martes, 29 de septiembre de 2020

El sabbat de Mofflaines. Marcel Schwob.

 A Jean Lorrain.


Colart, señor de Beaufort y caballero, pasó a lo largo del cementerio al volver por la villa de Arras una noche que había bebido muy tarde el hipocrás con miel en el Hotel du Cygne. Allí, a la luz de la luna, que parecía roja porque estaba coronada de niebla, vio a tres jóvenes de vida alegre cogidas de las manos. Mascullaban sutilmente y sonreían de labios para fuera. Ellas le prendieron muy dulcemente por debajo de los brazos, y dos le dijeron que se llamaban Blacminette y Belotte, y la tercera, que era flamenca, sacudió sus rubios cabellos y le habló en su dialecto. Las otras la llamaban Vergensen.
Al acercarse, el caballero de Beaufort vio que daban vueltas alrededor de una losa blanca. Y las tres jóvenes de vida alegre se rieron de él cuando retrocedió, pues derrababan sobre la piedra agua regia de un frasco verde -y la piedra empezó a crepitar como cal viva-. Y en ella arrojaron lagartos destripados, ancas de ranas, hocicos peludos de ratas, patas de aves nocturnas, mineral de arsénico, la snagre negra de un barreño de cobre, tiras de ropa interior sucia, raíces de mandrágora y largas flores que se llaman dedos de muerto. Y, mientras, decían sin cesar: "Jinetes de escobetas, jinetes de escobetas, jinetes de escobetas".
Colart ya no supo en qué lugar del mundo estaba. Pero Belotte, Bancminette y Vergensen lo llevaron hacia un viejo horno de cal que se abría junto al cementerio. Permaneció a la sombra de la puerta blanca, y de allí salió una mujer, sin falda, ni zapatos, ni atavíos; parecía ir vestida únicamente con una larga camisa marcada con anillos lunares, y su rostro estaba cubierto a medias por una caperuza negra. Las tres muchachas aplaudieron, gritando: "Demiselle, Demiselle, Demiselle".
Pero aquella Demiselle llevaba en sus manos una cazuelita de barro y unas varillas de madera. Untó cinco varillas con un ungüento negro que había en la cazuela, y las tres muchachas se las pusieron entre las piernas, cabalgándolas como si fueran un caballo. Y Demiselle mandó hacer lo mismo al caballero de Beaufort. Y con su dedo le untó las palmas de las manos; de repente, Colart se encontró volando por el aire de la noche con las cuatro mujeres. Pues la varilla untada que había entre sus piernas le parecía que fuera un caballo vagabundo de vuelo silencioso, y que de sus manos untadas de ungüento brotaban membranas provistas de garras parecidas a alas.
Cuando volaban pasada la ciudad de Arras, el caballero Colart interrogó a las tres jóvenes. Y ellas le dijeron que iban a ver a su Amo al bosque de Mofllaines que está a una legua en el cmapo. Y Vergensen, sacudiendo la cabeza, siguió riéndose en el aire.
Descendieron en un claro débilmente iluminado. La masas de follaje temblaban. Había una mesa prodigiosamente larga, cuyo extremo se perdía en el bosque, junto a unas altas fuentes. Estaba repleta de carnes rojas, oscuras, y blancas, cuartos de cordero, costillares de buey, piernas de cabrito y cabezas de jabalí. Las aves se amontonaban en pilas, con grasa bajo sus finas pieles, y unas ocas gordas, clavadas en un espetón, colocadas encima de todo. Las salseras estaban llenas hasta el borde de agraz y de caldo claro con almíbar. Las fuentes relucían como la plata y el oro bajo los flantes, los pasteles de crema y las coronas de pasta frita. Las copas altas humeaban, proque estaban rojas de vino templado, y había cántaros de hidromiel rubio y espumoso. Y por toda la mesa, tan lejos como alcanzaba la vista, había mujeres desnudas echadas que hundían sus talones en copas ovaladas, entre la cristalería y los cacharros de madera veteada y esmaltada. Pero en el centro, sentado a medias sobre las mujeres y las carnes, se alzaba un gran perro negro, con las patas separadas y la fauces ensangrentadas, ladrando a la luna.
Y el perro lanzó un ladrido hacia Demiselle, y Colart se quedó temblando entre Belotte y Bancminette, porque Vergensen, quitándose la ropa, se había lanzado hacia la mesa y besado el oscuro hocico del gran perro. Y al caballero le pareció que, a modo de compensanción, el perro mordió a la flamenca en el pecho, dejándole un triángulo rojo como si la hubiera marcado a fuego. Sin embargo, Colart se situó entre Belotte y Blancminette, que le hicieron beber, en un vaso de forma extraña, un licor caliente que tenía sabor a tinta. E inmediatamente después vio que lo que le había parecido un perro negro era un mono verde en cuclillas, con una cola cimbreante, una mandíbula que chasqueaba y dos ojos de fuego. Varios comensales fueron a besarle la pata, y él les clavaba la garra junto a la boca. Allí Colart de Beaufort reconoció a una dama de alta alcurnia de Arras, Jehanne d'Auvergne, y a Huguet Camery, barbero, al que llamaban Padrenuestro, y a Jehan le Fèvre, escribano mayor, junto con otros escribanos más, señores, clérigos y notables de la ciudad, e incluso a un viejo pintor que podía tener setenta años, de barba blanca, Jehan Lavita, a quien conocía bien.
Este viejo pintor parecía ser allí muy apreciado, y los otros lo llamaban abad de Poco-Juicio, y a modo de reverencia él agitaba su capelo a derecha e izquierda. Como era retórico, recitó varias trovas y bellas baladas de vida alegre, y una en alabanza de la Virgen María, a cuyo término se descubrió la cabeza y dijo "¡Que mi amo no se disguste!". Aquello hizo reír a Vergensen, y el mono verde le tiró del pelo por debajo de la caperuza.
El abad de Poco-Juicio se acercó al caballero y lo saludó muy devotamente con el nombre de "hermoso señor", y le dijo que quería llevarle hasta su amo para que le rindiera homenaje, pero le ordenó escupir durante el camino. Y mientras lo seguía, Colart iba pasmado de miedo; pues en el suelo había un largo crucifijo en el que los comensales ponían los pies y que le ordenaron mancillar. Luego llegó ante el mono verde, y allí supo que se había equivocado, al ver que el mono verde era propiamente un macho cabrío de pies hendidos, que en verdad sólo se parecía a un mono por su larga cola. El abad de Poco-Juicio le puso en la mano dos velas encendidas, y le dijo que fuera así, de rodillas, a besar el trasero del machocabrío, que es la forma de rendirle homanje. Y Colart llevaba las dos velas encendidas, mientras los jinetes de la izquierda gritaba: "¡Homenaje, homenaje!", y las amazonas de la derecha: "¡Nuestro Amo, nuestro Amo!". El macho cabrío se volvió y Colart obedeció, pensando que su boca ardía y expulsaba humo.
Y hecho esto, el macho cabrío llamó a las amazonas de la izquierda y a los jinestes de la derecha, y alabó a Colart por su fe; y el abad llevó otros nuevos con dos velas en el puño, que besaron al macho cabrío como lo había hecho el caballero. Luego, entre las mujeres desnudas y el abad que recitaba lays, todos se pusieron a comer y beber. Y de repente se levantó una ráfaga de viento frío y el cielo se volvió gris entre las hojas. Las amazonas y los jinetes se colocaron las escobetas entre las piernas, y Colart volvió a encontrarse volando en el aire de la mañana. Y demiselle fue la primera que desapareció, luego Belotte y Blancminette; pero Vergensen se había quedado con el macho cabrío en el bosque de Mofflaines.
Todas estas cosas, que fueron confesadas por Colart, caballero, señor de Beaufort, ante el obispo de Arras, lo hubieran llevado a sufrir el tormento en sus mazmorras. Porque, antes que él, habían sido entregadas a la justicia seglar Demiselle, Belotte y Blancminette, jóvenes de vida alegre, junto con el abad de Poco-Juicio. Les ciñeron la cabeza con una mitra en la que estaba pintada la figura del diablo en medio de las llamas, y fueron quemados en cadalsos, aunque el abad se había cortado la lengua con un pequeño cuchillo para no responder por su boca durante la tortura. En cuanto a la flamenca de cabellos rubios, que reía cabalgando hacia el sabbat, no puedieron encontrarla, y Colart nunca volvió a verla. Pues el caballero no fue quemado. El duque de Borgoña envió desde Bruselas a su heraldo favorito, Toisón de Oro, para oír su confesión. Colart de Beaufort fue coronado con la mitra en que estaba pintada la figura del diablo y encerrado durante siete años, a pan y agua, en una de las prisiones del obispo de Arras que se llamba el Bonnel.


El rey de la máscara de oro, 1892.
Imagen: Aquelarre, de Francisco de Goya, 1797-1798.

No hay comentarios:

Publicar un comentario