miércoles, 26 de octubre de 2022

La última canción de Maggie Alcázar. Lilian Elphick.

Afuera llueve y él no tiene ganas de volver a mojarse. Antes, hace unas horas, anduvo caminando sin rumbo por el centro; en el Mermoz comió una pizza con anchoas, leyendo el diario. Luego, volvió a caminar, miró su reloj y apuró el paso. San Antonio 3 y tantos, un callejón sin salida, el hueco recto entre dos edificios, donde se asoman tuberías y chimeneas como las tripas de un gato atropellado, y los ruidos de los autos se confunden con otros, extractores de aire, zumbidos de alta tensión que cargan la noche. Una luz amarillenta y espasmódica, una puerta sola con un nuevo letrero: Maggie’s. Subió la escalera estrecha, apenas iluminada. Subió acostumbrado al crujido de la madera debajo del forrado plástico y echó de menos una gran fotografía que tapizaba la pared en pendiente, una fotografía de Toño Ruiz en el piano, él mismo y Maggie en primer plano, cantando. Antes de entrar, se pasó la mano por la cabeza.
Ha visto entero el show de esta noche desde su mesa preferida, lejos del escenario y cerca de una ventana que a veces abre para poder respirar aire fresco y mirar las canaletas con su repiqueteo de agua sucia. Es tarde, pero no le importa. Esperará hasta el final.
Ella termina de cantar, la cabeza echada hacia atrás, las dos manos sujetando el micrófono, su garganta aún vibrando con los últimos compases de Summertime, que abarcan el espacio denso de humo, finalizando con lágrimas y sudor en una perfecta representación. Se da vuelta hacia el público. Aplausos.
La gente se retira de a poco, cansada y satisfecha. El muchacho de turno comienza a limpiar y levantar sillas.
Voz de agua torrentosa, piensa él mirando a Maggie Alcázar, la monumental del jazz santiaguino, con el vestido ajustado a su cuerpo, rebosante de caderas drapeadas, sus lentejuelas oscilando en el vaivén del tajo que descubre su pierna en rombos que se agrandan hacia arriba y se achican al llegar a su pie de taco alto.
Un foco la parte por la mitad, la debilita, y él adivina su maquillaje disuelto, aunque en la oscuridad la huela a mujer bravía. Se levanta para aplaudirla.
Solo en el local, aplaude, sintiéndose nervioso por esa humedad de Maggie Alcázar, por ese pañuelo entrando y saliendo entre los pechos.
Ella lo mira desde un rincón.
-Ya, córtala, Miguel –le dice con fastidio.
Él interrumpe su enojo chasqueando la lengua.
-No me desprecies, Maggie. Vine a hacer las paces.
-De qué paces me hablas. No quiero repetirte otra vez lo que tú bien sabes. ¡Ándate! Estoy agotada.
Él hace un gesto leve. Pide un minuto. Maggie Alcázar, finalmente, se sienta en su mesa.
-¿Quieres? –él le ofrece gin de su propio vaso.
-¿Por qué no te vas?, apestas a trago –dice ella.
Él quiere tomar su mano, pero se encandila con el parpadeo de los anillos incrustados en los dedos gordos. Los anillos que le regaló hace unos años, cuando trabajaban juntos y les iba bien. Prefiere mirar su boca para decirle Maggie, cásate conmigo, Maggié, vámonos a Buenos Aires, Maggie, te quiero.
No puede, la boca pintada se abre de a poco, los dientes se insinúan. Intenta hacerla callar, le gustaría amordazarla, apretar el pescuezo ancho para que no diga nada. En el momento que la escucha decir “ándate, eres un fracasado, déjame tranquila”, y se levanta poderosa, destellando baratijas, él ya sabe que le queda sólo una cosa por hacer.
Antes de que Maggie Alcázar avance por el corredor, le grita: -Me voy, pero con una condición.
Ella se pierde lentamente, tijereteada por las sombras y por los malos augurios. Él se queda donde mismo, mascando toda su rabia. Bebe de un golpe el resto de trago y siente frío. La busca, pero ya no hay nada más que un pasillo de alfombra desgastada.
Alguien que no reconoce intenta tomarlo del brazo; falta usted, le dice, siente la fuerza presionándolo, un tironeo, hasta que oye la voz imperiosa de Maggie Alcázar. –Déjalo, Ortiz, no lo molestes, se va ir luego.
El muchacho, encogiéndose de hombros, se marcha.
-Maggie, -grita él nuevamente, parado arriba de la silla –oye, cántame algo y me voy.
En el baño, ella se arregla el pelo, de su bolso saca una cajita. Acerca la punta de su uña a su nariz. Aspira.
Maggie Alcázar canta a capella Dream a little dream of me. Enérgica desliza las palabras, arrastra los agudos en una lentitud maravillosa, alarga pausas, saliéndose de la melodía, continuando libre, sin pensar en nada. Pero la voz se quiebra, desafina. Él se ríe, tocando un saxo imaginario. Ella continúa cantando hasta que él dice: -¡Más fuerte, no te escucho, dónde está la fuerza! Ahí entonces, suplica: -Ándate, Miguel.
-Gorda maldita, todavía te haces de rogar; vámonos a la cama, ¿ya?
-¡Basta! – se levanta ella, incontrolable.
Una cachetada veloz hiere su mejilla. Las uñas largas y rojas le han dejado una huella que él olvida luego.
De una sola patada hace volar la mesita por los aires. Trastabillando en medio de los vidrios rotos, la amenaza: -Sigue cantando, gordita.
Maggie Alcázar retrocede, trata de defenderse cuando él la tumba en el suelo.
-A ver, canta, ¿cómo es?, dream a little dream, la la la, ¿no querías cantar?, ¿no querías ser cantante?, ¿quién te enseñó a cantar en inglés?, ¿por qué no dejas de comer, ah? ¡Hasta cuando comes, gordita! –
Ella se asfixia mientras él, montado arriba de sus brillos, le retuerce el cuello y a la vez la besa, remeciéndola, pellizcándola entera, hasta descubrir que sus ojos egipcios se han ido hacia un costado y lloran.
En el marco de la puerta, él se detiene. Maggie Alcázar se tapa la cara, ovillada en el entarimado.
Sin saber dónde ir, el saxofonista, baja la escalera. Se aleja calle arriba, pisando la basura arremolinada en las esquinas. Una lluvia molesta le aguijonea la cara. Busca algún local abierto donde terminar la noche, pero está solo en pleno centro, casi todos los cafés y bares ya han cerrado. Silba algo. De pronto siente que lo llaman. No se da vuelta. Enfila por Irene Morales. Puede que Il Sucesso esté abierto.

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