Abuelo murió hace años. A su muerte
hubo que ir deshaciéndose de sus pertenencias, poco a poco. Un día
fue el bastón. Otro, los dos pares de zapatos que usaba cuando salía
a misa los domingos. Otro, las camisas blancas, bien planchadas, con
su olor a bolitas de alcanfor. Las prendas íntimas se usaron,
cortadas en pedazos del mismo tamaño, como trapos para la limpieza
del piso, de los muebles, hasta que se volvieron hilachas.
Llegó
el momento en que sólo quedó de su vivir entre la casa una foto
magnífica, que lo mostraba aún de carnes vivas, ojos intensos, boca
firme. La fotografía, más que impresión de un instante, semejaba
la conciencia del futuro vigilando uno a uno los movimientos
familiares.
Un
día fue el nieto de veinte meses quien descubrió la clave. A su
paso desenfadado y vacilante por toda la casa, el marco de la
fotografía se estrelló contra el suelo y la presión desparramó
las astillas de vidrios alrededor. Un olorcillo penetrante inundó la
atmósfera. Una tela grisácea, sedosa y repugnante quedó pegada
como goma de mascar sobre el linóleo amarillento que recubría el
piso, y las carnes vivas del abuelo que habían estado enmarcadas por
tanto tiempo, se ennegrecieron rápidamente para siempre.
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