lunes, 19 de febrero de 2024

A don Juanito. [El hermano Bastardo de Dios]. José Luis Coll.

A don Juanito se lo pasó por el sumario un juez berrendo en muerte. Un energúmeno de ojos batracios, que gritaba las sentencias y se apartaba el sudor a manotazos. Vomitaba palabras acusadoras que, más que otra cosa, eran gargajos verbales. Don Juanito lo miraba impasible. No sé si debido a su ligera sordera o a un infinito desprecio. El salvaje togado, casi apoplético, se inclinaba sobre la mesa, pendulando su gran cabeza justamente debajo de la balanza de la Justicia, al tiempo que su dedo índice de la mano derecha apuntaba a la frente de don Juanito. Aquel dedo era un dardo mortífero y emponzoñado.
-¿Por qué me grita? Confieso que soy un poco sordo. Pero su actitud me convierte en normal.
Risas en la sala.
-¡Pena de muerte! ¡Usted sólo merece la pena de muerte!
-¿Y es eso lo que le enfada?
Más risas en la sala.
-El que usted me mande matar ahora, o lo haga más tarde ese Dios en el nombre del que usted me condena, no supone para mí una gran diferencia. Muchas veces se me ha llamado “rojo” en esta sala, cuando el que está francamente “rojo” es usted, y de ira precisamente. Yo no tengo más rojo que el color de mi sangre. Pero si usted quiere colorear mi aureola, llámeme liberal, que es lo que he sido, soy y seré en tanto me quede un poso de aliento.
-¡Le prohíbo que siga hablado!
-Usted puede prohibir que hable mi boca. Pero a ver cómo prohíbe que siga hablando mi pensamiento. Ésta es una de las cosas mágicas del ser humano. Por muy sojuzgado y humillado que esté, no hay mordaza capaz de silenciar un cerebro. Aunque… sí. Hay una. Una mordaza en forma de bala. La única y más inteligente argumentación que emplean ustedes para hacernos callar.
La boca de don Juanito tenía dibujada una sonrisa amarga.
-He dedicado la mayor parte de mi vida a la enseñanza y al conocimiento de las Humanidades. He procurado ser fiel a mis principios así como ahora procuraré ser fiel a mis finales. Pero no piense usted, ni por un momento, que su grosera iracundia vaya a empequeñecer mi ánimo. Amo la vida y no creo en Dios. Amo la vida porque tiene cosas verdaderamente bellas. Y no creo en Dios, porque no es posible que un
sumo Creador se haya equivocado creando seres como usted y semejantes. Y si seres semejantes han de controlar mi vida, es indudablemente más hermoso morir ya, ahora mismo o cuando usted quiera.
-¡Llévenselo de mi vista! ¡Pena de muerte!
Dos mujeres, de edad madura, con el rosario entre las manos, contenían la risa a duras penas. La sala estaba repleta. Hacía mucho calor. Un joven de unos veinte años le tenía puesta la mano en el culo a una moza de buen ver. Un hombre mayor, tal vez compañero de juegos infantiles, se mordía el labio inferior. Se hizo un profundo silencio.
O tal vez es que yo, como era tan pequeño, al oír “pena de muerte”, ya no pude seguir oyendo nada de lo que había a mi alrededor.

El hermano bastardo de Dios, 1984.

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