jueves, 17 de septiembre de 2020

¡Casita, no ardas! ¡Casita, no ardas! Svetlana Alexiévich.

Nina Rachítskaia, siete años
Actualmente es operaria

En ocasiones todo regresa… Terriblemente nítido.
Los alemanes llegaron en sus motocicletas… Cada uno tenía un cubo y hacían mucho ruido con esos cubos. Nos escondimos… Yo tenía dos hermanitos pequeños, uno de cuatro añitos y otro de dos. Nos escondimos los tres debajo de la cama y no salimos de allí en todo el día.
Una de las cosas que más me asombraba era que el joven oficial alemán que se instaló en nuestra casa llevara gafas. Yo estaba convencida que solo los maestros llevaban gafas. Él y su ordenanza ocupaban una parte de la casa, nosotros la otra. Mi hermano pequeño, el más pequeñito, cogió un resfriado y tosía mucho. Tenía mucha fiebre, estaba ardiendo, pasó la noche llorando. Por la mañana, el oficial se acercó a nuestra parte de la casa y le dijo a mi madre que si el Kind seguía llorando, si no le dejaba dormir por la noche, él lo «pam, pam», y se señaló la pistola. De noche, en cuanto mi hermano empezaba a toser o a llorar, mamá lo agarraba, lo arropaba bien con la manta y corría afuera, y allí lo mecía hasta que se dormía o se calmaba. «Pam, pam»…
Nos lo quitaron todo, pasábamos hambre. No nos dejaban entrar en la cocina, allí cocinaban para ellos. Mi hermano el pequeñín sintió el olor y gateó tras él. Los alemanes hacían sopa de garbanzos todos los días; esa sopa huele mucho. Al cabo de un minuto oímos el grito de mi hermano, un chillido tremendo. Le tiraron por encima agua hirviendo porque les había pedido comida. Era tan pequeño que le pedía a mamá: «Cocinamos a mi patito». Aquel patito era su juguete favorito, antes no dejaba que nadie lo tocara. Dormía con él.
Nuestras conversaciones de niños…
Nos sentábamos y discutíamos: «Si cazamos un ratón (durante la guerra se propagaron, tanto en casa como en el campo), ¿nos lo podemos comer? ¿Los pájaros carboneros se pueden comer? ¿Y las urracas? ¿Por qué mamá no hace una sopa de escarabajos bien grandes?».
No dejábamos que las patatas creciesen, hundíamos las manos en la tierra y comprobábamos: ¿era grande o pequeña? Todo crecía muy despacio: el maíz, los girasoles…
El último día… Antes de la retirada, los alemanes incendiaron nuestra casa. Mamá estaba en la calle, miraba el fuego y no se le escapó ni una lágrima. Nosotros tres corríamos alrededor y gritábamos: «¡Casita, no ardas! ¡Casita, no ardas!». No nos dio tiempo de salvar nada, solo pude coger mi libro del abecedario.[6] Me pasé toda la guerra cuidándolo, protegiéndolo. Dormía con él, lo dejaba debajo de la almohada. Tenía muchas ganas de estudiar. Más tarde, cuando empecé el primer curso en 1944, el único abecedario que había era el mío. Un libro para trece niños. Para toda la clase.
Recuerdo el primer concierto de posguerra en la escuela. Cómo cantaban, cómo bailaban… Por poco me quedo sin manos. Aplaudía sin parar. Estaba contentísima hasta que un niño salió al escenario y recitó un poema. Lo recitó en voz alta; el poema era largo, pero yo solo oí una palabra: «guerra». Miré a mi alrededor: todos escuchaban tranquilamente. Yo me asusté: «¿Acaba de terminar la guerra y ya ha empezado otra vez?». No fui capaz de volver a oír esa palabra. Me levanté de un brinco y corrí hasta casa. Encontré a mi madre en la cocina: ah, vale, o sea, que no había guerra. Volví corriendo a la escuela. Al concierto. A aplaudir.
Nuestro padre no volvió de la guerra; a mamá le enviaron un papelito que decía que nuestro padre había desaparecido en combate. Mamá se fue a trabajar, nos sentamos los tres y nos pusimos a llorar porque no teníamos a papá. Pusimos la casa patas arriba, buscábamos el papelito ese que hablaba de papá. Pensábamos: «En el papelito no dice que papá ha muerto, dice que ha desaparecido». Así que romperíamos el papelito y papá aparecería otra vez. No encontramos el papelito. Nuestra madre volvió del trabajo y no lograba entender por qué de pronto había tanto desorden en casa. Me preguntó: «¿Qué habéis hecho?». Mi hermano pequeño respondió por mí: «Estábamos buscando a papá…».
Antes de la guerra me encantaban los cuentos que contaba papá, sabía muchos cuentos y sabía cantarlos. Después de la guerra ya no me apetecía leer cuentos…
 
Últimos testigos. Los niños de la II Guerra Mundial. 1985.

No hay comentarios:

Publicar un comentario