Sonaron tres timbrazos cortos y uno largo. Era la señal, y me
levanté con disgusto y con un poco de miedo; podían ser ellos o no
ser, podría tratarse de una trampa, a estas malditas horas de la
noche. Abrí la puerta esperando cualquier cosa menos encontrarme
cara a cara nada menos que con él, finalmente.
Entró bien rápido
y echó los cerrojos antes de abrazarme. Una actitud muy de él, él
el prudente, el que antes que nada cuidaba su retaguardia -la
nuestra-.
Después me tomó en
sus brazos sin decir una palabra, sin siquiera apretarme demasiado
pero dejando que toda la emoción del reencuentro se le desbordara,
diciéndome tantas cosas con el simple hecho de tenerme apretada
entre sus brazos y de irme besando lentamente. Creo que nunca les
había tenido demasiada confianza a las palabras y allí estaba tan
silencioso como siempre, transmitiéndome cosas en formas de
caricias.
Y por fin un
respiro, un apartarnos algo para mirarnos de cuerpo entero y no ojo
contra ojo, desdoblados. Y pude decirle Hola casi sin sorpresa a
pesar de todos esos meses sin saber nada de él, y pude decirle: te
hacía peleando en el norte
te hacía preso
te hacía en la
clandestinidad
te hacía torturado
y muerto
te hacía teorizando
revolución en otro país.
Una forma como
cualquiera de decirle que lo hacía, que no había dejado de pensar
en él ni me había sentido traicionada. Y él, tan endemoniadamente
precavido siempre, tan señor de sus actos:
-Silencio, chiquita
¿de qué sirve saber en qué anduve? Ni siquiera te conviene.
Sacó entonces a
relucir sus tesoros, unos quizás indicios que yo no supe interpretar
en ese momento. A saber, una botella de cachaça y un disco de Gal
Costa.
¿Qué habría
estado haciendo en Brasil? ¿Cuáles serían los próximos proyectos?
¿Qué lo habría traído de vuelta a jugarse la vida sabiendo que lo
estaban buscando?
Después dejé de
interrogarme (silencio, chiquita, me diría él). Vení, chiquita, me
estaba diciendo, y yo opté por dejarme sumergir en la felicidad de
haberlo recuperado, tratando de no inquietarme. ¿Qué sería de
nosotros mañana, en los días siguientes?
La cachaça es un
buen trago, baja y sube y recorre los caminos que debe recorrer y se
aloja para dar calor donde más se la espera. Gal Costa canta cálido,
con su voz nos envuelve y nos acuna y un poquito bailando y un
poquito flotando llegamos a la cama y ya acostados nos seguimos
mirando muy adentro, seguimos acariciándonos sin decidirnos tan
pronto a abandonarnos a la pura sensación. Seguimos reconociéndonos,
reencontrándonos.
Beto, lo miro y le
digo y sé que ése no es su verdadero nombre pero es el único que
le puedo pronunciar en voz alta.
Él contesta:
-Un día lo
lograremos, chiquita. Ahora prefiero no hablar.
Mejor. Que no se
ponga él a hablar de lo que algún día lograremos y rompa la
maravilla de lo que estamos a punto de lograr ahora, nosotros dos,
solitos.
"A noite eu so
teu cavallo", canta de golpe Gal Costa desde el tocadiscos.
-De noche soy tu
caballo -traduzco despacito. Y como para envolverlo en magias y no
dejarlo pensar en lo otro:
-Es un canto de
santo, como en la macumba. Una persona en trance dice que es el
caballo del espíritu que la posee, es su montura.
Así, así, y sólo
de eso se trata.
Fue tan lento,
profundo, reiterado, tan cargado de afecto que acabamos agotados. Me
dormí teniéndolo a él todavía encima.
De noche soy tu
caballo...
...campanilla de
mierda del teléfono que me fue extrayendo por oleadas de un pozo muy
denso. Con gran esfuerzo para despertarme fui a atender pensando que
podría ser Beto, claro, que no estaba más a mi lado, claro,
siguiendo su inveterada costumbre de escaparse mientras duermo y sin
dar su paradero. Para protegerme, dice.
Desde la otra punta
del hilo una voz que pensé podría ser la de Andrés -del que
llamamos Andrés- empezó a decirme:
-Lo encontraron a
Beto, muerto. Flotando en el río cerca de la otra orilla. Parece que
lo tiraron vivo desde un helicóptero. Está muy hinchado y
descompuesto después de seis días en el agua, pero casi seguro es
él.
-¡No, no puede ser
Beto! -grité con imprudencia. Y de golpe esa voz como de Andrés se
me hizo tan impersonal, ajena:
-¿Te parece?
-¿Quién habla? -se
me ocurrió preguntar sólo entonces. Pero en ese momento colgaron.
¿Diez, quince
minutos? ¿Cuánto tiempo me habré quedado mirando el teléfono como
estúpida hasta que cayó la policía? No me la esperaba pero claro,
sí, ¿cómo podía no esperármela? Las manos de ellos
toqueteándome, sus voces insultándome, amenazándome, la casa
registrada, dada vuelta. Pero yo ya sabía ¿qué me importaba
entonces que se pusieran a romper lo rompible y a desmantelar
cajones?
No encontrarían
nada. Mi única, verdadera posesión era un sueño y a uno no se lo
despoja así nomás de un sueño. Mi sueño de la noche anterior en
el que Beto estaba allí conmigo y nos amábamos. Lo había soñado,
soñado todo, estaba profundamente convencida de haberlo soñado con
lujo de detalles y hasta en colores.
Y los sueños no
conciernen a la policía.
Ellos quieren
realidades, quieren hechos fehacientes de esos que yo no tengo ni
para empezar a darles.
Dónde está, vos lo
viste, estuvo acá con vos, dónde se metió. Cantá, si no te va a
pesar. Cantá, miserable, sabemos que vino a verte, dónde anda. Está
en la ciudad, vos lo viste, confesá, cantá, sabemos que vino a
buscarte.
Hace meses que no sé
nada de él, lo perdí, me abandonó, no sé nada de él desde hace
meses, se me escapó, se metió bajo tierra, qué sé yo, se fue con
otra, está en otro país, qué sé yo, me abandonó, lo odio, no sé
nada. (Y quémenme nomás con cigarrillos, y patéenme todo lo que
quieran, y amenacen, nomás, y arránquenme las uñas y hagan lo que
quieran. ¿Voy a inventar por eso? ¿Voy a decirles que estuvo acá
cuando hace mil años que se me fue para siempre?).
No voy a andar
contándoles mis sueños, ¿eso qué importa? Al llamado Beto hace
más de seis meses que no lo veo, y yo lo amaba. Desapareció, el
hombre. Sólo me encuentro con él en sueños y son muy malos sueños
que suelen transformarse en pesadillas.
Beto, ya lo sabés,
Beto, si es cierto que te han matado o donde andes, de noche soy tu
caballo y podés venir a visitarme cuando quieras aunque yo esté
entre rejas. Beto, en la cárcel sé muy bien que te soñé aquella
noche, sólo fue un sueño. Y si ustedes encuentran en mi casa un
disco de Gal Costa y una botella de cachaça casi vacía, por favor
no se preocupen: decreté que no existen.
Cambio de armas, 1982.
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