domingo, 18 de febrero de 2024

Tao. Enrique Anderson Imbert.

Li-Peh-Yang vivió en China, hace unos dos mil quinientos años. Fue bibliotecario del Emperador. Sabía tanto que le llamaban Lao-tze, o sea, «el viejo filósofo». Sin embargo, Lao-tze despreciaba el pasado, los libros y la filosofía. En realidad era un poeta no exento de buen humor. Como poeta que era inventó una palabra, Tao, para burlarse de todas las palabras de los filósofos. «Tao —escribió en su libro Tao-Teh-Ching— es el nombre de lo innominable. Nunca sabrá qué es Tao quien no lo sepa ya. Si lo sabe no lo podrá explicar; y si pudiera, no valdría la pena aprenderlo. Saber qué es Tao es ser ignorante; los sabios lo son a condición de ignorar a Tao. Tao está al revés de sí mismo. Creo Tao, creo en Tao, creo con Tao».
Nadie entendió a Lao-tze. La palabra Tao, como un sol negro, irradiaba oxímoron y antinomias en el librito sagrado de Tao-Teh-Ching; y siguió irradiándolos en la actividad verbal de miles de explicadores. Explicadores de explicadores. Explicadores de explicadores de explicadores. Cuanto menos lo entendían tanto más en serio lo tomaban. Ts’in Shih Hevang-ti, para que lo considerasen el primer Emperador, decidió borrar el pasado: ordenó construir la Gran Muralla, asesinó a los intelectuales, quemó todos los libros. Todos, menos el Tao-Teh-Ching. Es que Tao se había convertido en fórmula mágica. Millones de chinos creyeron que era una solemne religión. Aquel que tenga buen oído podrá oír, cada vez que un chino abre la boca para celebrar a Tao, el eco de la remota carcajada de Lao-tze, el poeta creacionista, dadaísta y jitanjafórico del año tercero de la soberanía vigesimoprimera de la Dinastía de Chou.

El gato de Cheshire, 1965.

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