A José Antonio Torres Torres.
El
abuelo se cansó muy pronto de los autos y dijo que quería volver a
lo antiguo. Que como disfrutaba él era con una tartana y un buen
caballo, como toda la vida de Dios. Así, los domingos y días de
fiesta podríamos salir de campo al río, al monte, a la huerta de
Matamoros o a la de Virutas y asar chuletas con la lentisca y hacer
pipirranas, freír carne con tomate, o conejo y pisto, a la sombra de
un buen árbol.
«Que
con el coche no se podía ir tranquilo, ni hablar a gusto, ni ver el
campo a placer, ni liar un cigarro como Dios manda. Que el auto se
quedase para los chicos, pero que él iba a comprar una tartana».
Y
como le habían ofrecido una en Almodóvar del Campo, le dijo a
Lillo, que era su mejor amigo y muy entendedor de carruajes por su
oficio, que nos iba a llevar el tío Luis a Almodóvar del Campo para
ver la tartana, hecha en Valencia por el mejor fabricante.
Lillo
se puso muy contento, porque le gustaba mucho viajar con el abuelo, y
dijo que no teníamos más remedio que acercarnos a Tirteafuera, que
está muy cerca de Almodóvar, para probar el jamón de su amigo
Jerónimo, que era el que mejor sabía curarlos de todo el universo
mundo. Que desde que probó dos veces en su vida el jamón de
Jerónimo, ya no había jamón que le agradase. Porque, decía él y
yo no lo cogía bien, que con el jamón pasa lo que con las mujeres:
que el que cata una suculenta, todas le parecen remedos o semejanzas.
Nos
llevó el tío en el coche, y no recuerdo por qué, tardamos
muchísimo. En Almodóvar estuvimos dos horas o tres mirando la
tartana y hablando con un hombre muy gordo, que era el dueño. A
pesar de que nos invitó a vino y a olivas en una taberna, no se
cerró el trato porque Lillo le dijo al abuelo que aquello era un
armatoste que no valía dos gordas y en nada de tiempo y por muy poco
dinero le iba a hacer una tartana preciosa, ligera y forrada de
terciopelo rojo por los asientos y respaldos. El abuelo se entusiasmó
con la idea y añadió que le iban a poner unas maderas muy buenas
que tenía él guardadas desde no sé cuándo, y un farol eléctrico,
y un cenicero, y una visera de lona verde.
Total:
que nos fuimos a comer a Tirteafuera, a casa del amigo Jerónimo, que
ya estaba avisado por carta de nuestra ida. Y pasamos junto al Valle
de Alcudia, que es donde se concentran todos los ganados de España
en no sé qué época.
Como
dijo el abuelo que Tirteafuera era un pueblo de pesca, le respondió
Lillo que allí lo bueno era el jamón de su amigo Jerónimo. Estaban
las calles muy desiguales y feas y el auto andaba malamente. Hasta el
punto que hubo que dejarlo junto a la iglesia, que, no sé por qué
mengua del pueblo, queda en una punta del lugar.
La
gente se asomaba a las puertas y ventanas por ver a los forasteros,
hasta que llegamos a la casa de Jerónimo, que nos esperaba sentado
en su puerta fumando un cigarro hecho con papel negro, que al abuelo
le gustó mucho.
Estuvimos
largo rato en la puerta, mientras se saludaban y Jerónimo y Lillo
hablaban de cosas antiguas. Le entregó Lillo una caja de puros que
llevaba de presente y una botella de marrasquino, «que a Jerónimo
le gustaba más que bailar el agarrao», según Lillo.
Entramos
a la casa por una puerta muy baja, pasamos la cocina, en la que
hervían muchos pucheros para nosotros, y llegamos a una especie de
camarón de mucha luz y con varios jarrones colgados de las vigas. Y
en una mesa de pino, una cazuela muy grande de barro llena hasta los
topes de tacos de jamón muy cuadradotes y sólidos, junto a una bota
de vino hinchada hasta reventar.
Nos
mandó sentar el amigo Jerónimo con mucha prosopopeya y pidió a
Lillo que fuera él quien tomara el primer tarugo de jamón.
Alargó
su mano larguirucha con mucho tiento, casi temblando, y tomó un
trozo muy oscuro. Se lo acercó Lillo a su nariz de alfanje, como si
se lo quisiera comer por allí, y al oler entornó los ojos cual si
le llegara el soplo mismo de la vida. Sin abrir los ojos se lo metió
en la boca y empezó a masticarlo muy despacico muy despacico,
mientras todos lo mirábamos en silencio y a media risa. Y comía
remeneando tanto las quijadas y dando tales lengüetazos, que yo
solté la carcajada; y luego el abuelo, y luego el amigo Jerónimo, y
luego el tío, y luego la Gregoria, que entró y era la mujer de
Jerónimo; y luego la Casiana, moza muy coloreada y gordita, que era
una sobrina de Jerónimo que tenían allí recogida.
Cuando
hubo tragado bien el jamón, Lillo abrió ojos y dijo:
—Luis,
volveros al pueblo cuando os cuadre, que yo aquí me quedo hasta el
final de mis días.
La
moza Casiana le puso la fuente de barro casi a la altura de las
barbas a Lillo para que tomase otro trozo, y él, con el tarugo entre
dedos, quedó mirando a la moza con aquel su aire de viejo picaresco
y le dijo:
—Y
además esto… Que aquí me quedo.
Casiana
nos repartió a todos jamón y empezamos a masticarlo como en misa,
porque nadie decía palabra. Yo noté que, de puro sabroso, le hacía
a uno tanta saliva rica en la boca, que no había lugar a hablar, ni
a reír, ni a otra cosa que no fuese concentrarse en aquella ricura
que llenaba toda la boca, y se crecía, y hacía desear que no
acabase nunca.
—¡Coño!
—dijo el abuelo—. ¡Si llego a morirme antes de probar este
jamón!
—Nunca
lo comí igual. Ni vino quiero beber hasta el fin porque no me quite
este gustazo —volvió a decir el abuelo.
—No
ves, Luis, por no hacerme caso y no haber venido antes, lo que te
estabas perdiendo.
—¿Y
cómo lo cura usted? —preguntó el abuelo a Jerónimo.
Jerónimo
sonrió y bajó los ojos.
—No
te molestes, Luis, que no se lo dirá a nadie.
—Se
lo diré a Casiana cuando vaya a morirme. Es el mejor capital que
puedo dejarle.
Y
ella se reía satisfecha con uno de aquellos taruguillos vinosos
entre sus dientes blancos y parejos. Comíamos jamón sin cesar, con
la ayuda del vino, que no hubo forma de dejarlo mucho tiempo en el
olvido.
Llegaron
más hombres que había invitado Jerónimo y cayeron rápidos sobre
el vino y el jamón, que, según decía uno, «era la mejor finca del
pueblo». Se fueron calentando las risas y las palabras, hasta el
extremo de que Lillo contó cosas picarescas que le habían ocurrido
en unas posadas con el abuelo cuando iban por Cuenca y por Soria a
comprar madera. Y con aquellas picardías, las dos mujeres se reían
más, especialmente la moza Casiana, que se ponía las manos en los
ijares y tronchábase. Una vez que bebió vino, con la risa se le fue
la puntería, le cayó el chorrillo por el canal y dio un gritito.
Nos reímos todos de la sagacidad del tintorro, y Lillo aprovechó
para contar otra historia de una posadera que por las noches se
arrimaba a la yacija de un arriero, su huésped, no por amor a él,
sino por beberle de la bota que tenía siempre colgada junto a sí,
llena de un vino de no sé qué partida de viñas de Manzanares, que
son las mejores de la Mancha. Y como el arriero descubrió la
maniobra entre sueños, a la noche siguiente se ató la bota a la
cintura por ver si la posadera se atrevía. Y Lillo dijo que se
atrevió. Las mujeres volvieron a reír tanto, especialmente la moza
que Lillo dijo «que a pesar de haber tanto sol, podría haber
aguas».
Sirvieron
la comida en un mesetón muy grande, que pusieron en la misma cámara,
y menos las mujeres que servían, comimos todos con mucha alegría,
sin olvidar el jamón, que abundaba en fuentes de barro sobre la
mesa, de manera que entre cucharada y cucharada, a manera de
entremés, acuñábamos un taruguillo de aquel jamón, que, según
Lillo, debía ser vitalicio. Hubo gallina en pepitoria, sopa, gorrino
frito y unos melones tan babosos y dulzones, que ni el abuelo ni
Lillo sabían ya de dónde sacar palabras para alabarlos, porque
muchos requiebros se los quedó el jamón, algunos la pepitoria, y
bastanticos el vino, que era del bueno de Moral de Calatrava, según
dijo Jerónimo, que comía con la boina arrumbada en el cogote. Luego
hubo café hecho en puchero, gordo como chocolate; copa de
marrasquino y puro. Y todavía, de repostre, se empeñó en sacar
Jerónimo unas uvas en aguardiente, casi rojo, que nos hicieron
llorar de puro fuertes.
Ya
a manteles vacíos, se sentaron con nosotros las mujeres y dijeron
que cada uno debía decir un brindis, según costumbre de Tirteafuera
en las comidas de varios.
Y
como no hubo más remedio, cada uno dijo unas palabras, menos los de
Tirteafuera, que hablaron en verso, así como las mujeres. Jerónimo
se quedó para el último, y todos le pidieron que recitase el «bota
mía».
Jerónimo,
sin hacerse rogar, tomó entre sus manos la bota casi vacía, que
batimos mientras el aperitivo, y mirándola con mucha tristeza
comenzó a decir:
Bota
mía de mi vida, (Y la abrazó como si
dulcísima
compañera, fuese un niño pequeño.)
a
quien doy toda mi vida, (Y la palpaba casi
mis
sentidos y potencias. llorando, metiendo los
Bota,
ya te vas quedando dedos gordos entre los
como
barriga de vieja: pliegues del cuero.)
floja,
seca y arrugada, (Ahora la alzaba riéndose
sin
sangre ni fortaleza. con los ojos entornados.)
Esto
es mejor que toros, (Y apuró unas gotas con
que
títeres y comedias. desespero. Luego la apretó
El
vino se va a acabar. entre sus manos y acabó tirándola
Ya
murió. Réquiem eterna. sobre la mesa con cara muy triste.)
Jerónimo
nos dio unas como suelas de jamón, para que lo «probasen las
mujeres», pero no consintió en que se viniese la Casiana como
quería Lillo.
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