—¿De qué trata la lección, Adrián? —preguntó por sorpresa la joven maestra al alumno más soñador del curso.
Adrián, abismado en sus pensamientos, no pareció darse por aludido.
—¡Adrián!
El muchacho aterrizó en el aquí y ahora entre las risas ahogadas de sus condiscípulos.
—Dígame, señorita Marta.
—Te preguntaba por el tema que estamos desarrollando en la clase de hoy.
—Sé que ha empezado usted a hablar de las abejas y la fotosíntesis. Eso es todo. Lo siento, señorita Marta, pero me he distraído con las extrañas palabras que han resonado en mi cabeza.
—¿Por qué extrañas?
—No sé de dónde han surgido; trataba de atender lo que usted decía, cuando, de repente, mi cabeza se ha llenado de palabras.
—¿Qué tipo de palabras?
—Palabras de colores y algodón.
—¿Algodón?
—Sí, el de las nubes.
—¿Te importa repetirlas?
—No sé si seré capaz de recordarlas todas.
—Inténtalo. Incorpórate para que te escuchemos mejor.
Adrián se levantó, carraspeó para aclararse la garganta y…
—Las abejas volaban demasiado alto para alcanzarlas de un salto. Así que el estudiante desplegó las alas de su imaginación y voló junto a ellas, por encima de las nubes.
—¿Eso es todo?
—Sí, señorita. Luego me he limitado a mover las alas y volar.
—Por encima de las nubes.
—Un poquito por encima, las rozaba con los pies.
—Por eso sabías que eran de algodón.
—Sí, y me hacían cosquillas.
—Muy bien —la maestra dio una palmada para atraer la atención de toda la clase—. Faltan cinco minutos para la hora del recreo. Hasta entonces, volemos todos con Adrián.
En los siguientes minutos, el aula se pobló de sonoras carcajadas. Las cosquillas que hacían las nubes de algodón eran irresistibles.
La fiesta de las palabras. Salvador Robles.
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