A don Juanito se lo pasó por el
sumario un juez berrendo en muerte. Un energúmeno de ojos batracios,
que gritaba las sentencias y se apartaba el sudor a manotazos.
Vomitaba palabras acusadoras que, más que otra cosa, eran gargajos
verbales. Don Juanito lo miraba impasible. No sé si debido a su
ligera sordera o a un infinito desprecio. El salvaje togado, casi
apoplético, se inclinaba sobre la mesa, pendulando su gran cabeza
justamente debajo de la balanza de la Justicia, al tiempo que su dedo
índice de la mano derecha apuntaba a la frente de don Juanito. Aquel
dedo era un dardo mortífero y emponzoñado.
-¿Por
qué me grita? Confieso que soy un poco sordo. Pero su actitud me
convierte en normal.
Risas
en la sala.
-¡Pena
de muerte! ¡Usted sólo merece la pena de muerte!
-¿Y
es eso lo que le enfada?
Más
risas en la sala.
-El
que usted me mande matar ahora, o lo haga más tarde ese Dios en el
nombre del que usted me condena, no supone para mí una gran
diferencia. Muchas veces se me ha llamado “rojo” en esta sala,
cuando el que está francamente “rojo” es usted, y de ira
precisamente. Yo no tengo más rojo que el color de mi sangre. Pero
si usted quiere colorear mi aureola, llámeme liberal, que es lo que
he sido, soy y seré en tanto me quede un poso de aliento.
-¡Le
prohíbo que siga hablado!
-Usted
puede prohibir que hable mi boca. Pero a ver cómo prohíbe que siga
hablando mi pensamiento. Ésta es una de las cosas mágicas del ser
humano. Por muy sojuzgado y humillado que esté, no hay mordaza capaz
de silenciar un cerebro. Aunque… sí. Hay una. Una mordaza en forma
de bala. La única y más inteligente argumentación que emplean
ustedes para hacernos callar.
La
boca de don Juanito tenía dibujada una sonrisa amarga.
-He
dedicado la mayor parte de mi vida a la enseñanza y al conocimiento
de las Humanidades. He procurado ser fiel a mis principios así como
ahora procuraré ser fiel a mis finales. Pero no piense usted, ni por
un momento, que su grosera iracundia vaya a empequeñecer mi ánimo.
Amo la vida y no creo en Dios. Amo la vida porque tiene cosas
verdaderamente bellas. Y no creo en Dios, porque no es posible que un
sumo
Creador se haya equivocado creando seres como usted y semejantes. Y
si seres semejantes han de controlar mi vida, es indudablemente más
hermoso morir ya, ahora mismo o cuando usted quiera.
-¡Llévenselo
de mi vista! ¡Pena de muerte!
Dos
mujeres, de edad madura, con el rosario entre las manos, contenían
la risa a duras penas. La sala estaba repleta. Hacía mucho calor. Un
joven de unos veinte años le tenía puesta la mano en el culo a una
moza de buen ver. Un hombre mayor, tal vez compañero de juegos
infantiles, se mordía el labio inferior. Se hizo un profundo
silencio.
O
tal vez es que yo, como era tan pequeño, al oír “pena de muerte”,
ya no pude seguir oyendo nada de lo que había a mi alrededor.
El hermano bastardo de Dios, 1984.
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