Imitó a Quique hablando sobre
las necrologías, contó chistes, recordó anécdotas cómicas de la
época en que enseñaba matemáticas. Lo encontraban mejor que nunca,
pleno de vitalidad y energía.
Y
de pronto intuyó que aquello comenzaría, con invencible fuerza,
pues nada podía frenarlo una vez el proceso iniciado. No se trataba
de algo horrendo, no aparecían monstruos. Y sin embargo le producía
ese terror que sólo se siente en ciertos sueños. Poco a poco fue
dominándolo la sensación de que todos empezaban a ser extraños,
algo así como lo que se siente cuando se ve una fiesta nocturna a
través de una ventana: los vemos reírse, conversar, bailar en
silencio, sin saber que alguien los está observando. Pero tampoco
era eso exactamente: quizá como si además la gente quedara separada
de él no por el vidrio de una ventana o por la simple distancia que
se puede salvar caminando y abriendo una puerta, sino por una
dimensión insalvable. Como un fantasma que entre personas vivientes
puede verlos y oírlos, sin que ellos lo vean ni lo oigan. Aunque
tampoco era eso. Porque no sólo los estaba oyendo sino que ellos lo
oían a él, conversaban con él, en ningún momento experimentaban
la menor extrañeza, ignorando que el que hablaba con ellos no era
S., sino una especie de sustituto, una suerte de payaso usurpador.
Mientras
el otro, el auténtico, se iba paulatina y pavorosamente aislando. Y
que, aunque moría de miedo, como alguien que ve alejarse el último
barco que podría rescatarlo, es incapaz de hacer la menor señal de
desesperación, de dar una idea de su creciente lejanía y soledad. Y
así, mientras el barco se alejaba de la isla, empezó a contar una
divertida historia de su época de estudiante, cuando inventaron un
poeta húngaro, protegido por una princesa también inexistente.
Estaban
hasta aquí de Rilke y del snobismo rilkeano. Cargaban las tintas, a
medida que fueron tomando confianza, publicaron dos poemas en francés
en TESEO, unos fragmentos de memoria y finalmente aseguraron que era
leproso. La idea era lograr que Guillermo de Torre publicara una nota
en LA NACIÓN. Todo el mundo se moría de risa y el payaso también,
mientras el otro veía cómo el barco se hacía más y más diminuto.
Abaddón el exterminador, 1974.
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