lunes, 14 de septiembre de 2020

La vieja pálida (Versión Souto). Jose María Merino.

Anteayer le robaron al profesor Souto la cartera en el autobús y le ha fastidiado mucho, no porque llevase en ella una cantidad importante de dinero, sino por las molestias que le está causando el robo: los avisos al banco para que anulen la tajeta de crédito y emitan otra nueva, las gestiones para renovar el documento de identidad y otros que llevaba.
El profesor Souto está tan enfadado con el desconocido caco, que se lo imagina, acaso en la borrosa reproducción de alguien que atisbó borrosamente en el trayecto: un tipo mayor, enjuto, de ojos escurridizos y una cazadora verdosa.
Imagina que el personaj se llama Juan Macael, y que es descuidero.
Imagina que tuvo un tutor, el Chato Morillas, que le enseñó el oficio y que le decía que es una profesión tan antigua y tan importante que hasta hubo un dios dedicado a proteger a los antepasados que la ejercían.
-Vista aguda, manos seguras y rápidas, capacidad de improvisar, pero ante todo, sangre fría -repetía el Chato Morillas-. Como te aturdas, estás perdido.
El profesor Souto imagina que una vez, en uno de los trayectos de la Periferia Norte, un paciente al que su personaje acababa de extirpar la cartera, se dio cuenta de la pérdida y empezó a gritar.
-¡Conductor, que me acaban de robar! ¡No abra las puertas!
El autobús iba repleto, el conductor lo detuvo junto a una parada y se escuchó su voz.
-Aquí nos quedamos hasta que llegue la policía.
Pasaron unos minutos, Juan Macael comprendió que estaba en un trance peligroso, pero recordó las enseñanzas de su maestro. Se agachó, simulando que recogía algo del suelo, y alzó la cartera en la mano, mientras daba grandes voces:
-¡Aquí hay una cartera!
El propietario la cogió y la abrió con nerviosismo, comprobó que no faltaba nada, y se sintió al parecer tan aliviado que dejó de reclamar.
-¿Es que vamos a quedarnos encerrados toda la mañana? -gritó de nuevo el personaje que Souto imagina-. ¡Abra las puertas, conductor! ¡Hay aquí gente que tiene cosas que hacer!
En cuanto se abrieron las puertas, salió con rapidez.


El profesor Souto imagina que los años han pasado y que, aunque su personaje no pierda los nervios venga lo que venga, ya su vista no tiene la finura de antaño. Sus dedos siguen siendo precisos, así haga la pinza con el índice y el corazón, la tenaza con el pulgar y cualquiera de los otros o utilice la palma entera para el resbalón, arrastrando lo que se deba arrastrar, pero ya nota los huesos de las piernas y no puede doblar demasiado la cintrua sin peligro de algún tirón.
Imagina que a veces la ciática lo ha tenido de baja durante una temporada y que, si no se ha retirado todavía, es porque, pese a su edad, no puede vivir sin trabajar. De manera que sigue haciendo lo suyo día tras día, cambiando de línea, como es natural, y aprovechando las horas punta y las jornadas en que hay más turistas. En verano se va a alguna zona playera y es cuando más recauda, por la facilidad de la poca ropa y esa alegría de las vacaciones que tan descuidada pone a la gente.
No es del mismo lugar donde trabaja y se siente un poco agobiado en la ciudad, pues las líneas de autobús no son demasiadas, hay pocos conductores e inspectores, de modo que corre el peligro de que pronto acaben descubriendo los motivos de sus tan frecuentes viajes.
Cuando eso empieza a ocurrir tiene que irse a otra ciudad. Lo ha hecho ya tres veces, y cada vez le ha resultado menos agradable cambiar de lugar de trabajo, pues con los años uno se acostumbra a ciertas rutinas, le acaba cogiendo gusto al barrio en el que vive, y a su casa, y hasta a la gente del bar donde ve el fútbol por la tele o juega la partida de dominó.
El profesor Souto imagina que Juan Macael tuvo que dejar la gran ciudad, con sus infinitas líneas de autobús, y el metro, y los ferrocarriles de cercanías, porque los de cierta banda le dieron aviso de que tenía que pagar una cuota.
-No le doy nada a Hacienda, que al fin y al cabo es el Estado y paga con ello a los maestros y a los sanitarios, como para pagaros a vosotros.
Se marchó de allí antes de que intentaran convencerlo a palos. Así fue como se vino a trabajar a provincias, pero piensa que ya no tiene la edad conveniente para una labor tan delicada. Si fuese más joven, no le habría sucedido lo que le ha pasado, no habría cometido un error tan grave.


El profesor Souto imagina que fue la tarde de un viernes, cuando la mayoría de la gente trabajadora regresa a su casa con la ilusión de la libertad y el descanso del fin de semana. El autobús era uno de la ruta del río. El descuidero estaba estudiando a los pasajeros cuando subió, con bastante esfuerzo, una vieja flaca, vestida de negro de los pies a la cabeza como las ancianas de su infancia y de la mía, que llevaba un gran bolso colgado del brazo.
La vieja fue avanzando entre los pasajeros y Juan Macael pudo advertir que el bolso no estaba cerrado con cremallera y que relucía dentro la esquina de un sobre. Le cedió el asiento y permaneció de pie a su lado.
Era una vieja muy pálida y arrugada. El pañuelo que cubría su cabeza dejaba asomar las canas ralas y amarillentas. Su aspecto era de algo pasado sin remedio y desprendía un tufillo a pan viejo y orines. Le faltaban muchos dientes, pues mostraba esa carencia en un continuo mover de mandíbulas y entreabrir baboso de los labios.
Puso el bolso sobre sus piernas huesudas y Juan Macael pudo observar mejor su contenido, bolsas de plástico que dejaban adivinar la forma de alguna verdura, envoltorios de periódico. El sobre estaba colocado encima de todo. Por las fechas, el personaje inventado por el profesor Souto supuso que contenía su pensión. Lo engañó su vista de ahora, pues hace años hubiera descubierto enseguida las pequeñas arrugas que denotan si un sobre lleva dinero dentro.
Una pensión es siempre algo suculento para un descuidero. Además, Macael sabe muy bien que en su profesión no puede haber sentimentalismos: la primera regla es apropiarse de todo lo que valga, y en el caso de que se ofrezcan diversas alterntivas, elegir la menos dificultosa, siempre que parezca rentable. Entre un niño y un adulto, ante la misma cantidad, se opera al niño. En su oficio no hay pobres ni ricos, sino gente que lleva o que no lleva. Si la gente de su profesión fuese a considerar la edad o la condición social de los pacientes, su trabajo sería muy complicado. Además quitarle a una vieja su pensión no es fastidiarla para toda la vida, razona. Un mes pasa enseguida y la gente acaba arreglándoselas, bien o mal.
El caso es que, aprovechando un frenazo, hace la pinza, escamotea el sobre con toda limpieza y se baja del autobús en la siguiente parada.
Pero el sobre no contiene dinero, ni un talón, que es lo que pensó desde el momento de tocarlo. Lo abre al llegar a casa y dentro hay un papel doblado. En letras mayúsculas, están impresas cuatro palabras:
                                   TE QUEDAN TRES DÍAS
Al principio, Juan Macael piensa que se trata de una broma, pero él a aquella vieja no la conoce de nada. Por la tarde, en el bar, le enseña el papel a los de la partida sin explicarles su origen, naturalmente: para ellos él es viajante de unas máquinas raras. Pero todos ven en el papel solo una hoja en blanco, aunque él sea capaz de leer con claridad las cuatro palabras impresas:
                                  TE QUEDAN TRES DÍAS
Ni se acuerda del dichoso papel al día siguiente, ayer, cuando se levanta de la cama, pero se lleva una sorpresa al ver que el mensaje del papel ha cambiado ligeramente. Ahora pone, con unas letras gordas y bien negras:
                                  TE QUEDAN DOS DÍAS
Cualquiera se hubiera asustado tanto como él. El profesor Souto imagina que Macael se queda un rato sentado con el papel en la mano, sin saber qué hacer.
Decide por fin buscar a la vieja pálida, devolverle el sobre con el papel y darle treinta euros, para que le perdone las molestias. Así que se pasa la mañana y la tarde cambiando de línea de autobús, hasta recorrérselas todas, pero no es capz de dar con ella. En ese afán abandona su trabajo, cuando acaba la jornada no ha recaudado no un solo euro, está muy cansado, apenas ha comido, y ni siquiera le quedan ganas de ir al bar.
Hoy, en ese papel que solo él es capaz de leer dice:
                                 TE QUEDA UN DÍA
Se puede suponer que leerlo no le ha mejorado el humor. Además, ha echado una mirada por la ventana para ver cómo está el tiempo y ha descubierto a la vieja pálida abajo, en la acera, el rostro vuelto hacia su ventana.


Vamos a ver qué pasa con este día último que anuncia el papel, imagina el profesor Souto que ha pensado Juan Macael.
Para empezar, ha resuelto no salir a la calle y luego se ha puesto a escribir en el cuaderno de las cuentas esto mismo que imagina el profesor Souto, como una especie de memoria o testimonio de la aventura tan rara que está viviendo.
A veces se asoma a la ventana y comprueba que la vieja pálida sigue ahí, plantada en la acera y mirando en su dirección.
Ha comido un pco, se ha echado la siesta, ha soñado que extirpaba a un hombre gordo una cartera hinchada de billetes delante de la catedral, pero el despertar le ha devuelto la desazón del día, y una nueva mirada desde la ventana le ha dejado ver la figura de esa vieja pálida plantada en la acera, delante de su casa.
Cuando se acerca la medianoche, alguien llama a la puerta del piso dando golpes sucesivos: suena como si la sacudiesen con algo de madera, o de hueso.
Juan Macael ha echado un vistazo por la mirilla y ha percibido la cabeza de la vieja pálida al otro lado de la puerta.
A la luz pobre del descansillo, su rostro es una mancha blanca en la que las órbitas de los ojos forman dos oquedades oscuras. Ya no deja de golpear la puerta y Juan Macae comprende que tiene que abrir.
El profesor Souto imagina que aquí termina esta historia. Y es que termina aquí, naturalmente.

Aventuras e invenciones del profesor Souto, 2017.

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