miércoles, 7 de febrero de 2024

La guardia en la montaña. Slawomir Mrozek.

Nowosadecki, Majer y yo alquilamos una pequeña casa en la montaña para pasar las vacaciones.
Majer pretendía buscar setas. Nowosadecki quería tomar el sol y yo no tenía proyectos determinados.
Fue una buena idea. Silencio, tranquilidad, naturaleza, nadie alrededor. Sólo al anochecer divisamos una lucecita a lo lejos. Ni siquiera era una luz. Nada más que un puntito luminoso.
Primero pensamos que se trataba de una estrella, pero estaba demasiado baja para serlo. Y brillaba incluso con el cielo cubierto, cuando no ves estrellas ni por asomo.
¿Tal vez era una casa? Pero en los alrededores no había ninguna otra casa, sólo la nuestra. ¿Unos vagabundos que hubiesen hecho fuego? Pero el fuego es rojo y centellea, mientras que aquello brillaba con una luz dorada y fija.
Me pone nervioso —dijo Nowosadecki.
Déjalo que brille —expuso su punto de vista diferente Majer—. Está lejos, no nos molesta para nada.
Me pone nervioso no porque brille —precisó Nowosadecki—, sino porque no sé qué es lo que brilla.
Típica avidez de conocimiento —comenté yo—. Propia de la naturaleza humana. Al hombre le interesa, más que el fenómeno en sí, la causalidad. El hombre quiere conocer la causa.
Ya que estamos hablando de la naturaleza —se enervó Nowosadecki—, nos han engañado. Aquí sólo iba a haber naturaleza, pero resulta que hay no se sabe qué gente. Yo quería soledad.
¿Cómo sabes que esa lucecita no es un fenómeno natural?
Precisamente no lo sé, y eso es lo que me pone nervioso.
Al día siguiente fue a buscar setas y Majer estuvo tomando el sol. Yo no hice nada en especial y no tengo nada para explicar.
Nowosadecki volvió del bosque irritado.
No sé, no me ha ido bien, no podía concentrarme.
¿Por qué, si el tiempo es adecuado y hay montones de setas?
Pero he estado pensando todo el tiempo que cuando acabe el día vendrá la noche y esa lucecita volverá a aparecer.
Tal vez no aparezca.
Justamente. No se sabe si aparecerá o no, y esa inseguridad me atormenta.
Bien, pues supongamos que no aparecerá. ¿Te sientes mejor?
Si no aparece será aún peor. Entonces pensaré: ¿por qué antes estaba y ahora no?
Lo olvidarás.
No lo olvidaré; los recuerdos no se olvidan. Además, ya no podré observarla más que en el recuerdo.
Espera hasta la noche y ya veremos. No te preocupes antes de tiempo.
Cuanto más se acercaba la noche, tanto más se impacientaba Nowosadecki, aunque de hecho debería haber sido todo lo contrario: cuanto más cerca estuviese el fin de la espera, tanto menos debería haberse impacientado. Antes de la puesta de sol nos reunimos en el umbral de la casa.
Qué moreno me he puesto, ¿eh? —dijo Majer.
Calla —le reprimió Nowosadecki—. Estamos esperando, no nos distraigas.
Anochecía poco a poco, para Nowosadecki demasiado poco a poco.
No aparece —constató Nowosadecki con nerviosismo—. Ya no aparecerá.
Tal vez ayer sólo nos pareció verla —traté de tranquilizarlo—. A veces a la gente le parece ver cosas.
A uno sí, pero ¿a los tres? Uno podía haberse equivocado, pero no los tres a la vez.
También hay casos de alucinaciones colectivas. Bien es verdad que la experiencia colectiva es la base normativa de nuestros conocimientos, pero el consenso no soporta la prueba filosófica.
¡Palabras! —se enojó Nowosadecki—. No trates de volverme lelo.
Yo no trato nada, sino que analizo.
¡Ahí está! —gritó Majer, que no tomaba parte en nuestra discusión, sino que escrutaba el cielo—. Ahí está, se ha encendido.
Nowosadecki y yo dejamos de teorizar y también miramos. Efectivamente, en medio del oscuro macizo de montañas estaba el puntito luminoso.
¡Dios mío! —gimió Nowosadecki—. ¡Otra vez!
Pero si es lo que querías. Si no hubiese aparecido de nuevo, estarías aún más nervioso.
¡A mí qué me cuentas, cuéntaselo a ella! —gritó indicando la lucecita.
No puedo. Tú eres mi colega, y aquello… ni siquiera sé lo que es.
Precisamente —corroboró Nowosadecki—. Es, pero ¿qué?
Después de cenar, Majer se puso a embadurnarse con la crema Nivea, yo no hacía nada y Nowosadecki salió de la casa. Contemplaba la noche, o más bien sólo aquel puntito luminoso en medio de la noche. No era de extrañar. Aunque la noche era inmensa, inconmensurable e inabarcable, quedaba toda ella suspendida de aquel único puntito como de un clavo.
Al día siguiente por la mañana, Majer apareció descansado, mientras que Nowosadecki estaba pálido y con sueño.
No he podido dormir —se quejó.
No es de extrañar, te quedaste mirando el cielo hasta muy tarde.
Cuando me acosté, tampoco podía dormir. Estuve mucho rato pensando qué puede ser aquello.
¿Tienes alguna hipótesis?
Ninguna. Ahí está y brilla, y nada más.
Aquel día ni siquiera fue a buscar setas. Vagó por la casa, fue de un lado para otro sin ningún objetivo, hasta el mediodía no salió al patio, donde yacía Majer en una hamaca.
Ahora es cuando coge mejor —dijo Majer señalando al sol.
Y a mi qué —murmuró Nowosadecki, y volvió al interior. Era evidente que estaba esperando que anocheciera y que el día se le hacía demasiado largo.
Al anochecer nos sentamos de nuevo en el umbral. Pero —es curioso qué diferente es la gente—, Majer y yo sin aquella tensión del día anterior —¿acaso ya habíamos empezado a habituarnos?—, Nowosadecki, en cambio, aún más excitado.
Majer era quien menos interés demostraba, estaba preocupado porque al mediodía el sol le había quemado demasiado y seguramente iba a pelarse.
Esa Nivea no vale nada —se quejó.
Pizbuin es mejor —le aconsejé—. ¿Lo has probado?
¡Silencio! —gritó Nowosadecki.
¿Por qué? Estamos esperando un fenómeno óptico, no acústico. Si ha de encenderse, se encenderá aunque yo toque un tambor y Majer un trombón.
Como para corroborar mis palabras, en el espacio que pasaba del azul y el gris al azul marino apareció un puntito dorado.
Bien, voy a preparar la pasta —dijo Majer, y se levantó.
Nowosadecki no cenó. Se quedó en el umbral todo ojos; cuando Majer y yo nos íbamos a dormir, él seguía sentado allí.
Que no se vaya a volver lelo —expresó su preocupación Majer—. Buenas noches.
En el desayuno nos encontramos sólo Majer y yo.
¿Sigue sentado? —pregunté a Majer.
Ni se ha movido. Ha estado sentado toda la noche.
Llevé a Nowosadecki una taza de café caliente. Temblaba de frío, pues en la montaña las noches, y sobre todo las madrugadas, son frescas, incluso en verano.
¿Por qué no te has tapado al menos con una manta? —pregunté.
No he podido ir a buscar una manta, porque no quería quitarle la vista de encima. La observación debe ser estricta.
¿Y has visto algo nuevo?
No, todo lo que se puede establecer es que se enciende al anochecer y se apaga al amanecer. Aparte de eso, ni se inmuta.
Pues, ¿para qué sigues sentado? Ya se ha apagado, es de día.
Es verdad —me dio la razón Nowosadecki, y me miró con un aire un poco más despierto.
Durmió el día entero. Mientras tanto Majer consiguió un bonito bronceado; sus temores respecto a la piel resultaron infundados.
Nowosadecki no se despertó hasta antes de la cena.
¿Cenarás hoy? —preguntó Majer.
Sólo quiero un bocadillo. Me lo llevaré para el camino.
¿Qué camino? —nos sorprendimos.
Voy a ver qué es aquello.
Déjalo —intentó retenerlo Majer—. ¿Para qué vas a caminar por ahí de noche?
De día no lo encontraré.
Que se vaya —salí en su apoyo—. Si tiene que volvernos locos, mejor que vaya a ver qué es, de lo contrario nos estropeará las vacaciones.
Se fue. Volvió al día siguiente a eso del mediodía.
¿Y qué? —le dimos la bienvenida Majer y yo.
Nada, está demasiado lejos. En una noche es imposible llegar.
Majer me miró a mí y yo a Majer. Ya sabíamos qué iba a ocurrir.
Efectivamente. Nowosadecki volvió a dormir el día entero y al anochecer hizo la mochila.
No sé cuándo volveré, tal vez dentro de unos días. Vosotros, chicos, quedaos aquí y esperadme.
Esperamos un día, después otro. La primera noche dormimos como de costumbre, la segunda tampoco nos preocupamos por Nowosadecki, porque sabíamos que necesitaba al menos dos noches. Al anochecer del segundo día empezamos a inquietarnos.
No hay nada que temer —argumentaba Majer—. Tal vez necesite más tiempo del que pensamos.
Claro, si son dos noches de ida, pues a la vuelta también serán dos, o un día y una noche si vuelve sin descansar. Le podemos esperar lo más pronto de madrugada. —A pesar de esa lógica, por algún motivo no nos movimos del sitio, mirando en aquella dirección donde, en medio de la noche y de las montañas, estaba el puntito luminoso. No teníamos ganas de hablar y estuvimos así mucho rato.
¿Qué hora es? —pregunté al fin.
Cerca de medianoche.
Será mejor irse a dormir. Seguro que no llegará antes del amanecer.
Y ya me había dado la vuelta para entrar en casa cuando Majer exclamó:
¡Mira!
Miré: en la oscuridad, en el vacío, en lugar de un puntito luminoso, había dos. Uno junto al otro, iguales, no se sabía cuál era el primero y cuál el segundo. Majer tampoco lo sabía, aunque al principio sostuvo que la lucecita de la izquierda se había encendido al lado de la de la derecha; pero cuando le insistí un poco cambió de opinión y se empecinó en que la de la derecha se había encendido al lado de la de la izquierda. Le expliqué que ni la izquierda podía haberse encendido al lado de la derecha, ni la derecha al lado de la izquierda, ya que mientras sólo había una no podía ser ni la derecha ni la izquierda. Entonces tuvo que admitir que de hecho no las diferenciaba y que sólo intentaba establecer algún tipo de orden. Parecían un par de ojos.
Aquella noche dormimos mal.
Nowosadecki no volvió ni al tercer día, ni al quinto. Cuando llegó y pasó el séptimo, Majer dijo:
¿Y si fuéramos a buscarlo?
Nos dijo que esperáramos. Y además…
Además, ¿qué?
Estábamos sentados como de costumbre en el umbral mirando las dos lucecitas.
Si antes brillaba sólo una, y ahora que Nowosadecki no ha vuelto, brillan dos, eso da lugar a la suposición…
¿Qué suposición? —me apremió Majer, pues yo tardaba en terminar la frase.
Que Nowosadecki es la segunda.
Majer se puso pensativo.
Es muy posible —dijo por fin—. Pero en ese caso, ¿qué es lo que brillaba antes?
¿Y cómo puedo saberlo? —contesté con rabia— Nowosadecki también tenía esta curiosidad. Pero si insistes, vamos allí a averiguarlo.
Ni hablar —me tranquilizó Majer—. Al fin y al cabo sólo estamos aquí de vacaciones.

El árbol, 1990.
 

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