martes, 6 de julio de 2021

Puerto. Patricia Nasello.

Para su sorpresa, la cama donde está acostado se transforma en balsa. Y el piso, en mar. El techo, en cielo abierto. Sólo el frío y la oscuridad permanecen sin cambio.
Con cuidado para no voltearla, se arrodilla sobre esos troncos —tan precariamente unidos— donde ahora habita. De algún modo le recuerdan a Los Duraznos, la quinta de sus abuelos, los veranos de la niñez y aquel sol hecho jugo de fruta escurriéndose por los dedos.
En esta noche de hoy se inclina y cava en el agua. Busca angustiosamente. Desconoce qué: sólo intuye que lo perdido era imprescindible. Fuera de ese gran hoyo que su frenesí va formando, no aparece nada. Una aguda sensación de extrañeza lo embarga, según parece, ese hoyo es su lugar de arribo.
Tampoco comprende dónde se acumula el mar que quita. De pronto sus manos se iluminan, están azules, por momentos también grises, o tan negras que sólo algún reflejo plateado permite verlas, están doradas, o violentamente verdes. Si no fuera por este mal presentimiento, lloraría de emoción ante tanta belleza.

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