Llega
un momento en la vida cuando el tiempo nos alcanza. (No sé si
expreso esto bien.) Quiero decir que a partir de tal edad nos vemos
sujetos al tiempo y obligados a contar con él, como si alguna
colérica visión con espada centelleante nos arrojara del paraíso
primero, donde todo hombre ha vivido una vez libre del aguijón de la
muerte. ¡Años de niñez en que el tiempo no existe! Un día, unas
horas son entonces cifra de la eternidad. ¿Cuántos siglos caben en
las horas de un niño?
Recuerdo
aquel rincón del patio en la casa natal, yo a solas y sentado en el
primer peldaño de la escalera de mármol. La vela estaba echada,
sumiendo el ambiente en una fresca penumbra, y sobre la lona, por
donde se filtraba tamizada la luz del mediodía, una estrella
destacaba sus seis puntas de paño rojo. Subían hasta los balcones
abiertos, por el hueco del patio, las hojas anchas de las latanias,
de un verde oscuro y brillante, y abajo, en torno de la fuente,
agrupadas, las matas floridas de adelfas y azaleas. Sonaba el agua al
caer con un ritmo igual, adormecedor, y allá en el fondo del agua
unos peces escarlata nadaban con inquieto movimiento, centelleando
sus escamas en un relámpago de oro. Disuelta en el ambiente había
una languidez que lentamente iba invadiendo mi cuerpo.
Allí,
en el absoluto silencio estival, subrayado por el rumor del agua, los
ojos abiertos a una clara penumbra que realzaba la vida misteriosa de
las cosas, he visto cómo las horas quedaban inmóviles, suspensas en
el aire, tal la nube que oculta un dios, puras y aéreas, sin pasar.
Ocnos, 1942.
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