Li-Peh-Yang vivió en China,
hace unos dos mil quinientos años. Fue bibliotecario del Emperador.
Sabía tanto que le llamaban Lao-tze, o sea, «el viejo filósofo».
Sin embargo, Lao-tze despreciaba el pasado, los libros y la
filosofía. En realidad era un poeta no exento de buen humor. Como
poeta que era inventó una palabra, Tao, para burlarse de todas las
palabras de los filósofos. «Tao —escribió en su libro
Tao-Teh-Ching— es el nombre de lo innominable. Nunca sabrá qué es
Tao quien no lo sepa ya. Si lo sabe no lo podrá explicar; y si
pudiera, no valdría la pena aprenderlo. Saber qué es Tao es ser
ignorante; los sabios lo son a condición de ignorar a Tao. Tao está
al revés de sí mismo. Creo Tao, creo en Tao, creo con Tao».
Nadie
entendió a Lao-tze. La palabra Tao, como un sol negro, irradiaba
oxímoron y antinomias en el librito sagrado de Tao-Teh-Ching; y
siguió irradiándolos en la actividad verbal de miles de
explicadores. Explicadores de explicadores. Explicadores de
explicadores de explicadores. Cuanto menos lo entendían tanto más
en serio lo tomaban. Ts’in Shih Hevang-ti, para que lo considerasen
el primer Emperador, decidió borrar el pasado: ordenó construir la
Gran Muralla, asesinó a los intelectuales, quemó todos los libros.
Todos, menos el Tao-Teh-Ching. Es que Tao se había convertido en
fórmula mágica. Millones de chinos creyeron que era una solemne
religión. Aquel que tenga buen oído podrá oír, cada vez que un
chino abre la boca para celebrar a Tao, el eco de la remota carcajada
de Lao-tze, el poeta creacionista, dadaísta y jitanjafórico del año
tercero de la soberanía vigesimoprimera de la Dinastía de Chou.
El gato de Cheshire, 1965.
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