jueves, 8 de febrero de 2024

Fragmento 66. Encogerse de hombros. Libro del desasosiego. Fernando Pessoa.

Damos generalmente a nuestras ideas de lo desconocido el color de nuestras nociones de lo conocido: si llamamos a la muerte un sueño es porque por fuera se parece a un sueño; si llamamos a la muerte una nueva vida, es porque parece algo diferente de la vida. Con pequeños malentendidos con la realidad construimos las creencias y las esperanzas, y vivimos de las cortezas a las que llamamos panes, como los niños pobres que juegan a ser felices.
Pero así es toda la vida; así es, al menos, aquel sistema de vida particular a lo que comúnmente llamamos civilización. La civilización consiste en dar a una cosa el nombre que no le corresponde, y después soñar sobre el resultado. Y realmente el nombre falso y el sueño verdadero crean una nueva realidad. El objeto se hace realmente otro, porque lo hicimos otro. Manufacturamos realidades. La materia prima continúa siendo la misma, pero la forma, que el arte le dio, se aparta efectivamente de seguir siendo la misma. Una mesa de pino es pino pero también una mesa. Nos sentamos a la mesa, y no al pino. Un amor es un instinto sexual, pero no amamos con el instinto sexual, sino con la presunción de otro sentimiento. Y esa presunción, es, en efecto, otro sentimiento.
No sé qué sutil efecto de luz, o vago ruido, o recuerdo de perfume o música, tocada por no sé qué influencia externa, me trajo de repente, en pleno ir por la calle, estas divagaciones que registro sin prisa, al sentarme, en el café, distraídamente. No sé a dónde iba a orientar mis pensamientos, a dónde preferiría orientarlos. El día es de una leve neblina húmeda y caliente, triste sin amenazas, monótono sin razón. Me duele no sé qué sentimiento que desconozco; me falta un argumento cualquiera sobre no sé qué, no tengo fuerzas en los nervios. Estoy triste mucho más abajo de la conciencia. Y escribo estas líneas, realmente mal anotadas, no para decir esto, ni para decir sea lo que sea, sino para dar una tarea a mi falta de atención. Voy llenando lentamente, a trazos suaves de lápiz romo -que no tengo sentimentalidad para afilar-, el papel blanco de envolver bocadillos que me dieron en el café, porque yo no necesitaba otro mejor y uno cualquier me servía, siempre que fuera blanco. Y me doy por contento. Me reclino. La tarde cae monótona y sin lluvia, con un tono de luz desalentado e incierto… Y dejo de escribir porque dejo de escribir.

Libro del desasosiego, 1982.

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