31 de octubre de 1517. Centro de Alemania. En una ciudad a orillas
del río Elba un monje agustino muy cabreado avanza a grandes pasos
con un cartelón debajo del brazo y con un martillo y varios clavos
en una mano. Llega hasta las puertas de la iglesia del castillo de
Wittenberg, desenrolla el cartel, lo sujeta contra la madera y a
martillazos lo clava para que lo vea todo el mundo. Ahí lo dejo,
debió pensar. Y se volvió a su convento más desahogado.
Era una protesta. Un
pedazo de protesta de un monje protestón llamado Martín Lutero. Ni
de lejos pudo imaginar el pollo que iba a montar con aquellas 95
tesis que inauguraron oficialmente la Reforma Protestante con la que
a Roma los fieles se le empezaron a escapar a chorros.
En 2017 se cumplió
el quinto centenario de la Reforma. Quinientos años desde que Lutero
lio la que lio, así que no viene mal saber de qué va esto, porque
siempre estamos con que si las 95 tesis de Lutero por aquí, que si
las 95 tesis de Lutero por allá, que si las clavó, que si las
envió, que si Lutero, que si las tesis… ¿pero sabemos exactamente
qué pasó? ¿Por qué las redactó? ¿Para qué? ¿Qué ponía? ¿Qué
pretendía?
De entrada, quede
dicho que no se sabe si esa imagen que tenemos todos de Lutero
clavando el papel en las puertas de la iglesia del castillo de
Wittenberg es real. Pudo haber ocurrido, pero no hay ningún testigo.
Puede que fuera una escena inventada con posterioridad para dar más
fuerza al episodio, porque visto la que se montó venía bien adornar
con un poquito de escenografía. Da igual. Hay tantas papeletas para
que haya ocurrido como para que no, porque aquellas puertas eran una
especie de tablón de anuncios y Lutero bien pudo fijar sus tesis,
sus propuestas, para iniciar el debate. Aunque es más probable que
su texto lo enviara por correo al papa de Roma, a León X, aquel que
dicen que dijo: «Dios nos ha dado el papado, disfrutémoslo». Le
pega todo.
El título completo
del famoso texto de Lutero es «95 tesis sobre la virtud de las
indulgencias». ¿Y qué eran exactamente las indulgencias? Pues una
estafa de proporciones bíblicas.
Lutero ya llevaba
años de cabreo en cabreo porque Roma era un despiporre. Todos los
papas eran unos corruptos, y el que no tenía cinco hijos al
retortero tenía tres amantes. Compraban estados, se asesinaban unos
a otros y se robaban las novias. Pero la gota que colmó el vaso de
Lutero fue el comercio de indulgencias, un invento del papa muy
rentable que no servía absolutamente para nada.
Dicho de forma muy
sencillita para quien no haya oído hablar nunca de este tema:
consistía en que la Iglesia te vendía un papelito que te aseguraba
librarte del purgatorio y largarte directamente al cielo. Ya está.
Alguien dirá, ¿algún tonto compró eso? Miles de tontos compraron
eso, porque más que tontos eran personas absolutamente
aterrorizadas, aniquiladas por el pánico del infierno y la duda de
la salvación. La Iglesia les metía el miedo en el cuerpo y luego
les hacían pagar para librarse de ese miedo.
Una maniobra genial.
En aquel siglo XVI
todo el mundo andaba muy preocupado por no acabar en el purgatorio,
un estado intermedio que se inventó la Iglesia en el siglo XIII, que
se supone que estaba situado entre el cielo y el infierno y donde
había una lista de espera para ir a uno u otro sitio. Ya se puede
hablar en pasado porque en pleno siglo XXI el expapa Benedicto XVI
recalificó el purgatorio y lo convirtió en una especie de estado
espiritual, que era como admitir disimuladamente que sí, que vale,
que el purgatorio no existe.
Pero, claro, esto de
que el purgatorio no existe no lo sabían en el siglo XVI, y resulta
que en Roma se habían metido en obras para hacer una iglesia grande,
muy grande. La más grande de la cristiandad. Una iglesia por encima
de sus posibilidades y que se les fue de presupuesto. San Pedro del
Vaticano estaba saliendo por un pico y no había suficiente dinero.
Hubo que inventarse
algo para recaudar, y ese algo fueron las indulgencias, que ya
existían desde hacía siglos porque la indulgencia equivalía a
decir «va, venga, te perdono, pero a cambio te rezas esto, o te vas
de peregrinaje a tal lugar santo, o te arreas un par de latigazos, o
dejas de comer tres días, o duermes en el suelo sobre un manojo de
ortigas». Cualquier cosa que hiciera sufrir.
Llegó el momento en
que esto de las indulgencias se reveló como una oportunidad de
negocio inigualable, y el perdón de los pecados empezó a venderse.
Como la gente se lo creía todo, se llegó al extremo de vender
indulgencias hasta por los pecados futuros, por los que aún no se
habían cometido. Como si compraras el perdón por si en algún
momento cayera la breva y acabaras acostándote con el vecino del
quinto, aunque hasta el momento solo te lo hubieras cruzado al bajar
la basura.
Vaya otro ejemplo
concreto; tan concreto, que fue precisamente el que cabreó a Lutero:
Maguncia es una ciudad alemana en la que, para ser elegido arzobispo,
un tipo pagó en 1514 al papa, a León X, la fabulosa cifra de
veinticuatro mil ducados. Una vez conseguido el cargo, el arzobispo
de Maguncia también logró del papa el permiso para predicar
indulgencias en los territorios bajo sus dominios. Dicho así, eso de
predicar suena fino, pero en realidad era para vender indulgencias.
De esta venta
sacaban tajada el propio arzobispo, el papa, la banca Fugger (donde
se ingresaba el dinero), y el emperador Maximiliano, el abuelito de
nuestro Carlos V. Todos pillaban su parte.
Nadie podía evitar
la tentación de comprar aquellos papelitos, aquellas indulgencias
que te aseguraban un lugar en el cielo. Tenían enormes ventajas: tú
podías pecar todo lo que te diera la gana y luego pagabas a la
Iglesia para que te quitara el pecado de encima. Cuanto más pagaras,
más pecados te borraban.
Martín Lutero fue
uno de aquellos cristianos que vivían acogotados por el miedo al
infierno, y también el que observó de cerca el lucrativo negocio
que se traían con la compraventa de indulgencias. Hasta que se paró
a pensar y entendió que solo era un timo, un sacacuartos. Y redactó
su protesta, sus 95 tesis explicando por qué aquello no debería ser
así. Intentando abrir un debate y discutir sobre el tema.
Cuando el texto de
Lutero llegó a manos de León X, el papa no hizo puñetero caso.
¿Quién era el atrevido? ¿Un monje alemán? Protestones a él…
como se pusiera tonto montaba una hoguera y lo achicharraba.
Pero el papa se pasó
de listo y no tuvo en cuenta un pequeño detalle. La imprenta ya
estaba en marcha, y los escritos de Lutero tuvieron una impresionante
difusión por Alemania y todo el norte de Europa. Solo cuando los
dominicos, que eran los que estaban directamente implicados en la
venta de indulgencias, presionaron al papa y le pidieron que hiciera
algo porque el monje la estaba liando y fastidiando el negocio,
afectando a las ventas, deteriorando la imagen santa del alto clero,
solo entonces el papa León X sacó una bula condenando los escritos
de Lutero.
Demasiado tarde. Las
protestas de Lutero habían corrido como la pólvora. Tenía miles de
defensores, miles de seguidores.
Cuando le llegó la
bula de condena, fue Lutero el que montó la hoguera para quemarla
públicamente. Porque, eso sí, a los cristianos, protestantes o no,
les gustaba una hoguera para quemar humanos, papeles o lo que fuera
más que a MacGyver una ferretería.
El desafío a Roma
era total, sin posible marcha atrás, y aunque el mosqueo con las
indulgencias solo fue el punto de partida, Lutero, ya puestos,
continuó desarrollando lo que acabaría siendo una nueva religión.
Lo que él llamó «el mejoramiento del estado cristiano».
Por ejemplo, ¿qué
era eso de que hubiera tantas vírgenes, tantos santos, tantos
mártires? Y la inmensa mayoría inventados. Pues porque a todos los
usaba la Iglesia de Roma como mediadores ante dios; era una forma de
diversificar el negocio y, entre otras cosas, animar el mercado de
las reliquias. Lutero dijo que no, que aquí el único interlocutor
válido con dios era Jesucristo. Ni san Pitopato ni la virgen del
perpetuo calorín.
Otro asunto. Eso del
celibato. ¿A cuento de qué, si todo el mundo sabía que ni un solo
papa, cardenal, obispo, abad o fraile lo cumplía? ¿Quién se había
inventado eso de que había que ser célibe para ser cura? Lutero
también dijo que no a esto. En vez de sacerdotes, pastores. Y el que
quisiera, que se casara. Que eso ahorraba muchos follones y pondría
a los menores a salvo.
La Biblia. Otro lío.
¿Por qué solo podían interpretarla los autoproclamados príncipes
de la Iglesia? ¿Por qué no podía leerla la gente normal si era a
ella a quien se dirigía? ¿Por qué no traducirla a lenguas
vulgares? Y como Lutero no recibió una explicación razonable ni
razonada, fue y la tradujo al alemán.
La primera intención
de Lutero hace quinientos años fue hacer una reforma, porque según
su criterio, la Iglesia, su Iglesia, se estaba saliendo de madre.
Pero no fue el primero en advertir de la deriva gamberra que estaba
tomando la multinacional. Ciento y pico años antes de que Lutero la
liara parda hubo otros que también intentaron decirle al alto mando
eclesiástico que de qué iban; que se habían salido del camino, que
aquello ya no era lo que debería ser. Entre ellos estuvieron el
inglés John Wycliffe y el checo Jan Hus. Ellos fueron en realidad
los precursores de la reforma protestante, lo que pasa es que no
triunfaron como triunfó Lutero, ni alcanzaron la fama que alcanzó
Lutero. También es cierto que Lutero salió vivo de su chulería y
los otros dos no.
John Wycliffe ya se
atrevió en el siglo XIV a traducir la Biblia a lengua vulgar, al
inglés, y también dijo en voz alta que eso de la transustanciación
(lo de que el pan y el vino se convierta en el cuerpo y la sangre de
Cristo) era un cuento chino. Este hombre tuvo la suerte de morirse de
forma natural, pero a la Iglesia le cabreó tanto que se le escapara
un hereje vivo, que lo que hizo fue desenterrar al pobre Juanito
Wycliffe y quemarlo. Ya estaba muerto, pero se dieron el gustazo de
rematarlo.
Y después del
inglés llegó un checo, Jan Hus, más comedido que Wycliffe pero con
el suficiente cuajo como para presentarse en mitad del Concilio de
Constanza para leerles un sermón que llevaba escrito y convencerles
de que la Iglesia tenía que poner fin a los abusos. Pretendía
exigir a los clérigos que abandonaran los vicios, que recuperaran
los valores de pobreza y moralidad, y reclamaba a la institución que
se dejara de tanta compraventa de perdones. Un pedazo de iluso.
La verdad es que Jan
Hus se confió de más, porque el emperador del Sacro Imperio Romano
Germánico Segismundo I le dijo «Ve, ve… que yo te cubro. Cántales
las cuarenta que yo ya si eso te protejo luego».
A quién se le
ocurre fiarse de la palabra de un rey.
Jan Hus no pudo leer
ni la primera línea de su sermón frente al Concilio de Constanza.
Es más, le obligaron a retractarse antes de decir ni mu. Pero no se
retractó. Simplemente calló. Días después lo achicharraron allí
mismo, en Constanza, por bocazas. Hereje, decían entonces.
Lo amarraron a un
poste con una cadena y prendieron fuego bajo sus pies a los primeros
haces de leña. Cuando empezó a subir el calorcito le preguntaron
por última vez: «¿Qué? ¿Te retractas o no?». Y dijo Jan: «¡Que
no!».
Kaput.
Y ahora es cuando
viene la bonita profecía del ganso. Cuentan que el revoltoso Hus,
que en checo significa «ganso», antes de largarse achicharrado al
otro barrio tuvo oportunidad de hablar con el emperador que lo dejó
vendido frente al Concilio de Constanza. Le dijo: «Vas a asar un
ganso, pero dentro de un siglo te encontrarás un cisne que no podrás
asar». El emperador no debió de entender nada, entre otras cosas
porque no pensaba vivir cien años para verlo, pero, efectivamente,
un siglo después llegó Martín Lutero y todo mundo entendió que él
era el cisne que predijo Jan Hus. De ahí que en muchas iglesias
luteranas haya un cisne sobre la puerta, un cisne sobre el púlpito,
cisnes en las veletas… El cisne acabó siendo el perfecto logotipo
de los luteranos, y por eso también en la abundante iconografía de
Lutero aparece tras él, a sus pies, un ganso, y ese ganso es su
precursor, Jan Hus.
Lutero fue el cisne
que la iglesia ya no pudo asar en la hoguera, aunque toda su valiente
peripecia ni le convierte en santo ni, mucho menos, en mejor persona;
ni significa que sus ideas fueran excelentes. Porque Lutero y los
luteranos acabaron siendo tan fundamentalistas como los que
criticaban, y acabaron montando hogueras para los herejes con tanto
arte como los católicos. Tal para cual.
Es lo que han
tenido, y todavía tienen, algunas religiones, que siempre se han
sentido en el derecho de aniquilar al prójimo en el nombre de dios.
De su dios. De sus dioses.
Aztecas, musulmanes,
apaches, católicos, mayas, judíos, luteranos, incas, anglicanos,
vikingos, puritanos, pies negros, hindúes, egipcios, cherokees…
ninguno se libra.
Pretérito imperfecto. Historias del mundo desde el año de la pera hasta ya mismo. 2018.
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