Al atardecer, sentado en la
silla de cuero de becerro, el abuelo creyó ver una extraña figura,
oscura, frágil y alada volando en dirección al sol. Aquel presagio
le hizo recordar su propia muerte. Se levantó con calma y entró en
la sala. Y con gesto firme, en el que se adivinaba, sin embargo,
cierta resignación, descolgó la escopeta.
A horcajadas en un caballo
negro, por el estrecho camino paralelo al río, avanzaba la muerte en
un frenético y casi ciego galopar. El abuelo reconoció la silueta
veloz del enemigo. Se atrincheró detrás de la ventana, aprontó el
arma y clavó la mirada en el corazón de piedra del verdugo. Bestia
y jinete cruzaron la línea imaginaria del patio. Y el abuelo, que
había aguardado desde siempre este momento, disparó. El caballo se
paró en seco, y el jinete, con el pecho agujereado, abrió los
brazos, se dobló sobre sí mismo y cayó a tierra mordiendo el polvo
acumulado en los ladrillos.
La detonación interrumpió
nuestras tareas cotidianas, resonó en el viento cubriendo con un
manto de zozobra nuestros corazones. Salimos al patio y, como si
hubiéramos establecido un previo acuerdo, en semicírculo rodeamos
al caído. Mi tío se desprendió del grupo, se despojó del
sombrero, e, inclinado sobre el cuerpo aún caliente de aquel
desconocido, lo volteó de cara al cielo. Y, alumbrado por los
serenos reflejos ceniza del atardecer, brilló el rostro sereno y sin
vida del abuelo.
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