Se desnuda. Algo muy malo o muy bueno está pasando. Pasándome. Sea
lo que sea, mis padres no se pueden enterar. Estoy en casa de una
amiga. Lo de siempre. Pero mi nueva amiga, mitad gringa, mitad
nuestra, se quita el uniforme, el sostén deportivo, la tanga, los
zapatos. Se deja puestas las medias, cortas, con una bolita fucsia en
el talón. Está desnuda, de espaldas, mirando su armario.
Es incómodo y es
deslumbrante. Duelen las dos cosas. Cabizbaja como un perro
avergonzado, un perro feo y paticorto, intento parecer la misma de un
momento antes, cuando ambas estábamos vestidas, cuando esa imagen,
la de su cuerpo, no ha reventado como millones de bengalas en mi
cerebro. Diana Ward-Espinoza. Dieciséis años. Uno ochenta de
estatura. Jugadora estrella del equipo de vóley de su colegio en
Estados Unidos. Ojos verde gato radioactivo. Sonrisa blanquísima de
la gente de allá.
Diana, Dayana en
gringo, habla y habla, siempre, sin parar, mezclando inglés y
español o inventando una cosa tercera, divertidísima, que me hace
reír a gritos. Con ella río como si en mi casa no pasara nada, como
si mi papá me quisiera como un papá. Río como si no fuera yo, sino
una chica que duerme feliz. Río como si no existiera lo salvaje.
Ella repite las
frases de los profesores como se repite un trabalenguas y nunca
atina. Tal vez por eso, porque la creen boba, o porque vive en un
departamentito y no en una casa majestuosa, o porque su mamá es
profesora de inglés en el colegio y por eso ella no paga pensión o
porque corre por el barrio con unos shorts diminutos, azules con una
línea blanca que se corta en forma de uve en el muslo. Por todo eso,
o por alguna otra oscura exigencia jerárquica de las chicas
populares, ningún grupo la acepta. Es blanca, rubia, tiene los ojos
verdes, su nariz diminuta está salpicada de pecas doradas, pero
ningún grupo la acepta.
A mí tampoco me
aceptan, pero lo mío es lo de siempre: gorda, morena, de lentes,
peluda, fea, rara.
Un día coinciden
nuestros apellidos en la clase de computación. Una al lado de la
otra. Eso es todo. Aprendo que BFF significa Best Friends Forever.
Entonces somos
mejores amigas para siempre. Entonces me invita a su casa a estudiar.
Entonces digo a mi mamá que dormiré donde Diana. Entonces estamos
en su cuarto diminuto y ella está desnuda. Se da la vuelta para
ponerse por encima del cuerpo color crema pastelera un vestido
vaquero. Pone música. Baila. De fondo, la gigantesca bandera
estadounidense de su pared.
Cubierta de una
lanilla clara, su piel tiene la apariencia, la delicia, de un
durazno. Habla de chicos, le gusta mi hermano, del examen que tenemos
al día siguiente, filosofía, del profesor que es gracioso, pero
¿qué fuck es el ser?, de que jamás va a entender las cosas como
las entiendo yo, de que yo soy la persona más inteligente que ha
conocido y que ella, okey seamos honestas, ella es buena para los
deportes.
Se para frente al
espejo, a menos de un metro de mí, que estoy sentada en su cama
dizque hundida en el libro de filosofía. Si quisiera, y quiero,
podría extender mi dedo índice y tocar el hueso de su cadera,
hacerlo avanzar hasta donde nace el pelo del pubis, nunca he visto un
pubis dorado, y saber si eso que brilla es humedad.
Se hace una cola de
caballo con sus bucles infantiles, como los de Mary had a little
lamb, se pinta los labios con un brillo que huele a chicle y se pone
a criticar su pelo, sus orejas, un grano que digo que yo no veo. Pero
no puedo mirarla y ella lo nota y se queja: si ni siquiera me estás
mirando, deja de estudiar, que tú ya entendiste qué es el ser.
Me sujeta la
barbilla y me levanta la cabeza para que la mire. Huelo el chicle de
sus labios. Escucho mi corazón latiendo. Dejo de respirar.
–¿Ves el grano?
¿Aquí? ¿Lo ves?
La lengua se me pega
al paladar. Trago arena. Asiento.
Comemos con su
hermano Mitch, su mellizo, que me gusta tanto que la mandíbula se me
adormece cuando voy a hablarle. Ha tenido entrenamiento de fútbol.
Se quita la camiseta sudada y no se pone otra. Almorzamos solos, como
un matrimonio de tres. Diana pone la mesa, yo sirvo la Coca-Cola y
Mitch mezcla pasta con una salsa y la pone a calentar en una olla.
Supongo que sus
padres, ambos, están trabajando. Sé que Miss Diana, la mamá, que
es mi profesora de inglés, tiene otro trabajo por la tarde en la
academia de idiomas. Del papá no sé nada. Tampoco pregunto. Nunca
pregunto por los papás. Me dicen que Miss Diana deja hecha la comida
por las mañanas, que no cocina bien. Está horrible. Bañamos
nuestros platos con queso parmesano Kraft y nos reímos a carcajadas.
Mitch también tiene
examen, pero no quiere estudiar. En el comedor, que es también la
sala, hay fotos en las paredes. Mitch y Diana, pequeñitos,
disfrazados de girasoles. Miss Diana, delgada y joven, delante de una
casa con buzón. Un perro negro, Kiddo, al lado de un bebé, Mitch.
Los niños en Navidad, rodeados de regalos. Miss Diana embarazada.
Diana, de blanco, el día de su Comunión.
Hay algo triste en
la luz de las fotos, típicas fotos gringas de los setentas: tal vez
demasiado color pastel, tal vez distancia, tal vez todo lo que no
aparece. Siento una tristeza que no es la mía. La mía está, pero
esta es otra. Esas vidas: los niños girasoles, el bebé precioso al
lado de un perro negro, todo eso que parece perfecto, tampoco va a
salir del todo bien. No. A pesar de sus cabezas rubias, de sus
cuerpos de atletas, de sus mejillas coloradas y de sus ojos
brillantes, algo no va a salir bien.
Hay una parte
desesperada, sombría, en Diana, en Mitch, en mí, en este
departamentito en el que tres adolescentes escuchan música sentados
en el suelo.
Ponemos discos: The
Mamas & The Papas, The Doors, Fleetwood Mac, Creedence Clearwater
Revival, Hendrix, Bob Dylan, Simon and Garfunkel, The Moody Blues,
Van Morrison, Joan Baez.
Diana cuenta que sus
padres fueron a Woodstock y saca un álbum de fotos donde, por fin,
está la imagen del padre. Mr. Mitchell Ward: bigote rojo, pelo largo
y cintillo en la frente. Un chico gringuísimo, hermoso y grande como
sus hijos, que mira a una chica, Miss Diana, casi irreconocible de lo
sonriente, de lo natural.
Luego, detrás de
esa página, hay otra foto ante la que callamos: papá de pie,
vestido de militar. Lieutenant Mitchell Ward.
Él fue a Vietnam.
Los dos, Diana y
Mitch, dicen la misma frase a la vez, como una sola persona con voz
masculina y femenina.
Él fue a Vietnam.
He went to Nam.
Nam.
Vuelve la sombra,
esa falta de luz que ahoga, el silencio como un mar bravo. Suena The
Doors, que nos gusta, y los tres miramos el tocadiscos abrazados a
nuestras piernas. Cantamos un poco y Diana traduce: las personas son
extrañas cuando eres un extraño, las caras son feas cuando eres un
extraño. Mitch pone Astral Week de Van Morrison y durante la canción
Madame George me acuesto en las piernas de Diana. Mitch pone su
cabeza en mi estómago. Nos acariciamos las cabezas.
Nadie estudia esa
tarde. Escuchamos la música de Mr. Mitchell Ward, nos alternamos
para cambiar los discos y luego devolverlos con cuidado al sobre
plástico, a su estuche y al lugar que ocupan en el mueble. Este
gesto es lento y sacramental. Asumo que los hijos no pudieron darle a
su padre una despedida y que esto, acostarse en el suelo a escuchar
sus adorados vinilos, es el adiós más bonito del mundo. Y yo formo
parte y se me sale el corazón.
Cuando suena Mr.
Tambourine Man, Diana llora. Busco su mano y la beso con un amor tan
intenso que siento que va a matarme. Ella se agacha, me acuna, busca
mi boca y así, escuchando a Bob Dylan y con lágrimas, doy, me dan,
mi primer beso.
Mitch nos mira. Se
incorpora, se acerca, me besa y besa a su hermana. Nos besamos los
tres con desesperación, como huérfanos, como náufragos. Cachorros
hambrientos sorbiendo las últimas gotas de leche del universo. Suena
la armónica. Hey Mr. Tambourine Man, play a song for me. Estamos en
penumbra. Esto está pasando. No hay nada más importante en el
mundo.
Somos el mundo.
Estamos casi
desnudos cuando, al otro lado de la puerta, Miss Diana remueve su
cartera, busca la llave, timbra, llama en inglés a sus hijos.
Diana y yo corremos
a su cuarto. Mitch se mete al baño. Hemos cogido toda nuestra ropa,
pero el disco sigue dando vueltas. Miss Diana, brutal, aparta la
aguja y el departamento se queda en silencio. Cuando abre la puerta,
Diana y yo fingimos estudiar. Mitch sale del baño envuelto en una
toalla, con la cabeza mojada. Ninguno acepta haber puesto el disco.
El disco del padre. El disco de Lieutenant Ward, que estuvo en Nam.
Gritos en inglés.
Miss Diana está muy roja y parece a punto de llorar o de explotar en
mil pedazos. Escucho palabras que no entiendo y otras que sí sé lo
que significan, palabras como fucking y fuck y album y father. Los
hijos dicen que no y ella se acerca a Diana. Se acerca con la mano
abierta, a pegarle, y yo, desesperada de amor, le grito que no Miss,
que fui yo, la del disco, que fui yo y ella ya no sabe qué hacer ni
qué decir. Se queda con la mano en el aire como una estatua de la
libertad sin antorcha y se da cuenta de que es mi profesora y que la
he visto hacer eso que no se debe hacer, eso que se queda entre las
paredes de las casas, eso que los padres hacen con los hijos cuando
nadie los ve.
Sale en silencio.
Diana me mira. Yo la
miro. Quiero abrazarla, besarla, sacarla de ahí.
Se recoge el pelo y
dice:
–Mejor empezamos a
estudiar filosofía.
Nos amanecemos
estudiando o fingiendo que estudiamos. Ella, que no entiende nada,
duerme un poco en la madrugada y, bajo la luz mínima, yo la
contemplo. Parece Ofelia, la del cuadro, y también una superheroína,
She-Ra, la hermana de He-Man. La destapo y la miro entera: siento el
deseo de ser diminuta y meterme por los labios que tiene
entreabiertos y vivir dentro de ella para siempre. Hasta el esmalte
desconchado que tiene en las uñas de los pies me enternece, me
desconcierta, me subyuga. Le besaría cada poro.
Ya no soy yo.
Me duermo un
momento. Sueño que a Diana la persiguen unos perros negros, que me
pide ayuda y yo no puedo hacer nada. Escucho gritos, gritos de
hombre. Incluso con los ojos abiertos sigo escuchándolos. Quiero
levantarme, pero Diana me abraza con fuerza y susurra: It’s okey.
It’s okey.
Amanece y suena el
día. La limpieza, el trasteo y, finalmente, el portazo de la madre.
Diana se cambia de ropa sin mostrarse, pero cuando estoy subiéndome
el cierre del uniforme se da la vuelta, lo baja un poco, me escribe
algo en la espalda con la punta del dedo y lo vuelve a subir. Sonríe.
En la espalda llevo un I love you.
Le digo a Diana que
tengo que ir al baño. Contesta que tendrá que ser en el colegio.
Imposible. Me ha bajado la regla en la noche, me orino, me siento
descompuesta del estómago. No aguanto.
Tengo que ir.
En el departamento
hay dos baños. Uno, de visitas, en el salón, y otro en el cuarto de
los padres, el de la puerta siempre cerrada. Mitch está en el baño
del salón y dice Diana que su hermano se demora muchísimo y me
muero de vergüenza de decirle que salga. No puedo hacerlo, mucho
menos después de lo de ayer, todavía siento los labios de Mitch
Ward en mi cuello de perdedora y en mi panza de perdedora. Primero me
arranco la mano que tocar esa puerta.
Pero tampoco puedo
esperar más, siento frío, sudo frío, estoy erizada, las piernas se
me aflojan.
Tengo que ir.
Diana insiste: en el
colegio, en el colegio, que al cuarto de sus padres no puedo entrar,
que ahí ni ella puede entrar, pero yo sé que no aguantaré, que me
haré caca camino al colegio y que el uniforme es blanco y que me
moriré.
Es urgente. No puedo
más. No estoy bien.
Tengo que ir.
Ella me arrastra
fuera de la casa. Vamos, en el colegio hay baños, llegamos en un
minuto. Tengo la frente bañada en sudor. Ya está ahí, me hago. Le
digo que me olvidé de un libro y vuelvo a entrar a la casa. Aprieto
las piernas, dios, ayúdame. Lo único que pienso es que iré al
baño, que no me haré caca encima, que ni Diana ni Mitch me verán
manchada con mis propios excrementos, que iré al baño y no me
moriré. Haré caca y volveré a amar y ser amada.
Abro la puerta del
cuarto de los padres. Allí dentro parece una pecera de agua espesa,
como líquido de embalsamar. En el aire flotan hilachas de polvo y
hay un olor que agobia, pica. Ácido y dulce y podrido, gas
lacrimógeno, mil cigarrillos, orina, limones, lejía, carne cruda,
leche, agua oxigenada, sangre. Un olor que no sale de un cuarto
vacío, del cuarto de unos padres.
Estoy a punto de
hacerme todo en mi ropa interior, esa es mi única valentía, la
única razón para dar otro paso e internarme más en ese olor que
ahora es como un ser vivo y violento que me da bofetadas. Otro paso.
Otro. Ahora ya viene la náusea, ahora huele como cuando hay un
animal muerto en la carretera, pero yo estoy en las tripas de ese
animal, dentro de él.
Me mareo. Me agarro
de algo y ese algo es una mesa y esa mesa tiene una lámpara que se
cae y se hace trizas en el suelo. Entonces salta desde la cama, con
la velocidad y la fuerza de una ola, un bulto que me tumba al suelo.
No veo bien. La luz es pobre, enfermiza. No sé qué tengo encima. Ha
caído sobre mí una cosa informe, aterradora. La tengo sobre mi
pecho y no puedo moverme. Intento gritar y no me sale ni un sonido.
Tiene cabeza, es un
monstruo. Su rostro, dientes amarillos y rabiosos, está pegado al
mío. Apesta a carroña. Farfulla cosas que no entiendo, hace ruidos
animales, gruñidos, estertores, me babea. Pone una manaza en mi
cuello y aprieta y veo en esos ojos rojos que va a matarme, que me
odia y que voy a morir. Voy a morir.
Dios mío.
Por favor, digo en
mi cabeza, por favor.
Entonces Diana abre
la puerta, Diana She-Ra, la hermana de He-Man, mi salvadora, abre la
puerta y grita algo que ya no entiendo y la bestia que me está
ahogando levanta la cabeza hacia ella y me suelta.
Yo empiezo a gritar,
vomito, me orino y vacío mis tripas ahí, en esa alfombra.
La luz que entra por
la puerta me deja ver aquello que tenía encima, matándome. Tirado
en el suelo, parece una almohada que gime.
–Daddy?
Ella se acerca a
eso. A mí ni siquiera me mira. Lo levanta en brazos y veo unos
muñones agitándose muy arriba de los muslos y en el codo izquierdo.
Diana lleva hasta la cama a ese niño atroz, que es en realidad un
hombre sin pelo, con los ojos salidos de sus órbitas, escuálido y
color cera. El brazo derecho, las venas del brazo derecho, están
completamente llenas de costras y pústulas rojas. Ella lo acuna y
consuela y besa en la frente, mientras él llora y ambos repiten una
y otra vez I’m sorry, I’m so sorry.
Me levanto como
puedo. Mitch está en la puerta, mirándome con odio. Salgo a la
sala, marco el número de mi casa. Contesta mi papá. Cierro el
teléfono.
Camino hasta la casa
de mi abuela. Allí miento, digo que estoy enferma, que no pude
aguantarme, que me hice caca en el colegio. Sí, eso fue lo que pasó.
Mientras me ducho, lloro hasta que me duele el pecho.
El de filosofía es
el último examen de nuestro último año de secundaria. Mi mamá me
excusa por enfermedad, así que lo doy otro día. Saco la mejor nota.
Me entero de que Diana no se graduará con nosotros, no se presentó
al examen. Dicen que volverá a Estados Unidos.
La llamo. No
contesta mis llamadas.
Espero junto al
teléfono. No me llama.
Nunca más.
No vuelvo a saber de
ella hasta hace poco. Abro mi Facebook y encuentro este mensaje de
una ex compañera de colegio:
«Hola, siento darte
esta noticia, pero ¿sabes que Diana Ward murió en un ataque en
Afganistán? Ella y su esposa eran del US Army. Te lo digo porque
recuerdo que ustedes eran muy amigas. Qué pena, ¿no?».
Pelea de gallos, 2018.
Visceral desde el inicio hasta el final.
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