Eran
cinco hermanos: Luisana, Carlos, Ramón, Ester, María. La vida los
fue dispersando, llevándoselos por distintos caminos, alejándolos,
maleándolos. Primero, Ester, casada con un hombre rico y fastuoso;
María, después, unida a un joven de nombre sin brillo y de fama sin
limpieza; en seguida, Carlos, el aventurero, acometedor de toda
suerte de locas empresas; finalmente Ramón, el misántropo que desde
niño revelara su insana pasión por el dinero y su áspero amor a la
soledad; todos se fueron con una diversa fortuna hacia un destino
diferente.
Solo permaneció en la casa paterna Luisana, la hermana mayor,
cuidando al padre, que languidecía paralítico lamentándose de
aquellos hijos en cuyos corazones no viera jamás ni un impulso bueno
ni un sentimiento generoso. Y cuando el viejo moría, de su boca
recogió Luisana el consejo suplicante de conservar la casa de la
familia dispersa, siempre abierta para todos, para lo cual se la
adjudicaba en su testamento, junto con el resto de su fortuna, a
título de dote.
Luisana cumplió la promesa hecha al padre, y en la casa de todos,
donde vivía sola, conservó a cada uno su habitación, tal como la
había dejado, manteniendo siempre el agua fresca en la jarra de los
aguamaniles, como si de un momento a otro sus hermanos vinieran a
lavarse las manos, y en la mesa común, siempre aderezados los
puestos de todos.
Tú serás la paz y la concordia, le había dicho el viejo,
previendo el porvenir, y desde entonces ella sintió sobre su vida el
dulce peso de una noble predestinación.
Menuda, feúcha, insignificante, era una de esas personas de
quienes nadie se explica por qué ni para qué viven. Ella misma
estaba acostumbrada a juzgarse como usurpadora de la vida, parecía
hacer todo lo posible para pasar inadvertida: huía de la luz,
refugiándose en la penumbra de su alcoba, austera como una celda;
hablaba muy poco, como si temiera fatigar el aire con la carga de su
voz desapacible, y respiraba furtivamente el poquito de aliento que
cabía en su pecho hundido, seco y duro como un yermo.
Desde pequeñita tuvo este humildoso concepto de sí misma:
mientras sus hermanos jugaban al pleno sol de los patios o corrían
por la casa alborotando y atropellando con todo, porque tomaban la
vida como cosa propia, con esa confianza que da el sentimiento de ser
fuertes, ella, refugiada en un rincón, ahogaba el dulce deseo de
llorar, único de su niñez enfermiza, como si tampoco se creyera con
derecho a este disfrute inofensivo y simple. Crecieron, sus hermanas
se volvieron mujeres, y fueron celebradas y cortejadas, y amaron, y
tuvieron hijos; a ella, siempre preterida, que hasta su padre se
olvidaba de contarla entre sus hijos, nadie le dijo nunca una palabra
amable ni quiso saber cómo eran las ilusiones de su corazón. Se
daba por sabido que no las poseía. Y fue así como adquirió el
hábito de la renunciación sin dolor y sin virtud.
Ahora, en la soledad de la casa, seguía discurriendo la vida
simple de Luisana, como agua sin rumor hacia un remanso subterráneo;
pero ahora la confortaba un íntimo contentamiento. ¡Tú serás la
paz!… Y estas palabras, las únicas lisonjeras que jamás escuchó,
le habían revelado de pronto aquella razón de ser de su existencia,
que ni ella misma ni nadie encontrara nunca.
Ahora quería vivir, ya no pensaba que la luz del día se
desdeñase de su insignificancia, y todas las mañanas, al correr las
habitaciones desiertas, sacudiendo el polvo de los muebles, aclarando
los espejos empañados y remudando el agua fresca en las jarras; y
cada vez que aderezaba en la mesa los puestos de sus hermanos
ausentes, convencida de que esta práctica mantenía y anudaba
invisibles lazos entre las almas discordes de ellos, reconocía que
estaba cumpliendo con un noble destino de amor, silencioso, pero
eficaz, y en místicos transportes, sin sombra de vanagloria, sentía
ya que su humildad había sido buena y que su simpleza era ya santa.
Terminados sus quehaceres y anegada el alma en la dulce fruición
de encontrarse buena, se entregaba a sus cadenetas; y a veces turbada
por aquel silencio de la casa y por aquel claro sol de las mañanas
que se rompía en los patios, se hilaba por las rendijas y se
esparcía sin brillo por todas partes arrebañando la penumbra de los
rincones; mareada por aquella paz que le producía suavísimos
arrobos, se sentaba al piano, un viejo piano donde su madre hiciera
sus primeras escalas, y cuyas voces desafinadas tenían para ella el
encanto de todo lo que fuera como ella, humilde y desprovisto de
atractivos.
Tocaba a la sordina unos aires sencillos que fueran dulces. Muchas
teclas no sonaban ya; una, rompiendo las armonías, daba su nota a
destiempo, cuando la mano dejaba de hacer presión sobre ella; o no
sonaba, quedándose hundida largo rato. Esta tecla hacía sonreír a
Luisana. Decía: Se parece a mí. No servimos sino para romper las
armonías. Precisamente por esto la quería, la amaba, como hubiera
amado a un hijo suyo, y cuando, al cabo de un rato, después que
había dejado de tocar, aquella tecla, subiendo inopinadamente, daba
su nota en el silencio de la sala, Luisana sonreía y se decía a sí
misma: ¡Oigan a Luisana! ¡Ahora es cuando viene a sonar!
Una mañana Luisana se quedó muerta sobre el piano, oprimiendo
aquella tecla. Fue una muerte dulce que llegó furtiva y
acariciadora, como la amante que se acerca al amado distraído y
suavemente le cubre los ojos para que adivine quién es.
Vinieron sus hermanos; la amortajaron; la llevaron a enterrar.
Ester y María la lloraron un poco; Carlos y Ramón corrieron a la
casa, registrando gavetas, revolviendo papeles. En la tarde se
reunieron en la sala a tratar sobre la partición de los bienes de la
muerta.
La vida y la contraria fortuna habían resentido el lazo
fraternal, y cada alma alimentaba o un secreto rencor o una envidia
secreta. Carlos, el aventurero, había sido desgraciado: fracasó en
una empresa quimérica, arrastrando en su bancarrota dinero del
marido de Ester, el cual no se lo perdonó y quiso infamarlo,
acusándolo de quiebra fraudulenta; María no le perdonaba a Ester
que fuera rica y no partiera con ella su boato y la estimación
social que disfrutaba; Ester se desdeñaba de aceptarla en su
círculo, por la obscuridad del nombre que había adoptado; y todos
despreciaban a Ramón, que había adquirido fama de usurero y los
avergonzaba con su sordidez.
Pero todas estas malas pasiones se habían mantenido hasta
entonces agazapadas, sordas y latentes, pero secretas; había algo
que les impedía estallar, una dulce violencia que acallaba el rencor
y desamargaba la envidia: Luisana. Ella intercedió por Carlos, y
porque ella lo exigía, el marido de Ester no le lanzó a la
vergüenza y a la ruina; ella intercedió siempre para que Ester
invitase a María a sus fiestas; ella pidió al hermano avaro dinero
para el hermano pobre, y a todos amor para el avaro; pero siempre de
tal modo, que el favorecido nunca supo que era ella a quien le debía
agradecer, y hasta el mismo que otorgaba se quedaba convencido y
complacido de su propia generosidad.
Ahora, reunidos para partirse los despojos de la muerta, cada uno
comprendía que se había roto definitivamente el vínculo que hasta
allí los uniera, y que iban a decirse unos a otros la última
palabra; y en la expectativa de la discordia tanto tiempo latente,
que por fin iba a estallar, enmudecieron con ese recogimiento
instintivo de los momentos en que se va a echar la suerte, y al mismo
tiempo la idea de la hermana pasó por todos los pensamientos, como
una última tentativa conciliadora a cumplir el encargo paterno: ¡Tú
serás la paz y la concordia!
Entonces comprendieron a aquella hermana simple que había vivido
como un ser insignificante e inútil y que, sin embargo, cumplía un
noble destino de amor y de bondad, y fue así cómo vinieron a
explicarse por qué ellos inconscientemente le habían profesado
aquel respeto que los obligaba a esconder en su presencia las malas
pasiones.
En un instante de honda vida interior, temerosos de lo que iba a
suceder, sintieron que se les estremeció el fondo incontaminado del
alma, y a un mismo tiempo se vieron las caras, asustándose de
encontrarse solos.
Pero fue necesario hablar, y la palabra dinero violó el
recogimiento de las almas. Rebulleron en sus asientos, como si se
apercibieran para la defensa, y cada cual comenzó a exponer la
opinión que debía prevalecer sobre el modo de efectuar el reparto
de los bienes de la hermana y a disputarse la mejor porción.
La disputa fue creciendo, convirtiéndose en querella, rayando en
pelea, y a poco se cruzaron los reproches, las invectivas, las
injurias brutales, hasta que por fin los hombres, ciegos de ira y de
codicia, saltaron de sus asientos, con el arma en la mano,
desafiándose a muerte.
Las mujeres intercedían suplicantes, sin lograr aplacarlos, y
entonces, en un súbito receso del clamor de aquellas voces
descompuestas, todos oyeron indistintamente el sonido de una nota que
salía del piano cerrado.
Volvieron a verse las caras y, sobrecogidos del temor a lo
misterioso, guardaron las armas, así como antes escondían las
torpes pasiones en presencia de Luisana: todos sintieron que ella
había vuelto, anunciándose con aquel suave sonido, dulce, aunque
destemplado, como su alma simple, pero buena.
Era la nota de Luisana, sobre cuya tecla se había quedado apoyado
su dedo inerte, y que de pronto sonaba, como siempre, a destiempo.
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