martes, 27 de julio de 2021

Tenían la piel oscura y los ojos dorados. Ray Bradbury.

El metal del cohete se enfrió bajo los vientos del prado. La compuerta emitió un estallido hinchado. De su interior mecánico salieron un hombre, una mujer y tres niños. Los otros pasajeros se dispersaron por el prado marciano dejando al hombre solo con su familia.
El hombre sintió que el aire le agitaba el pelo y que los tejidos de su cuerpo se tensaban como si estuviese en el vacío. Su esposa, delante de él, parecía desvanecerse convertida en humo. Los niños, pequeñas semillas, podrían dispersarse por todo Marte.
Los niños le miraron como la gente mira al sol para saber en qué hora de la vida se encuentra. El rostro del hombre era frío.
¿Qué pasa? —preguntó la esposa.
Volvamos al cohete.
¿De vuelta a la Tierra?
¡Sí! ¡Escucha!
El viento soplaba como si quisiese destruir sus identidades. En cualquier momento el aire marciano podría robarles el alma, como sale el tuétano de un hueso blanco. Se sentía sumergido en una sustancia química que podía disolver su intelecto y quemar su pasado.
Miraron las colinas marcianas que el tiempo había desgastado con la aplastante presión de los años. Vieron las viejas ciudades, perdidas en los prados, esparcidas como los huesos delicados de los niños entre los agitados lagos de hierba.
Asúmelo, Harry —dijo su esposa—. Es demasiado tarde. Hemos recorrido cien millones de kilómetros.
Los niños de pelo rubio aullaron a la bóveda profunda que era el cielo marciano. No hubo respuesta, excepto el paso del viento por entre la hierba rígida.
El hombre recogió el equipaje entre las frías manos.
Vamos —dijo un hombre de pie al borde del mar, listo para meterse en él y ahogarse.
Fueron al pueblo.
Eran los Bittering. Harry y su esposa Cara; Dan, Laura y David. Levantaron una pequeña casita blanca y allí tomaban un buen desayuno, pero el miedo no desapareció nunca. Permanecía con el señor y la señora Bittering, como un tercer compañero indeseado en todas las charlas de medianoche, en todos los amaneceres.
Me siento como un cristal de sal —dijo—, en una corriente de montaña, deshaciéndome. No pertenecemos a este lugar. Somos gente de la Tierra. Esto es Marte. Estaba destinado a los marcianos. Por amor de Dios, Cara, ¡vamos a comprar billetes de vuelta!
Pero ella se limitaba a negar con la cabeza.
Un día la bomba atómica acabará con la Tierra. Entonces, aquí estaremos seguros.
¡Seguros y locos!
Tictac, las siete en punto —cantó el reloj de voz—; hora de levantarse. Y así lo hicieron.
Todas las mañanas algo le obligaba a comprobarlo todo —chimenea caliente, geranios rojos en las macetas— como si esperase que algo estuviese mal. El periódico de la mañana, traído en el cohete de la Tierra de las seis de la mañana, estaba calentito como una tostada. Rompió el sello del periódico y lo abrió sobre su desayuno. Se obligó a ser sociable.
Los días coloniales han vuelto —declaró—. Dentro de diez años habrá diez millones de terrestres en Marte. ¡Grandes ciudades y todo lo demás! Dicen que fracasaremos. Dicen que los marcianos no aceptarán nuestra invasión. Pero ¿hemos encontrado algún marciano? ¡Ni un alma! Oh, encontramos sus ciudades vacías, pero ni a uno de ellos. ¿Cierto?
Un río de viento azotó la casa. Cuando las ventanas dejaron de estremecerse, el señor Bittering tragó y miró a los niños.
No sé —dijo David—. Quizás haya marcianos por aquí y no los vemos. A veces, por la noche, me parece oírlos. Oigo el viento. La arena golpea mi ventana. Me asusto. Y veo esas ciudades en la cima de las montañas donde hace mucho vivían los marcianos. Y, papá, me parece verlos moverse por esas ciudades. Y me pregunto si a esos marcianos les importa que vivamos aquí. Me pregunto si nos harán algo por venir aquí.
¡Tonterías! —El señor Bittering miró por la ventana—. Somos personas decentes y limpias. —Miró a sus hijos—. Todas las ciudades muertas tienen sus fantasmas. Hablo de los recuerdos. —Miró las colinas—. Miras una escalera y te preguntas qué aspecto tendría un marciano al subirla. Ves pinturas marcianas y te preguntas cómo era el pintor. Evocas mentalmente un pequeño fantasma, un recuerdo. Es muy natural. Es la imaginación. —Se detuvo—. No habrás ido a explorar esas ruinas, ¿verdad?
No, papá. —David se miró los zapatos.
Asegúrate de mantenerte alejado de ellas. Pásame la mermelada.
Aun así —dijo el pequeño David—, apuesto a que pasa algo.
Esa tarde pasó algo.
Laura recorrió el asentamiento, llorando. Entró a ciegas en el porche.
Madre, padre… ¡la guerra, la Tierra! —sollozó—. Acaba de llegar un informe de radio. ¡Las bombas atómicas han caído sobre Nueva York! ¡Todos los cohetes espaciales han estallado! ¡No habrá más cohetes a Marte, nunca!
¡Oh, Harry! —La madre abrazó a su marido y a su hija.
¿Estás segura, Laura? —preguntó el padre en voz baja.
Laura lloriqueó.
¡Estamos varados en Marte, por siempre jamás!
Durante mucho tiempo solo se oyó el sonido del viento en la tarde.
«Solos —pensó Bittering—. Aquí solo somos unos mil. No hay forma de volver. No hay forma. No hay forma». El sudor le chorreaba por la cara, las manos y el cuerpo; estaba empapado por el calor de su miedo. Quería golpear a Laura, gritarle: «¡No! ¡Mientes! ¡Los cohetes volverán!». En lugar de eso, acarició la cabeza de Laura abrazándola y dijo:
Los cohetes volverán algún día.
Padre, ¿qué vamos a hacer?
Seguir con nuestro trabajo, claro. Cultivar y criar hijos. Esperar. Mantenerlo todo en marcha hasta que la guerra termine y los cohetes vuelvan.
Los dos chicos salieron al porche.
Hijos —dijo, sentándose, mirando al infinito—. Tengo algo que contaros.
Lo sabemos —dijeron.
Durante los días posteriores, Bittering a menudo recorría el jardín para estar a solas con su miedo. Mientras los cohetes habían tejido una red plateada por el espacio, él había podido aceptar Marte. Porque siempre se había repetido: «Mañana, si quiero, puedo comprar un billete y volver a la Tierra».
Pero ahora la red había desaparecido, los cohetes eran montones de vigas fundidas y cables sueltos. Ellos eran gente de la Tierra abandonada en la rareza de Marte, en el polvo canela y aire color vino, para cocerse en el verano marciano como galletas de jengibre y ser almacenadas para el invierno marciano. ¿Qué sería de él, de los otros? Ese era el momento que Marte había estado esperando. Ahora los devoraría.
Se había arrodillado junto a las flores, con una pala en la mano nerviosa. «Trabajar —pensaba—, trabajar y olvidar».
Miró desde el jardín las montañas marcianas. Pensó en los orgullosos nombres marcianos que en su día habían coronado esos picos. Los terrestres, cayendo del cielo, habían mirado las colinas, ríos y mares marcianos sin nombre a pesar de tenerlo. En su día los marcianos habían construido ciudades, habían bautizado las ciudades; habían escalado montañas, habían dado nombre a las montañas; habían navegado los mares, habían dado nombre a los mares. Las montañas se fundieron, los mares se secaron, las ciudades se desmoronaron. A pesar de lo cual, los terrestres se habían sentido culpables rebautizando esas colinas y esos valles antiguos.
Aun así, los hombres viven de acuerdo a sus símbolos y sus etiquetas. Les pusieron nombre.
El señor Bittering se sentía muy solo en el jardín, bajo el sol marciano, anacrónico, plantando flores terrestres en una tierra extraña.
«Piensa. Sigue pensando. Cosas diferentes. Mantén fuera de la mente la Tierra, la guerra atómica, los cohetes perdidos».
Transpiraba. Miró a su alrededor. Nadie le miraba. Se quitó la corbata. «¡Qué atrevido! —pensó—. Primero la chaqueta, ahora la corbata». La colgó con cuidado de un melocotonero que había importado como plántula desde Massachussets.
Volvió a su filosofía de nombres y montañas. Los terrestres habían cambiado los nombres. Ahora en Marte tenían los valles Hormel, los mares Roosevelt, las colinas Ford, las mesetas Vanderbilt, los ríos Rockefeller. Los colonos americanos habían demostrado su sabiduría poniendo viejos nombres indios a las praderas: Wisconsin, Minnesota, Idaho, Ohio, Utah, Milwaukee, Waukegan, Osseo. Los viejos nombres, los viejos significados.
Mirando hacia las remotas montañas, pensó: «¿Estáis ahí todos vosotros, los muertos marcianos? Bien, aquí estamos, solos, ¡aislados! ¡Bajad, echadnos! ¡Estamos indefensos!».
El viento provocó una lluvia de flores de melocotonero.
Alargó la mano tostada por el sol y gritó. Tocó las flores, las recogió. Les dio la vuelta, las tocó una y otra vez. Luego le gritó a su esposa.
¡Cora!
Ella apareció en la ventana. Él corrió hacia ella.
¡Cora, estas flores!
Cora las examinó.
¿No lo ves? Son diferentes. ¡Han cambiado! ¡Ya no son flores de melocotonero!
A mí me parecen normales —dijo ella.
No lo son. ¡Están mal! Te lo digo yo. ¡Un pétalo de más, una hoja, algo en el color, el olor!
Los niños salieron a tiempo de ver a su padre apresurándose por el jardín, arrancando rábanos, cebollas y zanahorias.
¡Cora, ven a mirar!
Entre todos examinaron los rábanos, las zanahorias, las cebollas.
¿Te parecen zanahorias?
Sí… no. —Vaciló—. No sé.
Han cambiado.
Quizá.
¡Sabes que han cambiado! Son cebollas pero no son cebollas, zanahorias pero no son zanahorias. El sabor: igual, pero diferente. El olor: no como era. —Sentía el corazón desbocado y tenía miedo. Clavó los dedos en la tierra—. Cora, ¿qué está pasando? ¿Qué es? Tenemos que escapar de esto. —Corrió por el Jardín. Tocó todos los árboles—. Las rosas. Las rosas. ¡Se están volviendo verdes!
Y se quedaron inmóviles mirando las rosas verdes.
Y dos días más tarde, Dan llegó corriendo.
Venid a ver la vaca. La estaba ordeñando y lo he visto. ¡Venid!
Se plantaron en el cobertizo y contemplaron la vaca.
Le estaba creciendo un tercer cuerno.
Y el césped delantero de la casa, lenta y tranquilamente, adquiría el color de las violetas de primavera. Semillas de la Tierra creciendo de un tono morado.
Debemos irnos —dijo Bittering—. Nos comeremos estas cosas y cambiaremos… ¿quién sabe a qué? No puedo permitir que pase. Solo podemos hacer una cosa. ¡Quemar la comida!
No está envenenada.
Pero sí que lo está. Sutilmente, muy sutilmente. Un poquito. Un poquitín. No debemos tocarla.
Miró consternado la casa.
Incluso la casa. El viento le ha hecho algo. El aire la ha quemado. La niebla nocturna. Las tablas están retorcidas. Ya no es la casa de un terrestre.
¡Oh, son imaginaciones tuyas!
Se puso la chaqueta y la corbata.
Voy al pueblo. Tenemos que hacer algo. Volveré.
¡Espera, Harry! —gritó su esposa. Pero ya se había ido.
En el pueblo, en el escalón, a la sombra de la tienda de ultramarinos, los hombres permanecían sentados con las manos en las rodillas, charlando con tranquilidad y calma.
El señor Bittering deseaba disparar una pistola al aire.
«¡Qué estáis haciendo, idiotas! —pensó—. ¡Aquí sentados! Habéis oído las noticias… Estamos atrapados en este planeta. ¡Bien, moveos! ¿No tenéis miedo? ¿No estáis asustados? ¿Qué vais a hacer?».
Hola, Harry —dijeron todos.
Mirad —les dijo—. El otro día oísteis la noticia, ¿no?
Asintieron y rieron.
Claro que sí, claro, Harry.
¿Qué vais a hacer al respecto?
¿Hacer, Harry, hacer? ¿Qué podríamos hacer?
¡Construir un cohete, claro está!
¿Un cohete, Harry? ¿Para regresar a los problemas? ¡Oh, Harry!
Pero tenéis que desear volver. ¿No os habéis fijado en las flores de melocotonero, en las cebollas, en la hierba?
Claro que sí, Harry, sí que lo hemos hecho —dijo uno.
¿No os da miedo?
No puedo recordar que me diese mucho miedo, Harry.
¡Idiotas!
Venga, Harry.
Bittering tenía ganas de llorar.
Debéis trabajar conmigo. Si nos quedamos aquí, todos cambiaremos. El aire. ¿No lo oléis? Hay algo en el aire. Quizá sea un virus marciano; alguna semilla o un polen. ¡Escuchadme!
Le miraron fijamente.
Sam —dijo a uno.
¿Sí, Harry?
¿Me ayudarás a construir un cohete?
Harry, tengo un buen montón de metal y planos. Si quieres usar mi taller para construir un cohete, adelante. Te venderé el metal por quinientos dólares. Debería quedarte un cohete de lo más bonito, trabajando solo, en unos treinta años.
Todos rieron.
No os riais.
Sam le miró con bastante buen humor.
Sam —dijo Bittering—. Tus ojos…
¿Qué les pasa, Harry?
¿No eran grises?
Pues la verdad, no me acuerdo.
Lo eran, ¿no?
¿Por qué lo preguntas, Harry?
Porque ahora son como amarillentos.
¿Así es, Harry? —dijo Sam despreocupadamente.
Y eres más alto y más delgado…
Puede que tengas razón, Harry.
Sam, no deberías tener los ojos amarillos.
Harry, ¿de qué color son tus ojos? —dijo Sam.
¿Mis ojos? Son azules, por supuesto.
Aquí tienes, Harry. —Sam le pasó un espejo de bolsillo—. Échate un vistazo.
El señor Bittering vaciló y luego se llevó el espejo a la cara.
Había pequeños puntos, muy oscuros, de oro nuevo en el azul de sus ojos.
Mira lo que has hecho —dijo Sam un momento más tarde—. Me has roto el espejo.
Harry Bittering se trasladó al taller y comenzó a construir el cohete. Los hombres se acomodaban en la puerta abierta y hablaban y bromeaban sin alzar la voz. De vez en cuando le ayudaban a levantar algo. Pero en general ganduleaban y le observaban con ojos amarillentos.
Es hora de cenar, Harry —le dijeron.
Su esposa apareció con la cena en un cesto de mimbre.
No voy a tocarla —dijo—. Solo tomaré comida del congelador extremo. Comida que vino de la Tierra. Nada del jardín.
Su mujer se quedó observándole.
No puedes construir un cohete.
Una vez trabajé en un taller, cuando tenía veinte años. Conozco los metales. Una vez que empiece, los otros me ayudarán —dijo, sin mirarla, desenrollando los planos.
Harry, Harry —dijo ella, en vano.
Tenemos que irnos, Cora. ¡Tenemos que irnos!
Las noches estaban llenas de viento que soplaba sobre los vacíos mares de hierba iluminados por la luna más allá de las pequeñas ciudades de blanco ajedrez situadas desde hacía doce mil años en los llanos. En el asentamiento de los terrestres, la casa de los Bittering se agitaba por la sensación de cambio.
Tendido en la cama, el señor Bittering sentía que sus huesos cambiaban, mutaban, se fundían como el oro. Su esposa, tendida a su lado, tenía la piel oscura por las muchas tardes al sol. La piel tan oscura tenía por el sol que casi era negra, y los ojos dorados. Dormía, y también dormían los niños metálicos en sus camas. Y el viento rugía desesperado y agitándose entre los viejos melocotoneros, la hierba violeta, arrancando pétalos verdes de rosa.
Era imposible frenar el miedo. Había conquistado su corazón y su garganta. Le goteaba húmedo del brazo y las sienes, y de las palmas temblorosas.
Una estrella verde se alzó al este.
Una palabra extraña surgió de los labios del señor Bittering.
Iorrt. Iorrt —repitió.
Era una palabra marciana. Él no sabía marciano.
En plena noche se levantó y realizó una llamada a Simpson, el arqueólogo.
Simpson, ¿qué significa la palabra Iorrt?
Vaya, es la antigua palabra marciana para el planeta Tierra. ¿Por qué?
Por ninguna razón en particular.
El teléfono se le cayó de las manos.
Hola, hola, hola, hola —repetía Simpson mientras él miraba la estrella verde—. ¿Bittering? Harry, ¿estás ahí?
Los días estaban llenos del estruendo de los metales. Montó la estructura del cohete con la ayuda renuente de tres hombres indiferentes. Al cabo de una hora estaba muy cansado y tuvo que sentarse.
Por la altitud —rio un hombre.
¿Estás comiendo, Harry? —preguntó otro.
Estoy comiendo —dijo con furia.
¿Del refrigerador extremo?
¡Sí!
Estás adelgazando, Harry.
¡No es verdad!
Y estás más alto.
¡Mentira!
Unos días más tarde su mujer le llevó aparte.
Harry, he usado toda la comida del refrigerador extremo. No queda nada. Tendré que preparar sándwiches de comida cultivada en Marte.
Él se sentó, dejándose caer.
Debes comer —dijo—. Estás débil.
Sí —dijo.
Tomó un sándwich, lo abrió, lo miró y empezó a mordisquearlo.
Y tomarte el resto del día libre —dijo—. Hace calor. Los niños quieren ir a nadar en los canales y a dar un paseo. Por favor, ven.
No puedo malgastar el tiempo. ¡Estamos en plena crisis!
Solo una hora —le animó—. Nadar te hará bien.
Se puso en pie sudando.
Vale, vale. Déjame en paz. Iré.
Muy bien, Harry.
Hacía mucho calor, el día estaba tranquilo. Solo había una inmensa mirada ardiente sobre la tierra. Se movieron siguiendo el canal, el padre, la madre, los niños corriendo en bañador. Se pararon y comieron sándwiches de carne. Él vio que la piel se les iba poniendo marrón, y vio los ojos amarillos de su esposa y sus hijos, ojos que antes no habían sido amarillos. Lo recorrió un escalofrío, pero se lo llevaron las oleadas de agradable calor mientras permanecía tendido al sol. Estaba cansado de tener miedo.
Cora, ¿cuánto hace que tienes los ojos amarillos?
Cora se quedó perpleja.
Desde siempre, supongo.
¿No han pasado de marrón a amarillo en los últimos tres meses?
Ella se mordió el labio.
No. ¿Por qué me lo preguntas?
No importa.
Allí se quedaron.
Los ojos de los niños —dijo él—. También son amarillos.
A veces a los niños les cambia el color de los ojos.
Quizá nosotros también seamos niños. Al menos, para Marte. Es una idea. —Rio—. Creo que voy a nadar.
Saltaron al agua del canal, se dejó hundir hasta el fondo como si fuese una estatua dorada y allí se quedó en un silencio verde. Todo era agua tranquila y profunda, todo era paz. Sintió que la corriente firme y lenta le movía con facilidad.
«Si me quedo aquí el tiempo suficiente —pensó—, el agua hará su trabajo y acabará quitándome la carne, dejando los huesos como un coral. Solo quedará de mí el esqueleto. Y luego el agua podrá construir sobre ese esqueleto: cosas verdes, cosas de aguas profundas, cosas rojas, cosas amarillas. Cambio. Cambio. Cambio lento, silencioso y profundo. ¿Y no es eso lo que pasa allá arriba?».
Sumergido, vio el cielo de arriba, el sol convertido en marciano por efecto de la atmósfera, el espacio y el tiempo.
«Allá arriba, un gran río —pensó—, un río marciano, con todos nosotros en el fondo, en nuestras casitas de guijarros, en nuestros hogares hundidos de cantos rodados, ocultos como cangrejos de río, con el agua llevándose nuestros viejos cuerpos, alargando nuestros huesos y …».
Se dejó llevar hacia la luz suave.
Dan estaba sentado al borde del canal, mirando muy seriamente a su padre.
Utha —dijo.
¿Qué? —preguntó su padre.
El chico sonrió.
Ya sabes. Utha es la palabra marciana para «padre».
¿Dónde la has aprendido?
No lo sé. Por ahí. ¡Utha!
¿Qué quieres?
El chico vaciló.
Quiero… quiero cambiarme el nombre.
¿Cambiártelo?
Sí.
Su madre se acercó nadando.
¿Qué tiene de malo Dan?
Dan estaba inquieto.
El otro día me llamaste: Dan, Dan, Dan. Ni siquiera lo oí. Me decía «ese no es mi nombre». Tengo un nombre nuevo que quiero usar.
El señor Bittering se agarró al borde del canal, con el cuerpo frío y el corazón latiendo lentamente.
¿Cuál es?
Linnl. ¿No es un nombre genial? ¿Puedo usarlo, por favor?
El señor Bittering se llevó una mano a la cabeza. Pensó en el absurdo cohete, en sí mismo trabajando solo, solo incluso estando acompañado de su familia, tan solo.
Oyó a su mujer decir:
¿Por qué no?
Él también se oyó decir:
Sí, puedes usarlo.
¡Sí! —gritó el chico—. ¡Soy Linnl, Linnl!
El señor Bittering miró a su esposa.
¿Por qué lo hemos hecho?
No lo sé —dijo ella—. Parece una buena idea.
Caminaron hasta las colinas. Caminaron sobre viejos senderos de mosaico, junto a las fuentes que todavía daban agua. Durante todo el verano los senderos estaban cubiertos de una delgada capa de agua fría. Te mantenía los pies fríos durante todo el día, salpicabas como vadeando un arroyuelo.
Llegaron hasta una villa marciana desierta y pequeña. Estaba en la cima de una colina. Vestíbulos de mármol azul, grandes murales, una piscina. Era refrescante en un verano tan caliente. Los marcianos no creían en grandes ciudades.
Qué agradable sería —dijo la señora Bittering— mudarnos a esta villa durante el verano.
Vamos —dijo él—. Regresemos al pueblo. Hay que trabajar en el cohete.
Pero esa noche, mientras trabajaba, el recuerdo de esa villa fresca de mármol azul ocupaba su mente. Con el paso de las horas, el cohete parecía perder importancia.
Con el flujo de los días y las semanas, el cohete retrocedió y se redujo. La vieja fiebre había desaparecido. Le asustaba haberse dejado llevar de aquella manera. Pero de alguna forma, el calor, el aire, las condiciones de trabajo…
Oyó a los hombres murmurar en la fachada del taller.
Todos se van. ¿Lo has oído?
Todos se van. Cierto.
Bittering salió.
¿Irse adónde? —Vio un par de camiones, cargados con niños y muebles, recorriendo la calle polvorienta.
A las villas —dijo el hombre.
Sí, Harry. Yo también voy. Y Sam. ¿No es así, Sam?
Así es, Harry. ¿Qué hay de ti?
Aquí tengo trabajo.
¡Trabajo! Puedes acabar el cohete en otoño, cuando haga más fresco.
Harry respiró hondo.
Tengo la estructura montada.
Es mejor en otoño. —Las voces sonaban ociosas en el calor.
Tengo trabajo —dijo.
En otoño —argumentaron. Y parecían tan razonables, tan cargados de razón.
»En otoño será mejor —pensó—. Tendré un montón de tiempo. ¡No! —gritó una parte de sí mismo; una parte profunda, apartada, encerrada, ahogándose—. ¡No! ¡No!
En otoño —dijo.
Vamos, Harry —dijeron todos.
Sí. —Sintió cómo se le fundía la cara en el caliente aire líquido-. Sí, en otoño. Volveré a trabajar entonces.
Tengo una villa cerca del canal Tirra —dijo alguien.
Te refieres al canal Roosevelt, ¿no?
Tirra. El viejo nombre marciano.
Pero en el mapa…
Olvida el mapa. Ahora es Tirra. He encontrado un lugar en las montañas Pillan…
Te refieres a la cordillera Rockefeller —dijo Bittering.
Me refiero a las montañas Pillan —dijo Sam.
Sí —dijo Bittering, enterrado en el aire caliente y pegajoso—. Las montañas Pillan.
Todos ayudaron a cargar el camión durante la tarde cálida y tranquila del día siguiente.
Laura, Dan y David llevaban paquetes. O, como preferían que los llamasen, Ttil, Linnl y Werr llevaban paquetes.
Abandonaron el mobiliario en la casita blanca.
Quedaba bien en Boston —dijo la madre—. Y aquí en la casita.
Pero ¿en la villa? No. Lo recuperaremos cuando volvamos en otoño.
Bittering guardaba silencio.
Tengo algunas ideas para el mobiliario de la villa —dijo al cabo de un rato—. Mobiliario grande y confortable.
¿Qué hay de tu enciclopedia? Te la traes, ¿no?
El señor Bittering apartó la vista.
Volveré a buscarla la semana que viene.
Se giraron hacia su hija:
¿Qué hay de tus vestidos de Nueva York? La niña, desconcertada, los miró fijamente.
Pues, ya no los quiero.
Cerraron el gas, el agua, atrancaron las puertas y se fueron. Padre echó un vistazo al camión.
Caramba, no nos llevamos mucho —dijo—. Teniendo en cuenta todo lo que trajimos a Marte, ¡esto es poquísimo!
Arrancó el camión.
Mirando largamente la pequeña casita blanca, sintió el deseo de entrar corriendo, de tocarla, de decirle adiós, porque sentía que se iban a un largo viaje dejando atrás algo a lo que no podrían volver, que tampoco podrían comprender de nntonces Sam y su familia paron junto a otro camión.
¡Hola, Bittering! ¡Allá vamos!
El camión tomó por la antigua carretera para salir del pueblo. Había otros sesenta viajando en la misma dirección. El pueblo se llenó de silencio, del polvo pesado del paso de los vehículos. Las aguas del canal eran azules bajo el sol y un viento tranquilo movía los extraños árboles.
¡Adiós, pueblo! —dijo el señor Bittering.
Adiós, adiós —dijo su familia, despidiéndose con la mano.
No volvieron a mirar atr
ás.
El verano secó los canales. El verano se desplazó como una llama sobre los prados. En el asentamiento terrestre vacío, las casas pintadas se desconcharon y la pintura se cayó. En los patios traseros, las ruedas de goma en las que los niños se habían columpiado colgaban como relojes de péndulo parados, sumergidas en el aire caliente.
En el taller, la estructura del cohete empezó a oxidarse.
En el tranquilo otoño, el señor Bittering, de piel muy oscura, de ojos muy dorados, oteaba el valle desde la cima de la pendiente, más arriba de su villa.
Es hora de volver ——dijo Cora.
Sí, pero no lo haremos —dijo él en voz baja—. Ahí ya no hay nada.
Tus libros —dijo ella—. Tu ropa buena.
»Tus Illes y tus ior uele rre buenos—dijo.
El pueblo está vacío. Nadie va a volver —dijo él—. No hay ninguna razón para hacerlo, ninguna en absoluto.
La hija tejía tapices y los niños tocaban canciones usando flautas y caramillos antiguos. Sus risas resonaban por toda la villa.
El señor Bittering contempló el asentamiento terrestre, allá abajo, en el valle.
La gente de la Tierra construyó unas casas tan extrañas, tan ridículas.
Era lo que conocían —reflexionó su esposa—. Qué gente tan fea. Me alegro de que se hayan ido.
Los dos se miraron, sorprendidos por lo que acababan de decir. Rieron.
¿Adónde irían? —se preguntó. Miró a su esposa. Era tan dorada y esbelta como su hija. Ella le miró, y él parecía casi tan joven como su hijo mayor.
No lo sé —dijo ella.
Quizás el año próximo volvamos al pueblo, o al año siguiente, o al otro —dijo con calma—. Ahora… tengo calor. ¿Qué tal si nos damos un baño?
Dieron la espalda al valle. Del brazo, recorrieron en silencio el camino de agua primaveral y limpia.
Cinco años más tarde un cohete cayó del cielo. Se quedó en el valle, emitiendo vapor. De él saltaron hombres gritando.
¡Hemos ganado la guerra en la Tierra! ¡Hemos venido a rescataros! ¡Eh!
Pero el pueblo americano de casitas, melocotoneros y cines estaba en silencio. Encontraron una tosca estructura de cohete oxidándose en un taller vacío.
Los hombres del cohete buscaron por las colinas. El capitán montó el cuartel general en un bar abandonado. El teniente regresó para informar.
El pueblo está vacío, pero hemos encontrado vida nativa en las colinas, señor. Gente de piel oscura. Con los ojos amarillos. Marcianos. Muy amistosos. Hemos hablado un poco, no mucho. Aprenden inglés con rapidez. Estoy seguro de que la relación será muy amistosa.
¿Oscuros, eh? —comentó el capitán—. ¿Cuántos?
Seiscientos, ochocientos, diría yo. Viven en esas ruinas de mármol de las colinas, señor. Son altos, saludables. Las mujeres son hermosas.
¿Le han contado lo que les pasó a los hombres y mujeres que levantaron este asentamiento, teniente?
No tienen ni la más remota idea de qué pasó con la gente del pueblo.
Es extraño. ¿Cree que los mataron los marcianos?
Parecen sorprendentemente pacíficos. Lo más probable es que una plaga diese cuenta del pueblo, señor.
Quizá. Supongo que es uno de esos misterios que no resolveremos jamás. Uno de esos sobre los que lees en los libros.
El capitán miró la habitación, las ventanas polvorientas, las montañas azules alzándose en el horizonte, los canales moviéndose bajo la luz, y oyó el viento suave en el aire. Se estremeció. Luego, recuperándose, señaló un enorme mapa nuevo que había fijado al tablero de una mesa.
Hay mucho que hacer, teniente. —Su voz siguió hablando tranquila mientras el sol se ocultaba tras las colinas azules—. Nuevos asentamientos. Minas, minerales que buscar. Recogida de especimenes bacteriológicos. Trabajo, mucho trabajo. Y los viejos archivos se han perdido. Tendremos que rehacer los mapas, dar nombre a las montañas, a los ríos y demás. Hará falta un poco de imaginación.
»¿Qué le parece si llamamos a estas montañas las montañas Lincoln, a ese canal el canal Washington y a esas colinas…? a esas colinas podemos ponerles su nombre, teniente. Cuestión de diplomacia. Y usted, como favor, podría darle mi nombre al pueblo. Como buenos vecinos. Y este podría ser el valle Einstein, y más allá… ¿Me está prestando atención, teniente?
El teniente apartó la vista del color azul y la niebla tranquila de las colinas situadas más allá del pueblo.
¿Qué? ¡Oh!, si, señor.

Remedio para melancólicos, 1959.
 

 


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