaba al cabo del año. Ello mucho debió de ser, pero
no debía obligar a restitución, porque el ama confesaba y comulgaba
de ocho a ocho días y nunca la vi rastro de imaginación de volver
nada ni hacer escrúpulo, con ser, como digo, una santa.
Traía un rosario al cuello siempre, tan
grande, que era más barato llevar un haz de leña a cuestas. De él
colgaban muchos manojos de imágines, cruces y cuentas de perdones
que hacían ruido de sonajas. Bendecía las ollas y al espumar hacía
cruces con el cucharón. Yo pienso que las conjuraba por sacarles los
espíritus, ya que no tenía carne. En todas las imágenes decía que
rezaba cada noche por sus bienhechores; contaba ciento y tantos
santos abogados suyos, y en verdad que había menester todas estas
ayudas para desquitarse de lo que pecaba. Acostábase en un aposento
encima del de mi amo, y rezaba más oraciones que un ciego. Entraba
por el Justo Juez y acababa en el Conquibules, que ella decía, y en
la Salve Rehína. Decía las oraciones en latín adrede por fingirse
inocente, de suerte que nos despedazábamos de risa todos. Tenía
otras habilidades; era conqueridora de voluntades y corchete de
gustos, que es lo mismo que alcahueta; pero disculpábase conmigo
diciendo que le venía de casta como al rey de Francia sanar
lamparones.
¿Pensará V. Md. que siempre estuvimos en
paz? Pues ¿quién ignora que dos amigos, como sean codiciosos, si
están juntos, se han de procurar engañar el uno al otro? «Ésta ha
de ser ruin conmigo, pues lo es con su amo», decía yo entre mí;
ella debía de decir lo mismo porque chocamos de embuste el uno con
el otro, y por poco se descubriera la hilaza. Quedamos enemigos como
gatos y gatos, que en despensa es peor que gatos y perros.
Yo, que me vi ya mal con el ama, y que no la
podía burlar, busqué nuevas trazas de holgarme y di en lo que
llaman los estudiantes correr o arrebatar. En esto me sucedieron
cosas graciosísimas, porque yendo una noche a las nueve (que anda
poca gente) por la calle Mayor, vi una confitería y en ella un cofín
de pasas sobre el tablero, y tomando vuelo, vine a agarrarle y di a
correr. El confitero dio tras mí, y otros criados y vecinos. Yo,
como iba cargado, vi que aunque les llevaba ventaja, me habían de
alcanzar, y al volver una esquina, sentéme sobre él y envolví la
capa a la pierna de presto y empecé a decir, con la pierna en la
mano, fingiéndome pobre:
-¡Ay! ¡Dios se lo perdone, que me ha
pisado!
Oyéronme esto y en llegando, empecé a
decir: «Por tan alta Señora», y lo ordinario de la «hora
menguada» y «aire corrupto».
Ellos se venían desgañifando,
y dijéronme:
-¿Va por aquí un hombre, hermano?
-Ahí adelante, que aquí me pisó, loado
sea el Señor.
Arrancaron con esto y fuéronse; quedé
solo, llevéme el cofín a casa, conté la burla, y no quisieron
creer que había sucedido así, aunque lo celebraron mucho. Por lo
cual, los convidé para otra noche a verme correr cajas. Vinieron, y
advirtiendo ellos que estaban las cajas dentro la tienda y que no las
podía tomar con la mano, tuviéronlo por imposible, y más por estar
el confitero, por lo que sucedió al otro de las pasas, alerta. Vine,
pues, y metiendo doce pasos atrás de la tienda mano a la espada, que
era un estoque recio, partí corriendo, y en llegando a la tienda,
dije:
-«¡Muera!». Y tiré una estocada por
delante del confitero. Él se dejó caer pidiendo confesión, y yo di
la estocada en una caja y la pasé y saqué en la espada y me fui con
ella. Quedáronse espantados de ver la traza y muertos de risa de que
el confitero decía que le mirasen, que sin duda le había herido, y
que era un hombre con quien él había tenido palabras. Pero,
volviendo los ojos, como quedaron desbaratadas al salir de la caja
las que estaban alrededor, echó de ver la burla, y empezó a
santiguarse que no pensó acabar. Confieso que nunca me supo cosa tan
bien.
Decían los compañeros que yo solo podía
sustentar la casa con lo que corría, que es lo mismo que hurtar, en
nombre revesado. Yo, como era muchacho y oía que me alababan el
ingenio con que salía de estas travesuras, animábame para hacer
muchas más. Cada día traía la pretina llena de jarras de monjas,
que les pedía para beber y me venía con ellas; introduje que no
diesen nada sin prenda primero. Y así, prometí a don Diego y a
todos los compañeros, de quitar una noche las espadas a la mesma
ronda. Señalóse cuál había de ser, y fuimos juntos, yo delante, y
en columbrando la justicia, lleguéme con otro de los criados de
casa, muy alborotado, y dije:
-¿Justicia?
Respondieron:
-Sí.
-¿Es el corregidor?
Dijeron que sí. Hinquéme de rodillas y
dije:
-Señor, en sus manos de V. Md. está mi
remedio y mi venganza y mucho provecho de la república; mande V. Md.
oírme dos palabras a solas, si quiere una gran prisión.
Apartóse; ya los corchetes estaban
empuñando las espadas y los alguaciles poniendo mano a las varitas.
Yo le dije:
-Señor, yo he venido desde Sevilla
siguiendo seis hombres los más facinorosos del mundo, todos ladrones
y matadores de hombres, y entre ellos viene uno que mató a mi madre
y a un hermano mío por saltearlos, y le está probado esto; y vienen
acompañando, según los he oído decir, a una espía francesa; y aun
sospecho, por lo que les he oído, que es… (y bajando más la voz
dije) Antonio Pérez. Con esto, el corregidor dio un salto hacia
arriba, y dijo:
-¿Y dónde están?
-Señor, en la casa pública; no se detenga
V. Md., que las ánimas de mi madre y hermano se lo pagarán en
oraciones, y el Rey acá.
-¡Jesús! -dijo-, no nos detengamos. ¡Hola,
seguidme todos! Dadme una rodela.
Yo entonces le dije, tornándole a apartar:
-Señor, perderse ha V. Md. si hace eso,
porque antes importa que todos V. Mds. entren sin espadas, y uno a
uno, que ellos están en los aposentos y traen pistoletes, y en
viendo entrar con espadas, como saben que no la puede traer sino la
justicia, dispararán. Con dagas es mejor, y cogerlos por detrás los
brazos, que demasiados vamos.
Cuadróle al corregidor la traza, con la
codicia de la prisión. En esto llegamos cerca, y el corregidor,
advertido, mandó que debajo de unas yerbas pusiesen todos las
espadas escondidas en un campo que está enfrente casi de la casa;
pusiéronlas y caminaron. Yo, que había avisado al otro que ellos
dejarlas y él tomarlas y pescarse a casa fuese todo uno, hízolo
así; y al entrar todos quedéme atrás el postrero, y en entrando
ellos mezclados con otra gente que entraba, di cantonada y emboquéme
por una callejuela que va a dar a la Vitoria, que no me alcanzara un
galgo.
Ellos que entraron y no vieron nada, porque
no había sino estudiantes y pícaros (que es todo uno), comenzaron a
buscarme, y no hallándome, sospecharon lo que fue, y yendo a buscar
sus espadas, no hallaron media. ¿Quién contara las diligencias que
hizo con el retor el corregidor? Aquella noche anduvieron todos los
patios reconociendo las caras y mirando las armas. Llegaron a casa, y
yo, porque no me conociesen, estaba echado en la cama con un tocador
y con una vela en la mano y un Cristo en la otra y un compañero
clérigo ayudándome a morir, y los demás rezando las letanías.
Llegó el retor y la justicia, y viendo el espectáculo, se salieron,
no persuadiéndose que allí pudiera haber habido lugar para cosa. No
miraron nada, antes el retor me dijo un responso; preguntó si estaba
ya sin habla, y dijéronle que sí; y con tanto, se fueron
desesperados de hallar rastro, jurando el retor de remitirle si le
topasen, y el corregidor de ahorcarle fuese quien fuese. Levantéme
de la cama, y hasta hoy no se ha acabado de solemnizar la burla en
Alcalá.
Y por no ser largo, dejo de contar cómo
hacía monte la plaza del pueblo, pues de cajones de tundidores y
plateros y mesas de fruteras (que nunca se me olvidará la afrenta de
cuando fui rey de gallos) sustentaba la chimenea de casa todo el año.
Callo las pensiones que tenía sobre los habares, viñas y huertos,
en todo aquello de alrededor. Con estas y otras cosas, comencé a
cobrar fama de travieso y agudo entre todos. Favorecíanme los
caballeros y apenas me dejaban servir a don Diego, a quien siempre
tuve el respeto que era razón por el mucho amor que me tenía.
Historia de la vida del buscón. 1626.
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