En el Museo de Bellas Artes de
Bruselas se expone un cuadro titulado “La muerte de Ícaro” del
maestro Pieter Brueghel el Viejo. A simple vista recorremos un
plácido paisaje con un labriego en primer plano que maneja
serenamente su arado. Otra figura pasea ensimismada a cierta
distancia y, más a lo lejos, se ve una bella ciudad costera. Una
nave cruza un mar verdelado y bruñido como una joya luminosa. El
cielo es tan brillante que el sol podría estar en cualquier parte.
La mirada se anega en ese pequeño mundo de tranquila felicidad.
.......
Sólo
al cabo de un rato nos acordamos del título y buscamos al desdichado
hijo de Dédalo que, al fin, aparece ridículamente apartado en un
rincón. Mejor dicho: sólo sale medio cuerpo suyo, dos patitas que
se agitan afanosas entre espumas, como rompiendo el hechizo del agua
pulida como el cristal. Son apenas dos piernas y el resto, boca abajo
y sumergido. Nuestra primera impresión es que al pintor de paisajes
le importaba un rábano el tema mitológico y que de esta forma se
quiso reír de la triste suerte de Ícaro. Pero no es así. El cuadro
muestra lo que vemos; pero no lo que ve el muchacho castigado por los
dioses: un mundo de locura siniestra, de endriagos y monstruos
marinos de ojos de fuego que se pasean alrededor de su cabeza
hundida. Mientras su piel se deshace lentísimamente, sus ojos no se
acostumbran nunca a ese movimiento vidrioso de las criaturas
blancuzcas que lo cercan curiosas y crueles. Algunos lo mordisquean,
pero otros prefieren pasar de largo y volver después para
atormentarlo eternamente. La respiración falta, pero nunca lo
suficiente para morir del todo. Arriba, por milagro del artista, sus
piernas se mueven y no se mueven. Ícaro está vivo desde que fue
pintado. Pero abajo está pidiendo socorro ante lo que, desde hace
cinco siglos, está viendo en las profundidades y jamás ningún ojo
humano pudo retratar.
Imagen: Paisaje con la caída de Ícaro, Pieter Brueghel el Viejo, 1554-1555.
Wikipedia (y otros monstruos), 2012.
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