Hoy, al revolver el baúl del desván, mis manos tropezaron otra vez con el cuchillo. Es viejo. Lo he visto infinidad de veces desde mi infancia. Según me dijeron, vino de Japón junto con otras cosas que dejó mi abuelo al suicidarse. Ya no sirve para nada y me pregunto si alguna vez sirvió para algo: más bien parece un cuchillo de puro adorno o vaya uno a saber para qué fútil ceremonia. A mí no me sirve ni como cortapapeles pues la hoja es demasiado larga y en curva. ¿Para qué lo conservo? La verdad es que no soy yo quien lo conserva: él se conserva solo. Simplemente está ahí, se queda ahí. Hoy, al tropezar con él, he pensado en arrojarlo. Pero ¡qué resistencia! No lo puedo poner de patitas en la calle. Se prende a mi vida, con fuerza. Se quedará conmigo, ya lo veo, hasta el final. Donde voy, va él, entre los muebles de la mudanza. Por lo visto no tiene otro sitio adonde ir y permanece a mi lado. No nos decimos nada. Solo tenemos de común el tiempo que pasamos juntos. Inútil: inútil mi voluntad de arrojar el cuchillo a la basura. ¿Qué querrá? Empiezo a preocuparme. Al empuñarlo me tira de la mano y su hoja me toca el vientre.
El gato de Cheshire. 1965.
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