martes, 15 de septiembre de 2020

1517. El ganso de Lutero. Nieves Concostrina.

31 de octubre de 1517. Centro de Alemania. En una ciudad a orillas del río Elba un monje agustino muy cabreado avanza a grandes pasos con un cartelón debajo del brazo y con un martillo y varios clavos en una mano. Llega hasta las puertas de la iglesia del castillo de Wittenberg, desenrolla el cartel, lo sujeta contra la madera y a martillazos lo clava para que lo vea todo el mundo. Ahí lo dejo, debió pensar. Y se volvió a su convento más desahogado.
Era una protesta. Un pedazo de protesta de un monje protestón llamado Martín Lutero. Ni de lejos pudo imaginar el pollo que iba a montar con aquellas 95 tesis que inauguraron oficialmente la Reforma Protestante con la que a Roma los fieles se le empezaron a escapar a chorros.
En 2017 se cumplió el quinto centenario de la Reforma. Quinientos años desde que Lutero lio la que lio, así que no viene mal saber de qué va esto, porque siempre estamos con que si las 95 tesis de Lutero por aquí, que si las 95 tesis de Lutero por allá, que si las clavó, que si las envió, que si Lutero, que si las tesis… ¿pero sabemos exactamente qué pasó? ¿Por qué las redactó? ¿Para qué? ¿Qué ponía? ¿Qué pretendía?
De entrada, quede dicho que no se sabe si esa imagen que tenemos todos de Lutero clavando el papel en las puertas de la iglesia del castillo de Wittenberg es real. Pudo haber ocurrido, pero no hay ningún testigo. Puede que fuera una escena inventada con posterioridad para dar más fuerza al episodio, porque visto la que se montó venía bien adornar con un poquito de escenografía. Da igual. Hay tantas papeletas para que haya ocurrido como para que no, porque aquellas puertas eran una especie de tablón de anuncios y Lutero bien pudo fijar sus tesis, sus propuestas, para iniciar el debate. Aunque es más probable que su texto lo enviara por correo al papa de Roma, a León X, aquel que dicen que dijo: «Dios nos ha dado el papado, disfrutémoslo». Le pega todo.
El título completo del famoso texto de Lutero es «95 tesis sobre la virtud de las indulgencias». ¿Y qué eran exactamente las indulgencias? Pues una estafa de proporciones bíblicas.
Lutero ya llevaba años de cabreo en cabreo porque Roma era un despiporre. Todos los papas eran unos corruptos, y el que no tenía cinco hijos al retortero tenía tres amantes. Compraban estados, se asesinaban unos a otros y se robaban las novias. Pero la gota que colmó el vaso de Lutero fue el comercio de indulgencias, un invento del papa muy rentable que no servía absolutamente para nada.
Dicho de forma muy sencillita para quien no haya oído hablar nunca de este tema: consistía en que la Iglesia te vendía un papelito que te aseguraba librarte del purgatorio y largarte directamente al cielo. Ya está. Alguien dirá, ¿algún tonto compró eso? Miles de tontos compraron eso, porque más que tontos eran personas absolutamente aterrorizadas, aniquiladas por el pánico del infierno y la duda de la salvación. La Iglesia les metía el miedo en el cuerpo y luego les hacían pagar para librarse de ese miedo.
Una maniobra genial.
En aquel siglo XVI todo el mundo andaba muy preocupado por no acabar en el purgatorio, un estado intermedio que se inventó la Iglesia en el siglo XIII, que se supone que estaba situado entre el cielo y el infierno y donde había una lista de espera para ir a uno u otro sitio. Ya se puede hablar en pasado porque en pleno siglo XXI el expapa Benedicto XVI recalificó el purgatorio y lo convirtió en una especie de estado espiritual, que era como admitir disimuladamente que sí, que vale, que el purgatorio no existe.
Pero, claro, esto de que el purgatorio no existe no lo sabían en el siglo XVI, y resulta que en Roma se habían metido en obras para hacer una iglesia grande, muy grande. La más grande de la cristiandad. Una iglesia por encima de sus posibilidades y que se les fue de presupuesto. San Pedro del Vaticano estaba saliendo por un pico y no había suficiente dinero.
Hubo que inventarse algo para recaudar, y ese algo fueron las indulgencias, que ya existían desde hacía siglos porque la indulgencia equivalía a decir «va, venga, te perdono, pero a cambio te rezas esto, o te vas de peregrinaje a tal lugar santo, o te arreas un par de latigazos, o dejas de comer tres días, o duermes en el suelo sobre un manojo de ortigas». Cualquier cosa que hiciera sufrir.
Llegó el momento en que esto de las indulgencias se reveló como una oportunidad de negocio inigualable, y el perdón de los pecados empezó a venderse. Como la gente se lo creía todo, se llegó al extremo de vender indulgencias hasta por los pecados futuros, por los que aún no se habían cometido. Como si compraras el perdón por si en algún momento cayera la breva y acabaras acostándote con el vecino del quinto, aunque hasta el momento solo te lo hubieras cruzado al bajar la basura.
Vaya otro ejemplo concreto; tan concreto, que fue precisamente el que cabreó a Lutero: Maguncia es una ciudad alemana en la que, para ser elegido arzobispo, un tipo pagó en 1514 al papa, a León X, la fabulosa cifra de veinticuatro mil ducados. Una vez conseguido el cargo, el arzobispo de Maguncia también logró del papa el permiso para predicar indulgencias en los territorios bajo sus dominios. Dicho así, eso de predicar suena fino, pero en realidad era para vender indulgencias.
De esta venta sacaban tajada el propio arzobispo, el papa, la banca Fugger (donde se ingresaba el dinero), y el emperador Maximiliano, el abuelito de nuestro Carlos V. Todos pillaban su parte.
Nadie podía evitar la tentación de comprar aquellos papelitos, aquellas indulgencias que te aseguraban un lugar en el cielo. Tenían enormes ventajas: tú podías pecar todo lo que te diera la gana y luego pagabas a la Iglesia para que te quitara el pecado de encima. Cuanto más pagaras, más pecados te borraban.
Martín Lutero fue uno de aquellos cristianos que vivían acogotados por el miedo al infierno, y también el que observó de cerca el lucrativo negocio que se traían con la compraventa de indulgencias. Hasta que se paró a pensar y entendió que solo era un timo, un sacacuartos. Y redactó su protesta, sus 95 tesis explicando por qué aquello no debería ser así. Intentando abrir un debate y discutir sobre el tema.
Cuando el texto de Lutero llegó a manos de León X, el papa no hizo puñetero caso. ¿Quién era el atrevido? ¿Un monje alemán? Protestones a él… como se pusiera tonto montaba una hoguera y lo achicharraba.
Pero el papa se pasó de listo y no tuvo en cuenta un pequeño detalle. La imprenta ya estaba en marcha, y los escritos de Lutero tuvieron una impresionante difusión por Alemania y todo el norte de Europa. Solo cuando los dominicos, que eran los que estaban directamente implicados en la venta de indulgencias, presionaron al papa y le pidieron que hiciera algo porque el monje la estaba liando y fastidiando el negocio, afectando a las ventas, deteriorando la imagen santa del alto clero, solo entonces el papa León X sacó una bula condenando los escritos de Lutero.
Demasiado tarde. Las protestas de Lutero habían corrido como la pólvora. Tenía miles de defensores, miles de seguidores.
Cuando le llegó la bula de condena, fue Lutero el que montó la hoguera para quemarla públicamente. Porque, eso sí, a los cristianos, protestantes o no, les gustaba una hoguera para quemar humanos, papeles o lo que fuera más que a MacGyver una ferretería.
El desafío a Roma era total, sin posible marcha atrás, y aunque el mosqueo con las indulgencias solo fue el punto de partida, Lutero, ya puestos, continuó desarrollando lo que acabaría siendo una nueva religión. Lo que él llamó «el mejoramiento del estado cristiano».
Por ejemplo, ¿qué era eso de que hubiera tantas vírgenes, tantos santos, tantos mártires? Y la inmensa mayoría inventados. Pues porque a todos los usaba la Iglesia de Roma como mediadores ante dios; era una forma de diversificar el negocio y, entre otras cosas, animar el mercado de las reliquias. Lutero dijo que no, que aquí el único interlocutor válido con dios era Jesucristo. Ni san Pitopato ni la virgen del perpetuo calorín.
Otro asunto. Eso del celibato. ¿A cuento de qué, si todo el mundo sabía que ni un solo papa, cardenal, obispo, abad o fraile lo cumplía? ¿Quién se había inventado eso de que había que ser célibe para ser cura? Lutero también dijo que no a esto. En vez de sacerdotes, pastores. Y el que quisiera, que se casara. Que eso ahorraba muchos follones y pondría a los menores a salvo.
La Biblia. Otro lío. ¿Por qué solo podían interpretarla los autoproclamados príncipes de la Iglesia? ¿Por qué no podía leerla la gente normal si era a ella a quien se dirigía? ¿Por qué no traducirla a lenguas vulgares? Y como Lutero no recibió una explicación razonable ni razonada, fue y la tradujo al alemán.
La primera intención de Lutero hace quinientos años fue hacer una reforma, porque según su criterio, la Iglesia, su Iglesia, se estaba saliendo de madre. Pero no fue el primero en advertir de la deriva gamberra que estaba tomando la multinacional. Ciento y pico años antes de que Lutero la liara parda hubo otros que también intentaron decirle al alto mando eclesiástico que de qué iban; que se habían salido del camino, que aquello ya no era lo que debería ser. Entre ellos estuvieron el inglés John Wycliffe y el checo Jan Hus. Ellos fueron en realidad los precursores de la reforma protestante, lo que pasa es que no triunfaron como triunfó Lutero, ni alcanzaron la fama que alcanzó Lutero. También es cierto que Lutero salió vivo de su chulería y los otros dos no.
John Wycliffe ya se atrevió en el siglo XIV a traducir la Biblia a lengua vulgar, al inglés, y también dijo en voz alta que eso de la transustanciación (lo de que el pan y el vino se convierta en el cuerpo y la sangre de Cristo) era un cuento chino. Este hombre tuvo la suerte de morirse de forma natural, pero a la Iglesia le cabreó tanto que se le escapara un hereje vivo, que lo que hizo fue desenterrar al pobre Juanito Wycliffe y quemarlo. Ya estaba muerto, pero se dieron el gustazo de rematarlo.
Y después del inglés llegó un checo, Jan Hus, más comedido que Wycliffe pero con el suficiente cuajo como para presentarse en mitad del Concilio de Constanza para leerles un sermón que llevaba escrito y convencerles de que la Iglesia tenía que poner fin a los abusos. Pretendía exigir a los clérigos que abandonaran los vicios, que recuperaran los valores de pobreza y moralidad, y reclamaba a la institución que se dejara de tanta compraventa de perdones. Un pedazo de iluso.
La verdad es que Jan Hus se confió de más, porque el emperador del Sacro Imperio Romano Germánico Segismundo I le dijo «Ve, ve… que yo te cubro. Cántales las cuarenta que yo ya si eso te protejo luego».
A quién se le ocurre fiarse de la palabra de un rey.
Jan Hus no pudo leer ni la primera línea de su sermón frente al Concilio de Constanza. Es más, le obligaron a retractarse antes de decir ni mu. Pero no se retractó. Simplemente calló. Días después lo achicharraron allí mismo, en Constanza, por bocazas. Hereje, decían entonces.
Lo amarraron a un poste con una cadena y prendieron fuego bajo sus pies a los primeros haces de leña. Cuando empezó a subir el calorcito le preguntaron por última vez: «¿Qué? ¿Te retractas o no?». Y dijo Jan: «¡Que no!».
Kaput.
Y ahora es cuando viene la bonita profecía del ganso. Cuentan que el revoltoso Hus, que en checo significa «ganso», antes de largarse achicharrado al otro barrio tuvo oportunidad de hablar con el emperador que lo dejó vendido frente al Concilio de Constanza. Le dijo: «Vas a asar un ganso, pero dentro de un siglo te encontrarás un cisne que no podrás asar». El emperador no debió de entender nada, entre otras cosas porque no pensaba vivir cien años para verlo, pero, efectivamente, un siglo después llegó Martín Lutero y todo mundo entendió que él era el cisne que predijo Jan Hus. De ahí que en muchas iglesias luteranas haya un cisne sobre la puerta, un cisne sobre el púlpito, cisnes en las veletas… El cisne acabó siendo el perfecto logotipo de los luteranos, y por eso también en la abundante iconografía de Lutero aparece tras él, a sus pies, un ganso, y ese ganso es su precursor, Jan Hus.
Lutero fue el cisne que la iglesia ya no pudo asar en la hoguera, aunque toda su valiente peripecia ni le convierte en santo ni, mucho menos, en mejor persona; ni significa que sus ideas fueran excelentes. Porque Lutero y los luteranos acabaron siendo tan fundamentalistas como los que criticaban, y acabaron montando hogueras para los herejes con tanto arte como los católicos. Tal para cual.
Es lo que han tenido, y todavía tienen, algunas religiones, que siempre se han sentido en el derecho de aniquilar al prójimo en el nombre de dios. De su dios. De sus dioses.
Aztecas, musulmanes, apaches, católicos, mayas, judíos, luteranos, incas, anglicanos, vikingos, puritanos, pies negros, hindúes, egipcios, cherokees… ninguno se libra.

Pretérito imperfecto. Historias del mundo desde el año de la pera hasta ya mismo. 2018.
 

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