Imagínate, imagínate por un instante, que un día te despiertas a media noche y hueles a muerto. Ojo, no es que huela a muerto, no, sino que hueles a muerto. Te levantas, vas al lavabo y… todo normal. Salvo el olor. Definitivamente: hueles a muerto. Lo curioso es que tú nunca has olido a muerto. Claro que has estado en varios entierros, e incluso en un par de velatorios, pero no te has puesto a olisquear a los difuntos, faltaría más. En cualquier caso, ahora estás convencido de que hueles a muerto. No es que sea un olor desagradable, tal vez un poco agrio, como de queso rancio, pero en todo caso soportable. Además, te sientes bien, no notas nada extraño, incluso llegas a bostezar. Notas la boca un poco pastosa, eso sí. Haces crujir tus falanges. Todo normal, salvo el olor. Al final, vuelves a la cama y te quedas dormido enseguida. Cuando despiertas de nuevo, todo está oscuro. El olor a muerto es cada vez más intenso. Intentas alargar el brazo para encender el interruptor, pero tu mano choca contra una pared de madera. Intentas incorporarte y tu cabeza golpea contra un techo excesivamente bajo. No hay duda: estás dentro de un ataúd. Pero lo que no sabes es si te han enterrado vivo o es que se puede pensar después de muerto. Imagínatelo, imagínatelo por un instante. Y luego, olvídalo.
Fricciones, 2011.
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