El llanto del niño nos llegaba desde el dormitorio -tibio,
intermitente, monocorde- flotando sobre los ruidos del puerto y el
lento fragor de las olas. Cada vez que lo oía, Emilio se retorcía
incómodo en su asiento. Yo miraba su cara, sus manos de viejo
pescador, surcadas de arrugas, bañadas por la última luz que se
aferraba a la barandilla de la terraza, el metal de las latas, los
bordes de las cosas.
-Por Dios -saltó al
fin-. ¿No puedes hacer algo?
-Son casi las nueve
-dije, mirando mi reloj-. Marisol es muy estricta con los horarios.
Se oía a mi mujer
trasteando por la cocina, preparando la cena. Emilio se llevó la
lata de cerveza a la boca, pero no bebió.
-No puedo oír
llorar a un crío.
-Tiene hambre. Le
toca ya su toma. En cuanto Marisol...
-No puedo oír
llorar a un crío -repitió, como si no me hubiera oído-. Desde
aquel día, en el barco.
Me dejó con la
palabra en la boca. Devolvió la lata a la mesa, se puso en pie,
cruzó en dos zancadas la terraza y desapareció entre las cortinas.
Regresó con mi hijo entre los brazos, acunándolo con torpe ternura.
Los gemidos, que se habían apagado unos instantes, redoblaron en
cuanto Emilio se detuvo junto a la barandilla.
-¿Por qué no se
calla?
Se volvió hacia mí,
desesperado, sosteniendo al niño sin la menor gracia, casi como si
sopesara una sandía. No sabía qué hacer con él: ni cómo
sujetarlo, ni dónde dejarlo. Ya me levantaba para recogerlo cuando
Marisol entró y se lo arrebató suavemente de las manos. El llanto
cesó en cuanto ella se sentó en la tumbona.
-Lo siento -dijo
Emilio, y se apoyó con fuerza contra la barandilla. Miraba por
encima del puerto, hacia el mar moteado de petróleo y la brasa
incandescente de las nubes. Una sirena mugió, anunciando la salida
del mercante que ocupaba todo el largo del muelle, y el sonido se
prolongó más allá de su duración, ahuyentando a unas cuantas
gaviotas. Empezó a hablar, de espaldas a nosotros, y el crepúsculo
tiñó sus palabras con el aura de una moneda gastada.
-Una vez me embarqué
en una traíña, en Motril. Eran años jodidos para buscar trabajo
pero no me costó nada encontrar una plaza en el 'Punta' 'Carchuna'.
Se volvió hacia mí,
girando el corpachón con la lentitud de un ahorcado. Sus ojos
revolotearon sobre la mesa, entre las latas y las manchas de cerveza,
hasta posarse en el paquete de Ducados.
-¿Puedo?
-Claro.
Sacó un cigarrillo,
le prendió fuego y aspiró una bocanada larga y dolorosa. Marisol
empezó a desabrocharse la camisa mientras con la otra mano
acariciaba al niño.
-Luego supe por qué
casi nadie quería ir en aquel barco. No era en realidad una traíña,
el patrón se dedicaba a la pesca con nasa.
-¿Nasa? -preguntó
Marisol.
-Sí, una especie de
trampa que se usa para capturar marisco -expliqué yo. Emilio iba
asintiendo con la cabeza-. Se mete carnada dentro y las gambas y las
cigalas entran, pero ya no pueden salir.
-Eso mismo. Sólo
que el patrón usaba carne de delfín como carnada.
Marisol lo miró a
los ojos. El pecho colgaba grávido de leche, acumulando en su íntima
blancura toda la luz del atardecer. Se levantó despacio, y se puso
en pie con el niño en los brazos.
-Disculpad. No sé
si quiero seguir oyendo esto.
Salió entre las
cortinas, dejando a su paso un fantasmal aroma a leche tibia.
Mientras se despegaba lentamente del muelle, el mercante volvió a
mugir y su estruendo limpió el puerto de cualquier otro sonido. Se
quedó rebotando entre los almacenes y los edificios en una terca
ilusión acústica.
-Mi mujer adora los
delfines -dije cuando retornó el silencio-. Lleva dos estampados en
su tarjeta de crédito.
-Entonces ha hecho
bien en irse. No es una historia agradable -dijo, dando otra calada
al cigarrillo-. El patrón del 'Punta' 'Carchuna' aseguraba que la
carne de delfín es el mejor cebo para las nasas. Matar un delfín
está tirado, Rafa. Basta dejarlos que se acerquen, jugando,
siguiendo la estela del barco. Entonces te asomas por la borda y les
clavas un arpón o un bichero. Subes el animal arriba y lo
despedazas.
El viejo se sentó
de nuevo, buscando la mejor manera de contar aquello. El cigarrillo
le colgaba ahora de los dedos.
-Una tarde
arponeamos a una hembra que nadaba al lado del barco. Hasta que la
izamos a bordo no nos dimos cuenta de que estaba criando, un reguero
de leche chorreaba junto a la sangre. Cogí la manguera y empecé a
limpiar la cubierta cuando un chillido nos puso los pelos de punta.
Sonaba como el llanto de un niño, me parece que todavía lo estoy
oyendo.
-¿Un niño?
-Era la cría.
Matamos a la madre cuando la estaba amamantando y entonces toda la
manada se dispersó, pero ella se quedó a la vera del barco,
llamando a la madre a gritos. Juanico, un marinero, la subió a bordo
para hacer una gracia, pero aquello no había dios que lo soportara.
Era horrible, Rafa, lloraba como una criatura, como tu propio hijo,
te lo juro. Lo arrojamos al mar, pero nos acompañó toda la tarde,
siguiendo el rastro de su madre muerta, chillando y chillando.
Emilio se detuvo,
parecía que esperaba que yo dijese o preguntase algo.
-Era un chillido
insoportable, algo que no podías sacarte de los oídos. Al final,
cuando ya avistábamos la línea de la costa, el patrón la mató con
un bichero. Ni siquiera quisimos subirla a bordo, se quedó flotando
como un despojo para las gaviotas.
El silencio volvió
a ocupar su lugar mientras el mercante iba girando trabajosamente
para salir del puerto. Emilio dio una última calada al cigarrillo y
lo arrojó dentro de la lata vacía.
-No estuve mucho
tiempo en aquel barco. Pronto encontré trabajo en una traíña.
Después me enteré que el 'Punta' 'Carchuna' ya no se dedicaba a la
pesca con nasa, que los delfines le rehuían apenas salía de la
bocana del muelle. Lo pintaron de otro color para intentar
engañarlos, pero no hubo manera.
Emilio miró su
reloj, dijo que tenía que marcharse.
-Creí que ibas a
quedarte a cenar.
-No tengo ninguna
gana -dijo-. Despídeme de tu mujer.
Hizo un gesto vago
con la mano. Cuando salía de la terraza, se oyó de nuevo el llanto
del niño.
domingo, 16 de octubre de 2022
Leche amarga. David Torres.
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