Cuando le abandonó su muñeca
hinchable, mi amigo pensó que su soledad ya no tenía remedio y se
sintió el hombre más infeliz del mundo.
-Fue
hermoso mientras duró -me confiesa esta mañana, con los ojos
llorosos-. Ni una sola recriminación, ni una sola palabra más alta
que la otra. Lo nuestro fue, sobre todo, un dulce monólogo.
-Dime
-le pregunto-, ¿quién fue, en ese monólogo, el único que hablaba?
-Ella,
reconozco.
-Pues
no me extraña que al final se fuese con otro -le digo-. El silencio
acaba aburriendo a cualquiera.
Continuamos
paseando por el parque de Z. Y al cabo de un rato nos sentamos en un
banco recién pintado de verde limón. De un tiempo a esta parte no
resulta fácil encontrar un banco en esas condiciones.
-Lo
que más me fastidia -sigue confesándome- es que cuando me vaya al
otro barrio, no dejaré en este mundo una esposa que me llore. No
habrá nadie que se tome la molestia de incinerarme para conservar
mis cenizas en un jarrón de porcelana checoslovaco.
Y
después de decirme esas tonterías no añade nada más. Le conozco
bastante bien, puede que no vuelva a despegar los labios en todo el
día. A partir de este instante tendré que adivinar sus pensamientos
por su forma de resoplar por la nariz.
Antología del microrrelato español (1906 - 2011). Ed. Irene Andrés-Suárez.
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