Por tu recuerdo que nada en el océano
de la imprecisión.
Ven
a mi lado, le dije, pero no me escuchó. El círculo se cerraba
lentamente: la puerta se abría y él salía por ella; la espalda
ancha, orgullosa, el pelo negro cobijado por la chaqueta, la sonrisa
yéndose con su cuerpo tan alto y tan solo.
Ven
a mi lado. Pero él ya no estaba, quizás nunca estuvo como yo quería
que estuviera: repleto de amor, con los ojos verdes de deseo, cerca
de mí, siamés, gemelo de sangre y huesos.
Ven
a mi lado. Y el silencio se parte en dos como una sandía madura. Me
atosigo de él, elaborando la mejor manera para no llorar y quebrar
este equilibrio precario e infame. Entonces, el recuerdo de sus manos
me alegra. No es una alegría rotunda, sino una que pide
explicaciones y una caricia extra en el punto más frágil de mis
caderas.
Ven
a mi lado. Mi corazón late, eso es lo peor. Estoy viva y respiro. Él
ya no está y camino de un lado a otro: loba hambrienta, leona de
praderas amarillas, mujer extasiada del ritual del cuerpo expectante.
Mujer, una extrañeza por donde la miren, lo incomprensible dotado de
pezones siempre erectos. Por ahí su lengua se arrastró, única en
su soledad de caracol. Caminó el doblez con rebeldía: no quería
irse de ese lugar, iba y venía por la piel sabrosa la lengua loca.
Hasta que desapareció y todo fue una larga lista de palabras.
Ven
a mi lado. Ven, aunque no estés, rogué. Pero ya era tarde para
milagros.
Del blog de la autora: Ojo travieso.
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