Son unos pájaros de expresión triste. Su plumaje es negro, tienen
las patas y el pico de un vistoso color rojo y la cara como si
llevaran una máscara blanca. Los islandeses los llaman lundis.
Los ingleses, puffins. En español se les conoce como
frailecillos. Emigran a finales de abril, y realizan un alto
en su camino en una isla perdida en mitad del Atlántico Norte por la
que atraviesa el Círculo Polar Ártico, llamada Grimsey. De la noche
a la mañana, los solitarios acantilados de ese lugar remoto se
pueblan de miles de pájaros tristes. Permanecen allí alrededor de
tres meses, el tiempo suficiente para que los polluelos nazcan y
aprendan a volar. Levantan el vuelo durante la última quincena de
agosto, dicen que nunca más tarde del día veinte. Dejan tras de sí
la negra desnudez de los acantilados huérfanos y un vaticinio de
catástrofe en el aire.
En lugares como
Grimsey, la llegada del invierno siempre es una catástrofe.
Llegué a la isla un
diecinueve de agosto, con la cámara al hombro y una consigna de mi
redactor jefe:
—Atrapa a esos
bichos justo en el momento en que se larguen y habrás sido el
primero.
Alguno de mis
compañeros me compadeció por tener que viajar a un lugar como
aquél. Yo, en cambio, bendije mi suerte. Grimsey era el destino
ideal para alguien que desea olvidar todo cuanto le rodea. En las
últimas semanas, había llegado al límite de mi aguante, tanto
físico como moral. La muerte de mi hermana, tan precipitada, tan
injusta, sin tiempo ni para el último adiós, había sido lo peor
que me había ocurrido. Luego estaban las rarezas de Susana, sus
silencios, todo aquello tan intangible que iba mal entre nosotros.
Por si fuera poco, tenía que soportar el ambiente enrarecido de la
redacción a raíz de los rumores de compra por parte del gigante
editorial, las sospechas de que se estaban orquestando despidos en
masa: «Hay dos maneras de vender una empresa: o la aligeras echando
primero a los que más cobran o los que llegan se encargan de purgar
la plantilla. Ya veremos qué modalidad eligen», dijo el redactor
jefe. Todo el mundo estaba muy preocupado. Pero yo tenía otros
quebraderos de cabeza.
Puede que Grimsey no
fuera el destino ideal para unas vacaciones, pero era una oportunidad
de alejarme de mi vida por unos días.
Contraté el viaje
por Internet en una agencia de Akureyri, la capital islandesa del
Norte. «Pasaré un día antes para recoger toda la documentación»,
escribí. Poco después recibí un mensaje muy amable:
Estimado señor
Arcos:
El propietario de
la única casa de huéspedes de Grimsey nos comunica que va a estar
ausente a su llegada a la isla. A pesar de ello, dejará preparado
todo lo necesario para que su estancia sea lo más placentera
posible.
«Por mí pueden
largarse todos menos los lundis», me dije, antes de responder a la
mujer de un modo más diplomático.
Volé hacia Islandia
un sábado. Aproveché el fin de semana para conocer la sofisticada
marcha nocturna de Reykjavik. El lunes a primera hora, acompañado
por el tremendo dolor de cabeza de la resaca, recordé que había
tenido la oportunidad de compartir mi cama con una rubia preciosa con
nombre de valquiria y que la había desdeñado por culpa de algunos
prejuicios, todos ellos relacionados con Susana, y me maldije por ser
tan sentimental y tan gilipollas.
Mi vuelo con destino
a Akureyri salió puntual, como todo en Islandia. Recuerdo que al
aterrizar me dije: «Este lugar queda muy bien en las fotos de las
guías, pero vivir aquí tiene que ser un infierno». Nada más
llegar al pequeño aeropuerto me dirigí al mostrador de Icelandair y
facilité mi nombre a una azafata sonriente.
—Aquí tiene su
tarjeta de embarque, señor —me dijo, a la vez que me entregaba un
pedazo de papel.
Consulté mi reloj:
me daba tiempo de sobra de tomar un par de cafés bien cargados
mientras esperaba la salida del avión. No había hecho más que
ponerme en la cola de la cafetería cuando la azafata se acercó a mí
para anunciarme que mi vuelo estaba embarcando.
—Pero si aún
falta... —repliqué.
—Lo sé —me
interrumpió ella— pero hoy no esperamos más pasajeros y mejor
ganamos tiempo.
La noche anterior
había tenido la oportunidad de aprender que bajo esas mejillas
sonrosadas de querubín las mujeres de la isla escondían auténticas
vikingas dispuestas a beber hasta no tenerse en pie. La nostalgia me
corroyó por dentro como uno de esos aguardientes caseros cuando
pensé en lo que me diría mi hermana si conociera el actual estado
de cosas:
—Siempre serás un
blandiblú, grandullón, luego no te extrañes de que la primera de
turno te deje la vida hecha un yogur.
Continué mi
peregrinaje hacia el mostrador, donde la misma señorita rubia se
apoderó del papel que acababa de entregarme sin que su sonrisa se
marchitara un ápice y luego señaló hacia la única puerta y dijo:
—Que tenga un
feliz vuelo, señor.
A unos pocos metros
de donde estábamos, una avioneta esperaba con los motores en marcha.
Me llamó la atención que no hubiera ninguna otra azafata en lo alto
de la escalerilla, recibiendo a los pasajeros con esa amabilidad
fingida que caracteriza a los auxiliares de vuelo. Lo achaqué a la
brevedad del trayecto.
«Si siempre van tan
vacíos, no me extraña que necesiten ahorrar en personal», me dije,
al comprobar que no había más pasajero que yo.
Me habían dicho que
no es difícil ver ballenas en aquellas latitudes, de modo que pasé
todo el viaje concentrado en la observación de la cambiante
superficie del océano. Ya estábamos llegando cuando distinguí una
mancha parduzca bajo las olas. Fue tan pasajera que bien podría
haber sido una ilusión. Un cetáceo, sí. O tal vez un fantasma.
Apenas una décima
de segundo después distinguí bajo mis pies el cabo de Kross,
adornado con el pequeño faro de color naranja orgullosamente erguido
sobre los acantilados de basalto.
En el aeropuerto me
aguardaba una diminuta terminal, custodiada por una torre de control
que parecía extraída de un juego de construcción infantil. Apenas
unos metros más allá, se levantaba la fachada amarillenta de la
única casa de huéspedes de la isla, el Guesthouse Basar, mi hogar
durante los próximos días.
Soplaban rachas de
un viento helado y caía una llovizna pertinaz. Las primeras
impresiones de la isla fueron sensoriales: el olor a salitre que
traía el aire y los chillidos de las golondrinas árticas, unos
pájaros pequeños, de color blanco, con fama de agresivos. «Hágase
con un palo para defenderse de ellos», me había dicho la encargada
de la agencia de viajes de Akureyri cuando pasé a recoger mis
reservas. La escasa distancia que me separaba del hostal me bastó
para darme cuenta de que las golondrinas no son un ejemplo de
hospitalidad, pero tal vez fuera exagerado intentar defenderse de
ellas a bastonazos. Por el momento, se limitaban a revolotear a mi
alrededor chillando como si tuvieran algo terrible que comunicarme.
En eso, pensé, se parecían mucho a mi redactor jefe.
La soledad del lugar
intimidaba. No vi a nadie en el destartalado aeropuerto. Ni siquiera
uno de esos miembros del personal de tierra que suele guiar al piloto
en sus maniobras. Tuve la necesidad de despedirme de alguien, pero
cuando volví la cabeza para hacerlo descubrí que la cabina estaba
protegida por esos cristales espejados que no permiten ver desde
fuera lo que ocurre dentro. Me limité a agitar la mano en señal de
despedida, a cargarme la mochila a la espalda y a echar a andar hacia
el hostal.
EI Guesthouse Basar
era el único edificio de dos plantas de toda la isla. En la de abajo
estaban las amplias dependencias de un hogar común y corriente, que
sólo se diferenciaba de cualquier otro en la pequeña tienda de
recuerdos que ocupaba parte del recibidor. Por lo demás, todo
parecía dispuesto como si los propietarios de la casa se hubieran
visto obligados a huir a toda plisa: había un par de muñecas
desvanecidas en mitad del pasillo, ropa sucia dentro de la lavadora y
en la nevera, vituallas como para un regimiento, alguna de ellas a
medio consumir.
—¡Hola! —saludé,
nada más entrar.
Descubrí a un lado
de la puerta un pequeño zapatero en el que se amontonaban tres pares
de botas de montañero. Eran de tamaños diferentes, y bien podrían
ser de otros huéspedes. Sin embargo, el frío y la ausencia de
sonidos no dejaban lugar a dudas respecto a la soledad en que me
encontraba. El silencio era denso y cortante, de esa naturaleza
distinta que sólo conoce la quietud de los lugares vacíos.
Me sentí ridículo
al repetir el saludo mientras pasaba a la cocina. Observé que había
una ventana junto al fregadero y que desde allí se podía disfrutar
de una hermosa vista del prado y del océano. No era posible oír el
mar a tanta distancia, pero los chillidos de los pájaros se
escuchaban con toda nitidez.
Al dejar mi mochila
sobre el mostrador de la cocina reparé en un pedazo de papel. Era
una página arrancada de una vieja agenda. Correspondía a un
veintitrés de junio que cayó en jueves. Estaba escrita con letra
picuda en un inglés plagado de faltas de ortografía. Decía así:
Hi Friend!
Hop your stay
will be a good one. Help yaur self to all that ther is in the frids
and kabbords. Plis wride in the guest book. Best regards, S.
Decidí salir a dar
una vuelta, aprovechando que había dejado de lloviznar. Quería
comprobar que el único restaurante de la isla, el Krian, se
encontraba abierto. Con un poco de suerte podría cenar allí
mientras mantenía una charla amigable con la propietaria.
Tomé el único
camino posible: uno de negros guijarros prensados que discurría
junto a los acantilados. A lo lejos se distinguían algunas
construcciones modestas, apenas dos docenas de casas: la aldea de
Langavik. Paseé con calma, seducido por la belleza de un paisaje que
no debía de haber variado mucho desde el primer día de la creación.
Las olas batían con fuerza y en las calas de agua oscura algunas
aves enseñaban a nadar a sus polluelos. Las golondrinas árticas me
ofrecieron su ruidosa compañía mientras vagabundeaba y tomaba
fotografías de los primeros lundis que veía en mi vida. Se
apelotonaban en las paredes rocosas, ofreciendo un espectáculo único
sin más público que el atardecer y las rocallas. Su expresión de
tristeza ensimismada parecía elegida a propósito para aquel
escenario.
Decidí conocer el
lado Este de la isla, al que no llegaba camino alguno. Avancé con
dificultades entre unos pastos demasiado crecidos que el viento había
despeinado en todas direcciones. Jadeando, llegué hasta los
acantilados de Sjalandsbjarg, los más altos del lugar. Tomé
fotografías durante un buen rato, extasiado con la majestuosidad del
entorno. Traté de imaginar la ferocidad de las rocas en pleno
invierno, o en mitad de una tormenta.
«Este sitio es una
endiablada casualidad —recuerdo que pensé—, un puto capricho de
la geografía».
En efecto, apenas
medio centenar de kilómetros más al norte, Grimsey no sería más
que una porción de tierra muerta en mitad de un mar glacial. Los
lugareños lo saben, y ésa es la secreta razón de su amor por los
lundis. Los pájaros son la excusa que precisan para permanecer aquí:
su confirmación de que no están locos.
Tomé más de dos
centenares de instantáneas. Cuando decidí regresar el frío me
había dejado sin sensibilidad en las manos. Después de atravesar de
nuevo el prado hasta dar con el camino, me encontré con el puñado
de casas de la aldea, extendidas ante mis ojos. Frente a cada una de
ellas se veía un vehículo aparcado.
«Tal vez la gente
no se atreve a salir de casa con este tiempo», me dije.
A la derecha, tras
descender una cuesta, tropecé con una edificación de madera. Un
vistazo al interior me bastó para saber que se trataba del único
supermercado de la isla. Los fluorescentes estaban encendidos y todo
parecía en normal funcionamiento, pero no había nadie tras el
mostrador. Como si el propietario hubiera tenido que salir a atender
una urgencia. En una radio sonaba City of Dreams, de Talking Heads:
We live in the
city of dreams
We drive on the
highway of fire
Should we awake
And find it gone
Remember this,
our favourite town.
Saludé. Como
empezaba a ser costumbre, sólo me respondió el silencio.
Tenía demasiado
frío para esperar. Me hice con un paquete de café, dejé quinientas
coronas junto a la caja y salí de nuevo a la intemperie.
El restaurante
ocupaba el local contiguo. Eran las ocho y media: me pareció una
hora perfecta para cenar.
En el interior
reinaba un ambiente tibio y agradable. Las paredes estaban forradas
por láminas de madera y a un lado se abrían tres ventanales desde
donde se divisaba el puerto. Había un impermeable en el perchero
junto a la puerta y una vela encendida a medio consumir sobre cada
una de las mesas. Todo parecía dispuesto para recibir clientes.
Me senté a una mesa
y observé el puerto. No pude evitar pensar lo mucho que deseaba ver
a alguien, entablar una conversación. En los muelles, los barcos se
movían como si fueran ingrávidos.
Llevaba allí un
buen rato cuando reparé en un caldero sobre el mostrador. Era de
esos grandes, que suelen utilizarse para preservar el calor de su
contenido. A su lado aguardaba una pila de platos y un cartel que
rezaba:
SOPA DEL DÍA
SÍRVASE USTED MISMO
GRACIAS
La sopa del día era
crema de espárragos. Mientras me servía una generosa ración, eché
un vistazo a la cocina. Todo estaba en reposo. Había un vaso de agua
junto a los fogones. En su interior, un cubito de hielo flotaba a la
deriva.
Además de la sopa,
tomé de la nevera un par de cervezas Viking. Mientras buscaba el
abridor pensé qué le diría a alguien que entrara en ese preciso
instante. Pero no entró nadie.
El café también
aguardaba sobre el mostrador, en otro termo. Las tazas y las
cucharillas estaban junto a la sopera. Me serví una buena dosis de
café solo y me la tomé con calma, de pie junto al ventanal. Cuando
hube terminado, dejé un billete de dos mil coronas sobre el mantel y
me despedí hasta el día siguiente de los barcos sin alma.
Las noches de verano
son muy cortas en Islandia. A las tres de la mañana, las golondrinas
árticas se encargaron de anunciarme la llegada del amanecer. A pesar
de que era una hora intempestiva y de que hacía poco que me había
metido en la cama, decidí levantarme. Pensé que una píldora para
dormir me haría bien. Pero al mirar por la ventana de la cocina
descubrí algunos lundis en el cielo. Cuando observé mejor me di
cuenta de que los había a centenares, por todas partes. Mis modelos
se disponían a marcharse, un día antes de lo previsto. Me puse los
vaqueros, agarré la cámara y salí a cumplir la misión que se me
había encomendado.
Hice buenas fotos,
al precio de quedar calado hasta los huesos. Tras tres horas
observando el éxodo de aquellos bichos, sólo una ducha muy caliente
podía curarme del frío. Del cansancio me repuse con dos píldoras y
casi veinte horas de sueño. Dormí como no lo había hecho desde
hacía muchos años, como un niño, como alguien que ha logrado
olvidar todos sus problemas. O como alguien a quien de pronto han
extirpado la conciencia.
Desperté al día
siguiente, muy temprano. Hacía un tiempo de perros. Lo primero que
hice fue llamar a la agencia de viajes de Akureyri para reservar una
plaza en la avioneta de la tarde. Me emocionó volver a escuchar una
voz humana. Luego salí a dar mi último paseo por la isla, con la
esperanza de tropezar con alguien de quien poder despedirme.
La violenta lluvia y
el viento racheado hacían casi imposible caminar. A pesar de todo,
me dirigí a la aldea. El restaurante continuaba vacío, lo mismo que
el supermercado. Tampoco había nadie en el lugar que se anunciaba,
ampulosamente, como Gallery, y que no era más que una tienda
atiborrada de artesanías locales.
El puerto seguía
poblado de barcos silentes.
«Tal vez ha
ocurrido algo y todos se han marchado a toda prisa», aventuré,
antes de atreverme a llamar al timbre de una vivienda. A la entrada,
se veía un todoterreno que parecía caro. Las cortinas de todas las
ventanas estaban corridas y eran lo bastante opacas como para ocultar
el interior de la casa. Permanecí allí durante un buen rato.
Aguardé hasta que comencé a sentirme ridículo.
«Es obvio que aquí
no hay nadie», me dije.
La última
oportunidad esperaba en el restaurante. De nuevo me enfrenté a un
lugar desierto. Ahora las velas de cada una de las mesas estaban
apagadas. Desde el ventanal se veía el transbordador a punto de
zarpar. Nadie subió ni bajó de él, pero cuando llegó el momento
se hizo a la mar. Lo miré hasta que se perdió de mi vista, mientras
un sentimiento extraño anidaba dentro de mí.
Creo que por primera
vez comprendí a las golondrinas árticas.
Aprovechando un rato
en que la lluvia me concedió una tregua, resolví caminar hasta el
faro. Se encontraba en un peñasco negro en el lado más meridional
de la isla, un lugar imponente expuesto al vendaval y al océano.
Tardé en llegar unos cuarenta minutos, durante los cuales no dejé
de sentirme amenazado —por los nubarrones, por los pájaros, por la
soledad, por el extenuante silencio...— aunque cuando alcancé el
extremo me di cuenta de que había merecido la pena. Desde allí se
divisaba un paisaje grandioso, que contrastaba con la pequeñez y el
color infantil del vigía de piedra.
Me encaramé al
precipicio para tomar una fotografía de los acantilados basálticos.
Permanecí allí unos pocos segundos, seducido por la altura y el
vértigo. Pensé que nadie podría sobrevivir a una caída desde
aquel lugar. Y en ese mismo momento, recuerdo haber sentido cómo una
racha de viento me empujaba violentamente. Fue absurdo. El vendaval
me golpeó la espalda como lo habrían hecho un par de brazos
fuertes, y logró desplazarme hacia adelante. Mantuve el equilibrio,
aún no sé cómo, después de un traspié. Con el corazón
desbocado, tomé la decisión de regresar. No me volteé a mirar lo
que quedaba en la roca frente al precipicio.
Durante el camino,
la lluvia reapareció con más virulencia. La diminuta iglesia del
pueblo, rodeada por su verde jardín plagado de tumbas, se me
presentó como el único refugio posible. No tuve que pensarlo.
Recorrí el sendero de piedra a grandes zancadas, deseando que la
puerta estuviera abierta. Dentro aguardaba un pequeño vestíbulo, en
el que una luz mortecina extendía un halo de claridad sobre el libro
de visitas, custodiado por un pingüino en cuya tripa alguien había
escrito:
DONACIONES GRACIAS
Mientras oía
golpear la lluvia contra la techumbre de madera me entretuve en
hojear el libro, que era de buen tamaño y de páginas gruesas de
color ahuesado. En él habían estampado su firma personas
procedentes de lugares muy distantes entre sí. Había coreanos,
ingleses, estadounidenses, italianos, rusos y algún que otro
español. Al detenerme en la última página no pasé por alto una
incoherencia: los últimos dos nombres que aparecían en el libro
pertenecían a dos mujeres italianas, «Alessia e Mattia». Bajo sus
rúbricas, las visitantes habían escrito la fecha, como todos los
demás. «19 de agosto de 2007», leí. El día en que estábamos.
No podía ser. A
todas luces se trataba de un error. No había ningún otro turista en
la isla y, de haberlo habido, nos habríamos encontrado en alguna
parte. Me deshice de la incómoda idea con una explicación lógica:
«Es normal que la gente se equivoque de fecha, todo el mundo pierde
la noción del tiempo cuando está de vacaciones».
Esperé a que
amainara un poco antes de atreverme a salir de la iglesia. Durante el
rato que permanecí allí me senté en uno de los bancos, en un
silencio tan puro que daba ganas de chillar, como hacían las
golondrinas árticas. Me fijé en que el órgano estaba abierto y
tenía la partitura preparada, como si de un momento a otro fuera a
aparecer el organista. Aunque también podía tratarse de una
escenografía para turistas. Después de todo, aquel lugar era el más
visitado de la isla. Pero, poco a poco me di cuenta de los
inquietantes pequeños detalles. Centenares de moscas muertas y
resecas en el borde de la ventana. Una Biblia abierta y cubierta de
polvo. Una pila de misales a punto de desmoronarse...
Al salir, atravesé
las tumbas del pequeño cementerio sin reparar en los nombres de
quienes estaban allí. No me interesaba. Sólo quería llegar al
aeropuerto. Sentarme en un banco. Esperar la llegada de mi avioneta.
Marcharme de una vez. Ponerme a salvo.
No quise verla, pero
la vi. Tras la ventana de la casa más próxima. Era una figura
humana. Parecía una mujer con un batín de seda. Llevaba algo en la
mano, tal vez una humeante taza de café. Puede que me hiciera señas,
pero la tormenta me impidió distinguir ese detalle con claridad.
Levanté la mano, emocionado, mientras corría hacia ella. Sólo
cuando estuve muy cerca pude comprobar que no era una persona, sino
una burda ilustración adherida a la parte interior del cristal.
Representaba a un arlequín de cara compungida, que llevaba una rosa
en la mano. Una lágrima violeta resbalaba por sus pálidas mejillas.
Hizo mella en mi ánimo con la crueldad de una burla que no puedes
desmentir porque sabes cierta.
No pasé por el
hostal a recoger mis cosas. Al fin y al cabo, llevaba mi
documentación y la cámara, poco importaban un par de mudas y mi
cepillo de dientes. Me dirigí directamente al aeropuerto. La
avioneta, como todo allí, fue puntual. Esta vez no me extrañó no
ver al piloto, ni que ninguna azafata me diera la bienvenida a bordo.
Como había imaginado, nadie llegó en aquel vuelo ni ningún otro
pasajero subió al avión conmigo. Ocupé mi asiento y me abroché el
cinturón de seguridad. Apenas cinco minutos más tarde, los motores
se encendían de nuevo y la voz metálica daba instrucciones. Pensé
que esta vez no tenía ningún interés en buscar ballenas en el
océano, porque lo único que me apetecía de verdad era cerrar los
ojos y no abrirlos de nuevo hasta haber llegado a nuestro destino.
Tardé demasiado en
hacerlo.
De pronto distinguí
a alguien bajo la espesa capa de agua que estaba cayendo. Un ser
humano, una chiquilla. Estaba seguro de que esta vez no se trataba de
un espejismo. No debía de tener más de doce años. Vestía un
abrigo rojo y un gorro para la lluvia. Apenas se le veía la cara, de
la que sobresalían un par de mejillas rubicundas y una guedeja de
cabello muy rubio. Si no fuera una locura me atrevería a afirmar que
se parecía a mi hermana cuando tenía esa edad.
La estuve mirando,
como hipnotizado, hasta que la perdí de vista. Estaba junto a la
pista de despegue, empapada, mirándome fijamente con sus hermosos
ojos y sonriendo como si al mismo tiempo se alegrara y se apenara de
verme. Agitaba la mano en el aire con lentitud de funambulista.
Y así continuó
hasta que no pude distinguirla: agitando la mano. Despidiéndose,
sonriendo.
Despidiéndose y
sonriendo.
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