El señor Boggis conducía despacio, cómodamente reclinado en el
asiento, el codo apoyado en la parte baja de la ventanilla abierta.
Qué hermosa estaba la campiña, pensó; y qué agradable percibir de
nuevo indicios de verano. Sobre todo las prímulas. Y el oxiacanto.
El oxiacanto estallaba en blanco, rosa y rojo por los setos, y las
prímulas crecían debajo en pequeños macizos, y resultaba
maravilloso.
Retiró una mano del
volante y encendió un pitillo. Ahora, lo mejor sería, se dijo,
poner rumbo a la cima del Brill Hill, visible a menos de un kilómetro
al frente. Y lo que distinguía allí, aquel puñado de casitas entre
árboles, en la misma cumbre, había de ser el pueblo de Brill.
Magnífico. No todos sus sectores dominicales ofrecían una elevación
como aquélla, tan bonita, desde donde trabajar.
Se dirigió a lo
alto y detuvo el coche cerca de la cima, a las afueras del pueblo.
Hecho eso, se apeó y echó un vistazo alrededor. Abajo, a sus pies,
la campiña se extendía como una inmensa alfombra verde hasta donde
le llegaba la vista, a kilómetros de distancia. Era perfecto. Se
sacó del bolsillo libreta y lápiz, y, apoyado en la parte trasera
del coche, dejó que su experimentado ojo recorriese lentamente el
paisaje.
A la derecha, al
fondo de los campos, advirtió una granja mediana a la cual daba
acceso una senda que partía de la carretera. Más allá, una
alquería mayor. Y una casa rodeada de altos olmos, con aspecto de
remontarse al período de la reina Ana. Luego, más lejos y a la
izquierda, dos casas que parecían granjas. En total, cinco casas.
Eso era, más o menos, cuanto había de aquel lado.
El señor Boggis
dibujó en la libreta un bosquejo que le permitiera situar fácilmente
las fincas una vez al pie del terreno, tras lo cual volvió al coche
y atravesó el pueblo hacia el otro extremo de la colina. Desde allí
localizó otras seis posibilidades: cinco granjas y un caserón
blanco, de finales del siglo XVIII o principios del XIX. Estudiado
con ayuda de los prismáticos, resultó ofrecer una aspecto de
prosperidad y un jardín bien cuidado. Una pena. Lo excluyó de
inmediato. Caer sobre los prósperos no tenía el menor sentido.
Así pues, en total
había en aquel cuadrado, en aquel sector, diez posibilidades. El
diez era un número bonito, se dijo el señor Boggis. Justo la
cantidad indicada para una tarde de trabajo pausado. ¿Qué hora era?
Las doce. Le hubiera gustado, antes de poner manos a la obra, tomar
una jarra en la taberna. Pero los domingos no abrían hasta la una.
Pues nada: la tomaría más tarde. Tras una ojeada a los apuntes de
su libreta, decidió comenzar por la casa del período de la reina
Ana, la de los olmos. Los prismáticos se la habían mostrado
gratamente ruinosa. Seguro que a sus habitantes no les vendría mal
un poco de dinero. Cuando menos, siempre había tenido suerte con las
casas de aquel estilo. El señor Boggis subió de nuevo al coche,
soltó el freno de mano y atacó el descenso sin poner en marcha el
motor, lentamente.
Aparte el hecho de
que en esos momentos fuera disfrazado de clérigo, no había en el
señor Cyril Boggis nada demasiado siniestro. Anticuario de oficio,
con tienda y sala de exposición propias, en el King's Road de
Chelsea, aunque ni sus locales eran grandes ni su cifra de negocios
cuantiosa por lo general, como siempre compraba barato, baratísimo,
y vendía caro, muy caro, todos los años conseguía unos ingresos
apañados. Vendedor inteligente, sabía adoptar, con habilidad,
vendiera o comprara, el talante que mejor conviniese a su cliente.
Circunspecto y amable con los viejos, obsequioso con los ricos,
comedido con los piadosos, dominante con los débiles, pícaro para
con las viudas y socarrón y desenvuelto frente a las solteras,
consciente siempre de sus dotes, las empleaba con todo descaro y
tanta frecuencia como le era posible; y a menudo, culminada una
actuación de singular calidad, le costaba un auténtico esfuerzo no
volverse a hacer unas reverencias conforme la atronadora ovación
recorría el teatro.
A pesar de esa
condición suya, un tanto apayasada, el señor Boggis no era un
necio. Es más: algunos decían de él que a buen seguro nadie
excedía en Londres sus conocimientos en cuanto a muebles franceses,
ingleses e italianos. Dueño, además, de un gusto que sorprendía
por su refinamiento, al momento reconocía y rechazaba, por más
auténtica que pudiera ser la pieza, un diseño desgraciado. Su
verdadera pasión, como es natural, era la obra de los grandes
ebanistas ingleses del siglo XVIII: Ince, Mayhew, Chippendale, Robert
Adam, Manwaring, Iñigo Jones, Hepplewhite, Kent, Johnson, George
Smith, Lock, Sheraton y todos los demás, si bien incluso con éstos
se mostraba en ocasiones puntilloso. Por ejemplo, se negaba a incluir
en su exposición ni una sola pieza de los períodos chino y gótico
de Chippendale, y lo mismo cabía decir respecto de algunos de los
recargados diseños italianos de Robert Adam.
En años recientes,
el señor Boggis había adquirido considerable fama entre sus amigos
del ramo por el hecho de que consiguiese exhibir con una regularidad
pasmosa piezas excepcionales y a menudo de gran rareza. Al parecer,
el hombre disponía de una fuente de abastecimiento casi inagotable,
una especie de almacén particular, y, por las trazas, visitarlo una
vez por semana era cuanto precisaba para servirse a su antojo. Cuando
quiera que le preguntaban de dónde sacaba el material, componía una
sonrisa de complicidad, guiñaba un ojo y murmuraba algo a propósito
de un pequeño secreto.
La idea que ocultaba
el pequeño secreto del señor Boggis era sencilla y se le había
ocurrido a consecuencia de un suceso que se produjo cierta tarde de
domingo, casi nueve años atrás, yendo él en coche por, el campo.
Salió por la mañana
con ánimo de visitar a su anciana madre, que vivía en Sevenoaks. En
el camino de regreso se le había roto la correa del ventilador, con
lo cual, recalentado el motor, el agua se evaporó. Apeóse entonces
y se encaminó a la casa más próxima, un edificio más bien
pequeño, estilo granja, distante de la carretera cosa de cincuenta
metros, donde cortésmente pidió un jarro de agua a la mujer que
salió a abrir.
A la espera de que
la desconocida fuera a buscar el agua, y como acertase a lanzar una
ojeada por la puerta que daba a la salita, descubrió allí, a menos
de cinco metros de donde aguardaba, algo que, de pura excitación,
hizo que toda la parte superior de la cabeza le empezara a sudar. Era
un gran sillón, de roble y de un modelo del que sólo había visto
otro ejemplar en toda su vida. Ambos brazos, al igual que el panel
del respaldo, estaban reforzados por series de ocho finas columnitas
bellamente torneadas. El panel, por su parte, tenía por decoración
un exquisito dibujo floral, de taracea, y sendas cabezas de pato
realzaban, talladas, una mitad de cada brazo. ¡Santo Dios!, pensó,
¡si esto es de finales del siglo xv!
Asomóse más a la
puerta y allí, al otro lado de la chimenea, distinguió, ¡cielos!,
la pareja.
Aunque no podía
afirmarlo con certeza, dos sillones como aquéllos tenían que valer
en Londres un mínimo de mil libras. Y ¡ah, qué par de maravillas
eran!
Al regresar la
mujer, el señor Boggis se presentó y le preguntó a bocajarro si
querría vender los sillones.
¡Válgame Dios!,
fue su respuesta, ¿por qué iba ella a querer vender sus sillones?
Por ningún motivo,
salvo que él podría estar dispuesto a pagárselos bien.
¿Pues cuánto
podría darle? No los tenía, ni mucho menos, en venta; pero sólo
por curiosidad, por tontear, ya sabe, ¿cuánto estaría dispuesto a
pagar?
Treinta y cinco
libras.
¿Cuánto?
Treinta y cinco
libras.
¡Válgame Dios,
treinta y cinco libras! Vaya, vaya, muy interesante. Siempre los
había tenido por valiosos. Eran muy antiguos. Y también muy
cómodos. No podría pasar sin ellos, de ninguna manera. No, no
estaban en venta; pero agradecidísima, de todas formas.
En realidad no eran
tan antiguos, le dijo el señor Boggis, ni nada fáciles de vender;
sólo que él, casualmente, tenía un cliente bastante aficionado a
aquella clase de artículos. Quizá pudiera subir otras dos libras...
que fuesen treinta y siete. ¿Qué decía a eso?
Regatearon durante
media hora y, claro está, el señor Boggis consiguió por fin los
sillones habiendo convenido pagar algo menos del veinteavo de su
valor.
Aquella noche, de
regreso a Londres en su viejo coche tipo ranchera y con los dos
fabulosos sillones cuidadosamente acomodados en la parte posterior,
el señor Boggis se vio asaltado por lo que le pareció una idea
singular en extremo.
Veamos, se dijo, si
en una granja hay material de calidad, ¿por qué no habría de
ocurrir lo mismo en otras? ¿Por qué no salir en su busca? ¿Por qué
no batir las zonas rurales? Lo podría hacer los domingos, con lo
cual no interferiría para nada su trabajo. Nunca sabía qué hacer
los domingos.
Así pues, el señor
Boggis se compró mapas, detalladísimos mapas de todos los condados
de los alrededores de Londres, que dividió, con ayuda de una pluma
de punta fina, en una serie de cuadrados, cada uno de los cuales
representaba una zona de ocho por ocho kilómetros, que era,
consideró, lo máximo que podía cubrir concienzudamente en un
domingo. Las pequeñas ciudades y los pueblos no le interesaban. Su
objetivo eran los lugares relativamente aislados: grandes alquerías
y casas solariegas en estado más o menos ruinoso; de esa forma, y a
razón de un cuadrado por domingo, o sea cincuenta y dos al año,
poco a poco iría cubriendo todas las granjas y casas de campo de los
condados vecinos.
Pero la cosa, a
todas luces, no se reduciría a eso. La gente del campo es recelosa.
Y asimismo lo son los ricos venidos a menos. No es cuestión de salir
por ahí y llamar a la puerta con la pretensión de que así, sin más
ni más, le enseñen a uno la casa, porque sería en vano. Por ese
sistema jamás conseguiría pasar de la puerta. ¿Qué hacer, pues,
para franquearse la entrada? Lo mejor sería, tal vez, ocultarles su
condición de anticuario. Podría presentarse como reparador de
teléfonos, como inspector del gas, incluso como cura...
A partir de ese
punto, el proyecto comenzó a cobrar un cariz más práctico. El
señor Boggis encargó un gran número de tarjetas de óptima calidad
con el siguiente texto impreso:
EL REVERENDO
CYRIL WINNINGTON
BOGGIS
Presidente de la
Sociedad
En colaboración
con el Protectora de Muebles Raros Victoria and Albert Museum
Domingo a domingo,
de ahora en adelante, se convertiría en un viejo y simpático
clérigo que consagraba sus domingos a viajar de un lado para otro,
entregado, por amor a la «Sociedad», a la confección de un
repertorio de los tesoros ocultos en las casas campestres inglesas.
Y, engatusando con esa historia, ¿a quién se le ocurriría ponerle
de patitas en la calle?
A nadie.
Luego, ya en el
interior de las casas, y si acertase a descubrir algo que de veras le
interesara..., bueno, conocía cien formas distintas de hacer frente
a la situación.
No sin cierta
sorpresa, el señor Boggis descubrió que el plan resultaba. Lo que
es más: la cordialidad con que fue recibido de casa en casa por
todos los distritos rurales le resultó, incluso a él, harto
embarazosa al principio. Constantemente le fueron ofrecidas con
insistencia cosas tales como porciones de empanada fría, copas de
oporto, tazas de té, canastillos de ciruelas e incluso comidas
dominicales con la familia, sobremesa incluida. Con el tiempo, claro
está, se habían presentado momentos de apuro, y una serie de
incidentes desagradables; pero hay que tener en cuenta que nueve años
representan más de cuatrocientos domingos, y eso había supuesto una
gran cantidad de casas visitadas. El asunto, en resumidas cuentas,
había resultado interesante, emocionante y lucrativo.
Y ahora, en aquel
nuevo domingo, el señor Boggis estaba operando en el condado de
Buckinghamshire, uno de los cuadrados más septentrionales de su
mapa, a cosa de quince kilómetros de Oxford, y, conforme descendía
en el coche camino de la primera casa, una ruinosa mansión estilo
reina Ana, empezó a presentir que aquél iba a ser uno de sus días
de suerte.
Estacionó el coche
a cosa de cien metros de la puerta y cubrió a pie esa distancia. No
era partidario de que le viesen el coche antes de cerrado el trato.
Un viejo y venerable cura y un voluminoso vehículo estilo ranchera
eran cosas que, por algún motivo, no acababan de acoplarse bien. Y,
por otra parte, el pequeño paseo le daba ocasión de examinar
atentamente el exterior de la propiedad y adoptar el talante que más
conviniera al caso.
El señor Boggis
ascendió aprisa por el sendero de acceso para coches. Hombrecillo
barrigudo y de gruesas piernas, de cara redonda y sonrosada, ideal
para su papel, tenía unos ojos grandes, castaños y saltones que le
miraban a uno desde aquel semblante rubicundo y creaban una impresión
de dulce imbecilidad. Vestía un traje negro con el alzacuellos,
propio de los clérigos, y se cubría con un sombrero flexible,
también negro. Llevaba un viejo bastón de roble, que, a su forma de
ver, le prestaba cierto aire de rústica campechanía.
Se acercó a la
puerta principal y llamó al timbre. Oyó ruido de pasos en el
zaguán, se abrió la puerta y súbitamente apareció ante él, o,
mejor dicho, sobre él, una giganta con pantalones de montar. Pese al
humo del cigarrillo que fumaba la mujer, percibió el fuerte olor que
la envolvía, a cuadra y a excrementos de caballo.
—¿Sí? —le
preguntó con una mirada recelosa—. ¿Qué quiere usted?
No del todo seguro
de que no fuera a relincharle en cualquier momento, el señor Boggis
se descubrió, hizo una pequeña reverencia y le tendió su tarjeta.
—Disculpe la
molestia —dijo aguardando a que leyera el mensaje, con la mirada
fija en el rostro de la mujer.
—No entiendo —dijo
ella al tiempo que le devolvía la tarjeta—. ¿Qué quiere usted?
El señor Boggis le
habló de la Sociedad Protectora de Muebles Raros.
—¿Esto no tendrá
nada que ver, por casualidad, con el Partido Socialista? —preguntó
ella mirándole con fiera fijeza bajo unas cejas pobladas y
descoloridas.
A partir de ahí fue
fácil. Hembras o varones, los conservadores en pantalones de montar
eran, para el señor Boggis, coser y cantar. Consagró dos minutos a
una acalorada apología del ala ultraderechista del Partido
Conservador y luego otros dos a denunciar a los socialistas. Hábil
discutidor, hizo particular hincapié en el proyecto de ley que en
cierto momento habían presentado los socialistas para la abolición
a escala nacional de los deportes que implicasen uso o caza de
animales, tras lo cual pasó a informar a su interlocutora —«aunque,
amiga mía, mejor que no se entere de ello el obispo»— que su idea
del cielo era un lugar donde uno pudiese cazar liebres, zorros y
ciervos con grandes jaurías de infatigables sabuesos, eso todos los
días de la semana, incluso el domingo, y de la mañana a la noche.
Mirándola conforme
hablaba se dio cuenta de que su magia empezaba a surtir efecto: la
mujer le sonreía ampliamente exhibiendo una hilera de dientes
descomunales y algo amarillentos.
—Señora, por
favor se lo pido —exclamó—, no me tire usted de la lengua en lo
tocante al socialismo.
Ahí soltó ella una
carcajada, alzó una enorme manaza roja y le descargó en el hombro
una palmada que estuvo a punto de derribarle.
—¡Entre! —gritó—.
No sé qué demonios quiere ¡pero entre!
Para su contrariedad
y no poca sorpresa, no había en toda la casa nada del menor valor, y
el señor Boggis, que jamás malgastaba tiempo en terreno baldío,
apresuróse a ofrecer disculpas y despedirse. De principio a fin, la
visita le había llevado menos de quince minutos, que era, se dijo
mientras montaba en el coche y salía hacia su próximo objetivo,
exactamente como debía ser.
A partir de ahí no
le esperaban más que granjas, la más cercana a cosa de ochocientos
metros camino arriba. Resultó ser un edificio de ladrillo, grande,
parcialmente enmaderado y bastante vetusto, con un magnífico peral,
todavía en flor, que cubría casi todo su muro sur.
El señor Boggis
llamó a la puerta. Se quedó esperando, pero, como no acudía nadie,
volvió a llamar. En vista de que seguía sin obtener respuesta, se
aventuró hacia la trasera de la casa, con ánimo de buscar al
granjero por los establos. Tampoco allí había nadie. Conjeturando
que la gente de la casa debía de estar todavía en la iglesia empezó
a espiar por las ventanas, por si divisaba algo de interés. No lo
halló en el comedor, ni tampoco en la biblioteca. Probó en la
próxima ventana, la del cuarto de estar, y allí, ante sus propias
narices, en el pequeño nicho que formaba el quicio, vio una bella
pieza: una mesa de juego, semicircular, de caoba ricamente chapeada y
que, estilo Hepplewhite, dataría de alrededores de 1780.
—¡Aja! —exclamó
en voz alta, la cara aplastada contra el cristal—. Te felicito,
Boggis.
Pero eso no era
todo. Había en la estancia, además, una silla, una única silla, y,
a menos que se equivocara, todavía de mejor calidad que la mesa.
Otra Hepplewhite, ¿verdad? Y ¡oh, qué belleza! Los travesanos del
respaldo tenían finamente tallado un dibujo de madreselvas, vainas y
rosetas; el asiento guardaba su enrejillado original; las patas eran
de gracioso torneado, y las dos traseras tenían aquel peculiar
ensanchamiento, tan significativo. Era una silla exquisita.
—No concluirá
este día —dijo el señor Boggis por lo bajo— sin que haya tenido
el placer de sentarme en ese adorable asiento.
Jamás compraba una
silla sin someterla a su prueba favorita, y siempre resultaba
intrigante verle acomodarse con gran cuidado en el asiento, esperar
el «movimiento» y calibrar con pericia el grado de contracción,
infinitesimal pero preciso, que el paso de los años había producido
en las juntas de espiga y de cola de milano.
Pero no había
prisa, se dijo. Volvería después. Tenía toda la tarde por delante.
La granja siguiente
quedaba un poco al fondo de un campo y, para ocultarlo a la vista, el
señor Boggis hubo de dejar el coche en la carretera y caminar unos
seiscientos metros por una senda recta que conducía al mismo
traspatio de la granja. Esta, advirtió según se acercaba, era mucho
más pequeña que la anterior, y no alentó muchas esperanzas
respecto a ella. Se veía desparramada y sucia, y algunos de los
cobertizos estaban claramente deteriorados.
Había tres hombres
en cerrado grupo en una esquina del patio, en pie, uno de ellos con
dos grandes galgos negros atraillados. Al verle con su traje negro y
su alzacuellos, los hombres interrumpieron su conversación, y
súbitamente rígidos y como helados, se quedaron quietos, totalmente
inmóviles, las tres caras vueltas hacia él con suspicacia según se
acercaba.
El más viejo de los
tres era un tipo rechoncho, con una ancha boca de rana y ojos
pequeños e inquietos. Aunque lo ignorase el señor Boggis, se
llamaba Rummins y era el propietario de la granja.
El joven de elevada
estatura que se encontraba a su lado y parecía tener algún defecto
en un ojo era Bert, el hijo de Rummins.
El tipo bajito y
carigordo, de estrecha frente llena de surcos y desmesuradamente
ancho de hombros era Claud. Claud había pasado a visitar a Rummins
con la esperanza de sacarle un pedazo de carne o de jamón del cerdo
que habían matado la víspera. Claud tenía noticia de la matanza
—sus ecos se habían difundido a buena distancia a través de los
campos— y sabía que para llevar a cabo una cosa así se necesitaba
un permiso del Gobierno, y que Rummins carecía de él.
—Buenas tardes
—dijo el señor Boggis—. Un día maravilloso, ¿verdad?
Ninguno de los tres
hombres se movió. En aquel momento pensaban, todos, exactamente la
misma cosa: que, por una razón u otra, aquel cura, que desde luego
no era el del lugar, venía con el encargo de meter las narices en
sus asuntos e informar a las autoridades sobre sus hallazgos.
—¡Qué hermosos
perros! —añadió el señor Boggis—. Debo confesar que nunca he
cazado con galgos, pero me aseguran que se trata de un deporte
apasionante.
Ante el nuevo
silencio, el señor Boggis paseó una rápida mirada de Rummins a
Claud pasando por Bert, y luego regresó de nuevo a Rummins, y
advirtió que los tres tenían la misma curiosa expresión, mezcla de
befa y reto, que les ponía en la boca una contracción displicente y
les arrugaba de desdén la zona de la nariz.
—Permítame la
pregunta, ¿es usted el dueño? —inquirió impertérrito el señor
Boggis dirigiéndose a Rummins.
—¿Qué quiere?
—Mil perdones por
la molestia, sobre todo siendo domingo.
Y le ofreció la
tarjeta, que el otro tomó y se acercó mucho al rostro. Sus
acompañantes no se movieron, pero la mirada se les desvió en su
intento de atisbar.
—Sí, pero ¿qué
es, exactamente, lo que quiere? —dijo Rummins.
Por segunda vez
aquel día, el señor Boggis explicó con cierto detalle los
objetivos e ideales de la Sociedad Protectora de Muebles Raros.
—Pues pierde usted
el tiempo —repuso Rummins concluida la exposición—, porque no
tenemos ninguno.
—Un momentito,
caballero —dijo el señor Boggis alzando un dedo—. La última
persona que me dijo eso fue un anciano granjero, allá en Sussex, y
ello no obstante, cuando terminó por dejarme entrar en su casa,
¿sabe usted qué encontré? Una silla vieja y de aspecto mugriento
que, arrinconada en la cocina, resultó valer... ¡cuatrocientas
libras! Yo le asesoré en la venta, y con el dinero se compró un
tractor nuevo.
—¡Pero qué dice
usted! —intervino Claud—. No hay ninguna silla en el mundo que
valga cuatrocientas libras.
—Perdóneme
—replicó el señor Boggis, remilgado—, pero en Inglaterra las
hay, y muchas, que valen más del doble de esa cifra. ¿Y sabe usted
dónde están? Pues arrinconadas por granjas y casas de campo de todo
el país, donde sus dueños las utilizan a modo de gradillas o
improvisadas escaleras donde subirse con botas de clavos, para
alcanzar un pote de mermelada en lo alto de la alacena, o colgar un
cuadro. Les estoy diciendo la pura verdad, amigos míos.
Rummins, inquieto,
mudó de uno a otro pie el peso del cuerpo.
—¿Trata de
decirme que lo único que quiere es entrar, plantarse ahí en medio y
echar un vistazo?
—Exactamente
—repuso el señor Boggis, que por fin comenzaba a intuir por dónde
iban los tiros—. No pretendo fisgar en sus armarios ni en su
despensa. Sólo deseo ver los muebles, para poder referirme a ellos,
caso de que tuviera usted algún tesoro aquí, en la revista de
nuestra sociedad.
—¿Sabe qué
pienso yo? —repuso Rummins fijando en él la mirada de sus ojillos
malignos—. Pues pienso que lo que busca es comprar esas cosas por
su cuenta. ¿Por qué, si no, iba a darse tantas molestias?
—¡Señor! ¡Ojalá
tuviera yo dinero para eso! Claro está que, si algo viese que tanto
me gustara, y que no estuviera fuera de mi alcance, podría sentir la
tentación de hacerle una oferta. Pero eso, ay, ocurre muy raras
veces.
—Bueno —dijo
Rummins—, no veo mal alguno en que eche un vistazo por la casa, si
sólo se trata de eso.
Y cruzó el patio
hacia la puerta trasera de la granja mostrando el camino al señor
Boggis, a quien seguían Bert, el hijo, y Claud con sus dos perros.
Cruzaron la cocina, cuyo único moblaje consistía en una mesa de
tablas, barata, donde se ofrecía a la vista un pollo muerto, y
penetraron en un cuarto de estar bastante grande y sobremanera sucio.
¡Y allí estaba! El
señor Boggis, que lo vio de inmediato, se paró en seco y, en su
sobresalto, contuvo audiblemente el aliento, tras lo cual se quedó
plantado allí cinco, diez, quince segundos por lo menos, mirando
como un idiota y sin poder, sin atreverse a dar crédito a lo que
veía. ¡No podía, no podía ser verdad! Pero, cuanto más la
miraba, más verdad le parecía. ¿O acaso no la tenía delante,
pegada a la pared, tan real y tangible como la propia casa? ¿Y
quién, quién en el mundo podría confundirse sobre algo semejante?
Claro que estaba pintada de blanco, pero eso en nada cambiaba las
cosas. Obra, sin duda, de un imbécil, el embadurnado podía
retirarse fácilmente. ¡Pero... bendito sea Dios! ¡Menuda joya! ¡Y
en un lugar como aquél! Entonces el señor Boggis cobró conciencia
de los tres hombres, Rummins, Bert y Claud, que, agrupados al otro
extremo de la sala, junto a la chimenea, le miraban con descaro. Le
habían visto pararse, boquear, fijar la vista y ponerse como la
grana, o a lo mejor como la cera; lo cierto, sin embargo, es que
habían visto lo suficiente como para dar al traste con el asunto, a
menos que encontrara rápidamente la manera de arreglarlo. En un
restallido de lucidez, se llevó una mano al corazón, alcanzó a
tumbos la silla más cercana y en ella se desmoronó respirando con
ahogo.
—¿Qué le pasa?
—preguntó Claud.
—No es nada —dijo
sin resuello—. Se me pasará en seguida. Un vaso de agua, por
favor. Es el corazón.
Bert fue a buscar el
agua, le tendió el vaso y se quedó a su lado mirándole de través
y con impertinencia.
—Me ha parecido
como si mirase algo —dijo Rummins, su boca de rana ahora dilatada
un punto, para componer una sonrisa artera que dejaba al descubierto
los muñones de varios dientes rotos.
—No, no —contestó
el señor Boggis—. ¡Qué va! No: es el corazón. Lo siento. Me
ocurre de vez en cuando. Pero se me pasa en seguida. Un par de
minutos, y como si nada.
Tenía que ganar
tiempo, se dijo. Para pensar y, sobre todo, para calmarse por
completo antes de soltar una palabra más. Calma, Boggis. Lo que
hagas, hazlo con serenidad. Esta gente será ignorante, pero no
estúpida. Son suspicaces, desconfiados y ladinos. Y si es cierto lo
que has visto..., pero no, no puede, no puede serlo...
Se había cubierto
los ojos con una mano, en ademán de dolor, y ahí, con extremo
cuidado, secretamente, dejó entre dos dedos una ranura por donde
mirar.
Pues sí: el objeto
continuaba en su sitio, y aprovechó para echarle un buen vistazo.
Sí... ¡no se había equivocado antes! ¡No había la menor duda al
respecto! ¡Era verdaderamente increíble!
Lo que estaba
mirando era un mueble por cuya posesión cualquier experto hubiera
dado lo que fuese. A un profano no le hubiera parecido, quizá, nada
del otro jueves, sobre todo pintado así, de blanco sucio; pero para
el señor Boggis representaba el sueño de un anticuario. Como a
cualquier profesional de Europa o América, le constaba que entre las
más famosas y codiciadas muestras subsistentes del mueble inglés
del siglo XVIII se encontraban los tres célebres ejemplares
conocidos como «Las Cómodas Chippendale». Sabía su historia al
dedillo: la primera, «descubierta» en 1920 en una casa de
Moreton-in-Marsh, había sido vendida en Sotheby's ese mismo año;
las dos restantes habían aparecido en el mismo establecimiento un
año más tarde, ambas procedentes de Raynham Hall, Norfolk. Todas
ellas habían alcanzado cotizaciones fabulosas. Aunque no recordaba
con exactitud los precios obtenidos por la primera y la segunda,
sabía de cierto que la última fue adjudicada en tres mil
novecientas guineas. ¡Y eso en 1921! En la actualidad, la misma
pieza valdría, sin lugar a dudas, diez mil libras. Alguien, el señor
Boggis no conseguía recordar el nombre, había hecho en fechas muy
recientes un estudio que demostraba que las tres habían salido
forzosamente del mismo taller, pues el chapeado procedía del mismo
tronco y en su elaboración se había utilizado idéntico juego de
plantillas. Aunque de ninguna de ellas se había encontrado factura,
todos los expertos coincidían en que las tres cómodas sólo podían
haber sido ejecutadas por el mismo Thomas Chippendale, de propia
mano, en el pináculo de su carrera.
Y allí, justo allí,
repetíase el señor Boggis conforme espiaba con cautela por entre la
separación de dos dedos, estaba... ¡la cuarta Cómoda Chippendale!
¡Y descubierta por él! ¡Se haría rico! ¡Y también famoso! Los
tres restantes ejemplares eran conocidos en todo el mundo del mueble
cada uno por un nombre especial: la Cómoda Chastleton, la Primera
Cómoda Raynham y la Segunda Cómoda Raynham. Y aquélla pasaría a
la historia como la Cómoda Boggis. ¡Cuando imaginaba la cara que
pondrían sus colegas de Londres cuando se la vieran delante a la
mañana siguiente! ¡Y las suculentas ofertas que le llegarían de
los figurones del West End: Frank Partridge, Mallett, Jetley y todos
los demás! En el Times aparecería una foto y, al pie: «La
exquisita Cómoda Chippendale recientemente descubierta por el señor
Cyril Boggis, un anticuario londinense...» ¡Cielo santo!, ¡el
campanazo que iba a dar!
La que allí se
encontraba, pensó el señor Boggis, era casi idéntica a la Segunda
Cómoda Raynham. (Las tres, la de Chastleton y las dos Raynham, se
diferenciaban una de otra en una serie de pequeños detalles.) Era
una obra grandiosa, bellísima, realizada en el estilo rococó
francés del período Directoire de Chippendale: a diferencia de la
cómoda común, ésta era compacta, amplia, y tenía sus cajones
montados sobre cuatro patas talladas y acanaladas de unos treinta
centímetros de altura. En total tenía seis cajones: dos más
largos, en la parte central y otros dos encima y debajo de los
centrales. El ondulado frontal presentaba un soberbio trabajo de
talla en su parte superior, laterales y base, y también en vertical,
entre cada grupo de cajones, a base de intrincados festones, volutas
y ramilletes; y los herrajes de latón, aunque deslucidos en parte
por la pintura blanca, parecían magníficos. Era, a buen seguro, una
pieza un tanto «pesada»; pero el diseño había sido realizado con
tanta elegancia y gracia, que su pesadez no ofendía en lo más
mínimo.
—¿Qué tal se va
encontrando? —oyó el señor Boggis que le preguntaba alguien.
—Mucho mejor ya.
Gracias, mil gracias. Se me pasa al momento. Mi médico asegura que
no es cosa de cuidado, a condición de que repose unos minutos cuando
se me presente. Ah, sí —añadió conforme se levantaba despacio—:
esto va mejor. Ya me siento bien.
El paso un tanto
inseguro, comenzó a recorrer la habitación examinando uno por uno
sus muebles y haciendo breves comentarios al respecto. En seguida se
dio cuenta de que, aparte de la cómoda, constituían un lote muy
pobre.
—Bonita mesa de
roble. Aunque, me temo, no lo bastante antigua para resultar de
interés. Las sillas son cómodas y de calidad; pero muy modernas,
sí: muy modernas. En cuanto a este aparador..., bueno, pues tiene su
gracia; pero lo de antes carece de valor. Y esta cómoda... —cruzó
indiferente ante la Cómoda Chippendale, a la cual largó un
desdeñoso papirotazo—, pues yo diría que puede valer unas cuantas
libras, pero no gran cosa. Es, me temo, una reproducción bastante
tosca. Probablemente realizada en la época victoriana. ¿Ustedes la
pintaron de blanco?
—Sí —respondió
Rummins—. Lo hizo Bert.
—Un paso muy
atinado. Blanca resulta mucho menos ofensiva.
—Un mueble sólido
—observó Rummins—. Y el tallado tampoco está mal.
—Es talla mecánica
—replicó el señor Boggis despreciativo mientras se inclinaba para
examinar la exquisita artesanía—. Se ve a un kilómetro de
distancia. Pero, aun así, creo que no deja de ser bonita. Tiene un
no sé qué.
Comenzó a alejarse
con lentitud; pero luego, dominándose, retrocedió despacio con la
punta de un dedo en el hoyuelo de la barbilla y la cabeza ladeada,
frunció el ceño, como sumido en profunda reflexión.
—¿Sabe qué?
—dijo sin apartar la mirada del mueble y hablando con tanta
indolencia, que la voz se le iba—. Acabo de recordar que... llevo
tiempo buscando un juego de patas como ése. Tengo en mi modesta casa
una mesa bastante curiosa, uno de esos muebles alargados que la gente
pone delante del sofá, una especie de mesita baja, y el año pasado,
para la sanmiguelada, cuando me mudé, los zoquetes de los
transportistas me desgraciaron las patas totalmente. Le tengo mucho
apego a esa mesa. Es donde siempre pongo mi Biblia y los apuntes para
mis sermones.
Después de una
pausa, y dándose golpecitos con el dedo en la barbilla, agregó:
—Y, mira por
dónde, se me ha ocurrido que esas patas de su cómoda podrían
venirme muy bien. Sí, no hay duda de ello: sería fácil cortarlas y
aplicarlas a mi mesa.
Volvió la cara y
vio a los tres hombres que, absolutamente inmóviles, le miraban con
desconfianza; tres pares de ojos, distintos todos ellos, pero
igualados por el recelo: pequeños y porcinos los de Rummins, grandes
y sin movilidad los de Claud, y los de Bert, singulares, uno de ellos
muy raro, descolorido y como nublado, con un pequeño punto negro en
su centro, como el de un pescado en una bandeja.
El señor Boggis
sonrióse y sacudió la cabeza.
—Pero vamos,
vamos, ¿qué digo yo? Estoy hablando como si el mueble me
perteneciera. Les presento mis excusas.
—Lo que quiere
decir —intervino Rummins— es que le gustaría comprarlo.
—Bueno... —el
señor Boggis miró de nuevo la cómoda, ceñudo—, no estoy seguro.
Quizá... aunque, por otra parte, si bien se mira, no... me parece
que sería demasiado jaleo. No vale la pena. Mejor dejarlo.
—¿Cuánto tenía
pensado ofrecer? —preguntó Rummins.
—La verdad, no
mucho. No se trata de una verdadera antigüedad, ¿sabe? Es una
simple reproducción.
—Yo no estoy tan
seguro de eso —dijo Rummins—. Aquí lleva más de veinte años, y
antes estuvo allí, en la casa solariega, donde yo mismo la compré
en subasta, cuando murió el viejo hacendado. No irá usted a decirme
que esa cosa es moderna...
—Moderna,
precisamente, no; pero desde luego no tiene más de sesenta años.
—Sí que los tiene
—dijo Rummins—. Bert, ¿dónde está ese papelito que encontraste
en el fondo de uno de los cajones? Aquella vieja factura...
El joven miró sin
expresión a su padre.
El señor Boggis
abrió la boca, pero volvió a cerrarla en seguida sin proferir el
menor sonido. Estaba empezando a temblar, literalmente, de
excitación, y, para calmarse, se acercó a la ventana y fijó la
mirada en una espléndida gallina color castaño que picoteaba granos
de maíz en el patio.
—Estaba en el
fondo de aquel cajón, debajo de todas las trampas para conejos
—insistía Rummins—. Ve a buscarla y enséñasela al señor cura.
Al acercarse Bert a
la cómoda, el señor Boggis se volvió. Incapaz de apartar de él la
mirada, le vio abrir uno de los grandes cajones centrales y no le
pasó por alto la maravillosa suavidad con que se deslizaba. Bert
hundió en él la mano y se puso a revolver entre un montón de
alambres y cordeles.
—¿De esto hablas?
—dijo al tiempo que extraía un papel doblado y amarillento, que
llevó a su padre, el cual, habiéndolo desplegado, se lo acercó
mucho a la cara.
—No me irá usted
a decir que esta escritura no es condenadamente antigua —exclamó
Rummins conforme tendía el documento al señor Boggis, al cual le
temblaba todo el brazo cuando lo tomó. Quebradizo, crujió levemente
entre sus dedos. La caligrafía era estirada y oblicua, del estilo
que habían popularizado los grabados en cobre.
Edward Montagu
Esq
Adeuda Thomas
Chippendale,
Por una gran Mesa
Cómoda de la más fina caoba, ricamente tallada, sobre patas
acanaladas, con dos cajones largos y de pulcra factura en su parte
media, y dos ídem ídem a uno y otro lado de aquéllos, con Herrajes
y Ornamentos de rico repujado, todo ello enteramente acabado al gusto
más exquisito .................................................... £
87
El señor Boggis se
aferraba a sí mismo con todas sus fuerzas al tiempo que pugnaba por
suprimir la excitación que, a fuerza de voltear en sus adentros,
estaba mareándole. ¡Santo Dios, era portentoso! Con aquella factura
en mano, el valor aumentaba de golpe. ¿En cuánto, bondad divina, lo
pondría aquello? ¿En doce, en catorce, en quince mil libras; en
veinte mil, tal vez? ¿Quién podía decirlo?
Con ademán de
menosprecio, arrojó el papel sobre la mesa y dijo tranquilamente:
—Ni más ni menos
lo que le anticipé: una reproducción victoriana. Esto no es más
que la factura que el vendedor, el hombre que fabricó la cómoda y
la hizo pasar por antigua, libró a su cliente. Las he visto así por
docenas. Advertirá que no había de haberla hecho con sus manos. Eso
habría sido levantar la liebre.
—Usted dirá lo
que quiera —replicó Rummins—, pero ese papel es antiguo.
—Claro está que
lo es, mi buen amigo. Se remonta a la época victoriana, a sus
últimos años. Alrededor de 1890. Tendrá sesenta o setenta años.
He visto centenares. Fue esa una época en la que incontables
ebanistas no sabían hacer otra cosa que consagrarse a falsificar los
espléndidos muebles del siglo anterior.
—Mire, señor cura
—respondió Rummins señalándole con un dedo grueso y sucio—, no
voy a discutirle que sepa usted lo suyo sobre esa cosa de los
muebles, pero sí le diré esto: ¿como puede estar tan seguro de que
es una falsificación, sin tan siquiera haber visto qué es lo que
hay bajo toda esa pintura?
—Venga aquí —dijo
el señor Boggis—. Venga usted aquí y se lo mostraré. —Y,
plantado junto a la cómoda, aguardó a que los tres se acercasen—.
Veamos, ¿tiene alguien una navaja?
Claud sacó una, con
mango de asta, y el señor Boggis la tomó y desdobló la menor de
sus hojas. A continuación, y con aparente descuido que en realidad
era extrema cautela, comenzó a rascar la pintura en una pequeña
zona de la parte superior. El embadurnado se desprendió limpiamente
del viejo y duro barniz que escondía, y, cuando tuvo descubierto un
cuadrado de unos ocho centímetros de lado, se hizo atrás y dijo:
—¡Ahí tiene:
mire eso!
Era una belleza: una
cálida parcelita de caoba, fulgente como un topacio, con el rico y
auténtico color oscuro de sus doscientos años.
—¿Pues qué le
pasa? —quiso saber Rummins.
—¡Que es
industrial! ¡Cualquiera lo vería!
—¿Y usted en qué
lo nota? A ver, explíquenoslo.
—Bueno, debo
confesar que es un poco complicado hacerlo. Es, más que nada,
cuestión de experiencia. La mía me dice, sin lugar a dudas, que
esta madera ha sido tratada con cal, que es lo que usan para
conseguir el color viejo y oscuro de la caoba. Para el roble usan
sales de potasa, y para el castaño, ácido nítrico; pero en la
caoba es siempre cal.
Los tres hombres se
acercaron un poco más a fin de examinar la madera. Se les había
avivado, de pronto, el interés: siempre resultaba apasionante
descubrir nuevas modalidades de la trampa, del engaño.
—Observen
atentamente la textura. ¿Ven ese tono anaranjado entre el granate
oscuro? Pues eso es el rastro de la cal.
Se inclinaron,
primero Rummins, luego Claud y después Bert, hasta casi tocar la
madera con la nariz.
—Eso sin contar
con la pátina...
—¿La qué?
Les explicó lo que
esa palabra significaba en términos de ebanistería.
—No pueden ustedes
hacerse una idea, mis buenos amigos, de lo que son capaces esos
pillos para conseguir el hermoso viso bronceado de la auténtica
pátina. ¡Espantoso, verdaderamente espantoso! ¡Hablar de ello me
revuelve el estómago!
Lo dijo escupiendo
las palabras una a una, con una mueca de acritud que diese cuenta de
su profunda repugnancia. Sus interlocutores se quedaron a la espera
de nuevas revelaciones.
—¡La cantidad de
tiempo y desvelos que algunos mortales emplean en engañar a los
ingenuos! —exclamó el señor Boggis—. ¡Es algo que da verdadero
asco! ¿Saben ustedes qué hicieron en este caso, amigos míos? Lo
veo claramente, casi como si lo presenciase: el largo y complicado
proceso de untar la madera con aceite de linaza, de darle una capa de
pulimento francés astutamente coloreado, de rebajarlo con piedra
pómez y aceite, de aplicarle una cera de abeja que en realidad
contiene polvo y tierra, y, por último, tratar la madera al fuego, a
fin de que el pulimento se cuartee en forma que parezca barniz de
hace doscientos años... ¡El espectáculo de esa picaresca me
trastorna verdaderamente!
Los tres hombres
continuaban estudiando el pequeño recuadro de madera oscura.
—¡Pálpenla!
—ordenó el señor Boggis—. ¡Pongan sus dedos en ella! A ver,
¿cómo la nota, fría o caliente?
—Yo la noto fría
—dijo Rummins.
—¡Ahí está,
amigo mío! Es cosa demostrada que las imitaciones de pátina siempre
resultan frías al tacto. La pátina auténtica transmite una curiosa
sensación de calor.
—Yo, ésta, la
noto normal —dijo Rummins, dispuesto a discutir.
—No, señor: es
fría. Aunque, claro está, se requieren dedos expertos y sensibles
para emitir un juicio válido. A usted no se le puede exigir un
dictamen sobre el particular, como no se me podría exigir a mí
sobre la calidad de su cebada. Todo en esta vida, amigo mío, es
cuestión de experiencia.
Los tres hombres
miraban de hito en hito a aquel extraño cura con cara de luna y ojos
saltones. Lo hacían ahora con menos suspicacia, puesto que en verdad
parecía saber de qué hablaba; pero todavía estaban lejos de
confiar en él.
El señor Boggis se
inclinó y señaló el herraje de uno de los cajones de la cómoda.
—Este —dijo—
es otro de los puntos donde los falsificadores se emplean a fondo. El
latón antiguo tiene, por lo regular, un color y una naturaleza
propios. ¿Lo sabían ustedes?
Los otros le miraron
con intensidad, en la esperanza de descubrir nuevos secretos.
—El problema, sin
embargo, está en que se han vuelto habilísimos en las imitaciones.
Lo cierto es que resulta casi imposible distinguir entre «antiguo
auténtico» y «falso antiguo». No me importa reconocer que me hace
dudar a mí mismo. De manera que no tiene sentido rascar la pintura
de estas asas. Nos quedaríamos como antes.
—¿Cómo pueden
hacer pasar por viejo el latón nuevo? —indagó Claud—. Ya sabe
usted que el latón no se oxida...
—Le sobra a usted
razón, amigo mío. Pero esos granujas tienen sus propios métodos
secretos.
—-¿Por ejemplo?
—insistió Claud, a quien cualquier información de esa índole
parecía valiosa: ¿cómo saber que no iba a serle útil en algún
momento?
—Para ellos la
cosa se reduce —dijo el señor Boggis— a dejar los herrajes por
espacio de una noche en una caja que contenga virutas de caoba con
sal amoníaco. La sal amoníaco vuelve verde el metal pero, si le
raspa usted el verde, debajo encontrará un viso de calidad plateada
y suave, el mismo que adquiere el latón muy antiguo. ¡Oh, hacen
unas atrocidades...! Con el hierro utilizan otra triquiñuela.
—¿Qué hacen con
el hierro? —inquirió Claud fascinado.
—El hierro no
presenta problemas —dijo el señor Boggis—. Cerraduras, placas y
bisagras de hierro las entierran, sin más, en sal común, de donde
salen, al cabo de nada, oxidadas y llenas de picaduras.
—Está bien
—intervino Rummins—. Usted mismo reconoce que los herrajes le
despistan. Podrían tener cientos y cientos de años, y usted no lo
advertiría, ¿no es eso?
—Ah —susurró el
señor Boggis fijando en Rummins sus protuberantes ojos castaños—,
ahí es donde se equivoca usted. Fíjese en esto.
Sacó del bolsillo
de la chaqueta un pequeño destornillador y, al mismo tiempo, de
forma que esto les pasara a todos por alto, un tornillo de latón,
que ocultó bien en la palma de la mano. A continuación, y eligiendo
uno de los tornillos de la cómoda —había cuatro en cada asa—,
se dedicó a rascar de su cabeza hasta el último vestigio de pintura
blanca. Hecho eso, se puso a destornillarlo lentamente.
—Si éste es un
tornillo de auténtico latón viejo, siglo XVIII —decía
entretanto—, su espiral será ligeramente irregular y se darán
cuenta en seguida de que el tallado es manual, a lima. Pero si estos
herrajes fueran una falsificación de la era victoriana o de fechas
más recientes, el tornillo será, como es natural, de la misma
época: un artículo mecanizado y producido en masa. Cualquiera es
capaz de reconocer un tornillo hecho a máquina. En fin, vamos a ver.
No le resultó
difícil al señor Boggis, al poner las manos sobre el tornillo
antiguo, sustituirlo por el nuevo, oculto en la palma. Era ése otro
de los pequeños trucos que al correr de los años le había
resultado remunerador en extremo. Los bolsillos de su chaqueta de
clérigo contenían siempre una amplia provisión de tornillos de
latón corrientes y de diversos tamaños.
—Ahí lo tiene
—proclamó al tiempo que entregaba a Rummins el moderno—. Échele
una ojeada a eso. ¿Advierte usted la perfecta regularidad del
espiral? ¿La ve? No faltaría más. Es un tornillo corriente y
vulgar, como lo podría adquirir hoy en cualquier ferretería rural.
El tornillo pasó de
mano en mano conforme los tres lo examinaban con esmero. El mismo
Rummins se sentía ahora impresionado.
El señor Boggis
volvió a guardarse en el bolsillo el destornillador, junto con el
fino tornillo hecho a mano que había extraído de la cómoda, y,
dando media vuelta, cruzó despacio ante los tres hombres, camino de
la puerta.
—Mis queridos
amigos —dijo según se detenía a la entrada de la cocina—, han
sido muy amables permitiéndome echar una ojeada al interior de su
agradable casa, muy amables. Espero no haberles resultado un pelmazo.
Rummins abandonó su
examen del tornillo y, alzando la mirada, contestó:
—No nos ha dicho
usted cuánto pensaba ofrecer.
—Ah, muy cierto
—repuso el señor Boggis—. No lo he dicho, ¿verdad? Bueno, para
ser enteramente sincero, creo que sería demasiada complicación.
Mejor dejarlo.
—¿Cuánto estaría
dispuesto a dar?
—¿O sea que de
veras quiere desprenderse de la cómoda?
—No he dicho que
quisiera desprenderme de ella. He preguntado que cuánto daría.
El señor Boggis
volvió la mirada hacia el mueble, ladeó la cabeza primero a un lado
y luego a otro, frunció el ceño, formó un hociquillo con los
labios, se estrechó de hombros y agitó una mano en breve desgaire,
como dando a entender que apenas valía la pena parar mientes en el
asunto.
—Digamos... diez
libras. Creo que es lo justo.
—¡Diez libras!
—exclamó Rummins—. Señor cura, por favor, ¡no sea usted
ridículo!
—¡En leña
valdría más! —apuntó Claud ofendido.
—¡Mire esta
factura! —prosiguió Rummins al tiempo que maltrataba el precioso
documento con su sucio índice, y tan brutalmente, que el señor
Boggis se alarmó—. ¡Bien claro dice lo que costó! ¡Ochenta y
siete libras! Y eso, nueva. Ahora es una antigüedad: ¡vale el
doble!
—Con su permiso,
le diré que no es así. Se trata de una reproducción de segunda
mano. Pero en fin, amigo mío, cediendo a mi espíritu derrochador,
le subiré hasta las quince libras. ¿Qué me dice?
—Que sean
cincuenta —replicó Rummins.
El señor Boggis
sintió recorridos primero el dorso de las piernas y luego las
plantas de los pies por un delicioso temblorcillo que algo tenía de
hormigueo. La había conseguido. Ya era suya. Era incuestionable.
Pero la costumbre de comprar barato, tanto como fuera humanamente
posible, adquirida a fuerza de años de necesidad y de práctica,
estaba ya demasiado arraigada en él para consentirle una
capitulación tan fácil.
—Mi querido amigo
—susurró sin pasión—, yo sólo quiero las patas. Es posible que
más adelante también les encuentre alguna aplicación a los
cajones; pero el resto, el armazón en sí, es, como muy bien ha
señalado el amigo de ustedes, leña y nada más que leña.
—Déme usted
treinta y cinco —dijo Rummins.
—No puedo, amigo,
¡no puedo! No lo vale. Ni yo debería meterme en esta clase de
regateos. No está bien. Mi última oferta y me marcho. Veinte
libras.
—Acepto —retrucó
Rummins—. Es suya.
—Válgame Dios
—exclamó el señor Boggis enlazando las manos—. Nunca aprenderé.
No debía haber dado lugar a todo esto.
—Ya no puede
desdecirse, señor cura. Un trato es un trato.
—Sí, sí, lo sé.
—¿Y cómo va a
llevársela?
—Pues, veamos...
Si yo trajese el coche hasta el patio, ustedes, a lo mejor, serían
tan amables de ayudarme a cargarla.
—¿En un coche?
¡Eso no entra de ninguna manera en un coche! ¡Necesitará usted un
camión!
—No lo creo. En
fin, ya veremos. Tengo el coche en la carretera. Vuelvo en un
periquete. Seguro que algo ingeniaremos.
El señor Boggis
salió al patio, atravesó la cancela y enfiló el largo camino que a
través de los campos llevaba a la carretera. Se dio cuenta de que
estaba riendo convulsa, irrefrenablemente, y en sus adentros tenía
la sensación de que centenares de minúsculas burbujas, como de
gaseosa, le subían del estómago y le estallaban alegres en lo alto
de la cabeza. De pronto, todos los ranúnculos del campo comenzaron a
convertirse en monedas de oro que centelleaban al sol. Todo el suelo
estaba sembrado de ellas; y, a fin de poder caminar entre las
monedas, pisarlas, oír su tintineo al darles puntapiés, apartóse
del camino y se internó en la hierba. Se le hacía difícil no echar
a correr. Pero los clérigos no corren: caminan con reposo. Camina
con reposo, Boggis. Guarda la calma, Boggis. Ya no hay prisa. La
cómoda es tuya. ¡Tuya por veinte libras! ¡Y vale quince o veinte
mil! ¡La Cómoda Boggis! Dentro de diez minutos la tendrás cargada
en el coche —entrará sin dificultad— y tú estarás camino de
Londres, cantando sin parar. ¡El señor Boggis conduciendo a su
destino la Cómoda Boggis en el coche Boggis! Un momento histórico.
¿Qué no daría un periodista por conseguir una foto que lo
perpetuara? ¿No debería arreglar eso? Quizá sí. Esperemos a ver.
¡Oh, día magnífico! ¡Oh, maravilloso, soleado día estival! ¡Oh,
gloria!
Entretanto, en la
granja, Rummins comentaba:
—¡Mira que dar
veinte libras por ese montón de basura, el zopenco del viejo!
—Se las ha
ingeniado usted la mar de bien, señor Rummins—le dijo Claud—.
¿Está seguro de que le pagará?
—Como que no se la
cargamos mientras no lo haga.
—¿Y si no entra
en el coche? —continuó Claud—. ¿Sabe qué pienso, señor
Rummins? ¿Quiere que le dé mi sincera opinión? Pues pienso que ese
condenado trasto es demasiado grande para entrar en el coche. ¿Y qué
pasará entonces? Pues que lo mandará al demonio, se lo dejará en
tierra, se le largará en el coche y usted no volverá a verle el
pelo. Ni verá el dinero. Para mí que no tenía demasiadas ganas de
quedarse con el mueble, ¿sabe?
Rummins se detuvo a
considerar esa nueva y no poco alarmante perspectiva.
—¿Cómo puede un
armatoste como ése entrar en un coche? —prosiguió Claud,
implacable—. Y que los curas, además, no llevan coches grandes. ¿O
es que ha visto algún cura con un coche grande, señor Rummins?
—Me parece que no.
—¡Pues ahí está!
Escúcheme bien. Se me ocurre una idea. Nos dijo, ¿o no es así?,
que lo único que quiere son las patas. Pues nada: se las cortamos
nosotros aquí mismo, de prisa, antes de que vuelva y seguro que
entonces sí entra en el coche. Encima le ahorramos el trabajo de
cortarlas él cuando llegue a casa. ¿Qué me dice a eso, señor
Rummins?
La cara de Claud,
chata y bovina, irradiaba una untuosa ufanía.
—Pues no es tan
mala la idea —respondió Rummins al tiempo que miraba la cómoda—.
Como que es buena, buena de verdad. Andando, pues. Habremos de darnos
prisa. Tú y Bert la sacáis al patio mientras yo voy a buscar la
sierra. Empezad por quitarle los cajones.
Dos minutos más
tarde, Claud y Bert habían trasladado la cómoda al exterior, donde
la pusieron patas arriba en medio del polvo, las cagadas de gallina y
las boñigas. A lo lejos, a medio camino de la carretera,
distinguieron una pequeña figura que avanzaba a trancos sendero
abajo. Se detuvieron a mirar. Había algo un tanto cómico en su
porte: lo mismo emprendía un trotecillo que ejecutaba una especie de
cabriola o saltaba primero sobre un pie y luego sobre ambos, e
incluso les pareció oír, en un momento dado, el eco de una animada
cancioncilla que hasta ellos llegaba a través del prado.
—Yo creo que está
chiflado —dijo Claud.
Y Bert produjo una
sonrisa tétrica mientras su ojo nublado oscilaba lentamente en su
cuenca.
Achaparrado,
batracial, anadeando, Rummins llegó del cobertizo, provisto de una
larga sierra. Claud le descargó de ella y puso manos a la obra.
—Córtalas bien a
ras —le recomendó Rummins—. No olvides que las quiere para
ponérselas a una mesa.
La caoba era dura y
estaba muy seca, y conforme Claud ejecutaba el trabajo, un fino
polvillo rojo saltaba de los dientes de la sierra y caía, leve, al
suelo. Una tras otra fueron desapareciendo las patas, y, cercenadas
todas, Bert se agachó y agrupólas en esmerada fila.
Claud retrocedió a
fin de apreciar el resultado de su trabajo. Siguió un silencio de
cierta duración.
—Sólo le
preguntaré una cosa, señor Rummins —dijo cachazudo—: aun así,
¿podría usted meter en un coche ese armatoste?
—Como no fuera una
furgoneta, no.
—¡Usted lo ha
dicho! —exclamó Claud—. Y los curas, ¿sabe usted?, no llevan
furgonetas; cuando más, mierdecillas de Morris-ocho y de
Austins-siete.
—El no quiere más
que las patas —repitió Rummins—. Si el resto no entra, pues que
lo deje. No puede quejarse: las patas se las lleva.
—Vamos, señor
Rummins, que no es usted tan tonto —replicó Claud paciente—.
Sabe de sobras que, como no consiga meterlo todo en el coche, le
saldrá con rebajas. En cuestión de dinero, los curas son tan zorros
como el que más, no se engañe usted. Y si es ese viejo cuco, ya no
hablemos. Total, ¿por qué no darle la leña y acabar de una vez?
¿Dónde tiene el hacha?
—Sí, no me parece
mal —dijo Rummins—. Bert, ve por el hacha.
Bert entró en el
cobertizo y volvió con un hacha de gran tamaño, de leñador, que
entregó a Claud. Este se escupió en las manos, se las frotó y acto
seguido empezó a atacar brutalmente, con los brazos tendidos a todo
su largo en un vaivén pendular, el despernado armazón de la cómoda.
Fue una ardua tarea
y le llevó su tiempo reducir el mueble a pedazos más o menos
astillados.
—Una cosa tengo
que reconocer —manifestó conforme se enderezaba para enjugarse el
sudor de la frente—: diga el cura lo que quiera, el tipo que montó
este trasto era un carpintero condenadamente bueno.
—¡El tiempo nos
ha llegado por los pelos! —proclamó Rummins—. ¡Ahí viene!
Relatos de lo inesperado, 1979.
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