Lo cual me
recuerda —dijo un tercero— la historia de aquel porquerizo en un
lugar de La Mancha. Había aprendido a leer y mitigaba el tedio de la
aldea repasando viejas novelas. A fuerza de rehacer en la imaginación
sueños ajenos acabó por creerse un caballero andante que iba de un
lado a otro de la España corrompida por el oro de Indias.
El
porquerizo escribió su delirio como pudo. Había conocido gracias a
su trabajo a un recolector de provisiones para la Armada Invencible.
Al saber que Cervantes se hallaba preso, le regaló su manuscrito. Si
lo encontraba digno de la imprenta quizá al dejar la cárcel podría
comer gracias al libro. Sentía afecto por el viejo que en años
lejanos había intentado ser poeta, novelista, dramaturgo. Cervantes
entretuvo las horas de su prisión reescribiendo los papeles de su
amigo. Sancho Panza murió en 1599, sin recordar su obra ni al
prisionero. Siete años después Cervantes publicó al fin la novela.
Noble y honrado como era, la atribuyó a un inexistente historiador
árabe, Cide Hamete Benengeli, y dio el nombre de Sancho al escudero
del Quijote.
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