a Tomás Sánchez Santiago
A
pesar de la lucecita verde que aparecía en el correo de mi
ordenador, ayer prácticamente no pude pasarme por aquí, querido
Tomás. Cuando muy de mañana traté de ganar la silla, vi que mi
hijo -el más pequeño- otra vez se me había adelantado y ya estaba
en mi puesto, bajándose -repito sus palabras-, “una película de
alucinar, de ésas que a ti tanto te gustan, vaya, de las de volverte
loco”. Yo tengo mi propia teoría sobre el asunto. Verás. Sé con
toda garantía que mis hijos forman parte de una compleja fuerza de
ocupación suprauniversal que, lejos de ocupar el territorio, se
conforma con tomar aparatos estratégicos como televisores,
ordenatas, teléfonos, impresoras, frigoríficos, duchas..., es
decir, todo cuanto funcione por cable o esté conectado con dios sabe
qué. Creo que mis hijos no son más que alienígenas que han
usurpado la personalidad de mis verdaderos hijos, porque cuando les
hablo, parecen no escucharme o si lo hacen es para pedirme -bueno,
pedirme no es la palabra exacta- veinte euros para irse de marcha o
vaya usted a saber qué, pero yo sé que ese dinero lo emplean en
comprar armas y preparar la invasión. Tengo pruebas de que reciben
instrucciones por estos mismos cables para tratar de volverme tarumba
y he optado por hacerles creer que han conseguido su propósito, y me
muestro dócil, obsecuente, generoso, como si no estuviera al tanto
de que lo suyo forma parte de una conspiración suprauniversal, pero
querido amigo, entre nosotros, durante los últimos meses he ido
acumulando explosivos en el sótano. No sé lo que harás tú, pero
yo, antes de rendirme, estoy dispuesto a llevarme por delante a estos
malditos alienígenas hijos de la Gran Puta.
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