viernes, 23 de febrero de 2024

Todos los niños nos cogimos de las manos. Svetlana Alexiévich.

Andréi Tólstik, siete años
Actualmente es doctor en Ciencias Económicas


Yo era pequeño…
Recuerdo a mi madre… Hacía el pan más sabroso de toda la aldea, su huerto era el más bonito de todos. Las dalias que florecían en nuestro jardín delantero y en nuestro patio eran las más grandes. Para todos nosotros —para mi padre, para mis dos hermanos mayores, para mí—, mi madre bordó unas camisas preciosas. Les bordaba el cuello. Les hacía punto de cruz con hilos de color rojo, azul, verde…
No recuerdo quién me avisó de que a mamá la habían fusilado. Fue una de las vecinas, creo. Fui a casa corriendo. Me dijeron: «No la han matado en casa, ha sido en las afueras de la aldea». Mi padre no estaba, luchaba en la guerrilla, igual que mis hermanos; mi primo también se había unido a los partisanos. Fui a ver al vecino, el abuelo Karp.
Han matado a mi madre. Tenemos que traerla.
Enganchamos la vaca (no teníamos caballo) y nos pusimos en marcha. Cuando ya estábamos cerca del bosque, el abuelo Karp me detuvo.
Espera aquí. Yo soy viejo, no importa si me matan. Pero tú… tú todavía eres un chaval.
Me quedé allí esperando. La cabeza me zumbaba: «¿Qué le diré a mi padre? ¿Cómo le diré que han matado a mamá?». Y también cosas más infantiles: «Si veo a mamá muerta, nunca volverá a estar viva. Pero si no la veo, regresaré a casa y ella estará allí».
El pecho de mi madre estaba atravesado por una ráfaga de ametralladora. Se veía la línea en la blusa… También tenía un pequeño agujero negro en la sien… Estaba deseando que le pusieran cuanto antes un pañuelo blanco en la cabeza para dejar de ver ese agujero tan negro. Tenía la sensación de que todavía le dolía…
No subí a la carreta, fui caminando…
En la aldea todos los días se enterraba a alguien… Se me quedó grabado el día en que sepultaron a cuatro partisanos. Eran tres hombres y una muchacha. Los entierros de guerrilleros eran frecuentes, pero aquella era la primera vez que veía enterrar a una mujer. Cavaron una tumba para ella sola… Pusieron su cuerpo aparte, tendido en la hierba, bajo un peral frondoso… Unas ancianas se sentaban a su lado y le acariciaban las manos…
¿Por qué la han separado de los otros? —pregunté.
Era joven… —contestaron las mujeres.
Yo me había quedado solo, sin parientes, sin familia, y me asusté. «¿Qué haré ahora?» Me acompañaron a Zalésie, la aldea de la tía Marfa. Ella no tenía hijos, y su marido luchaba en el frente. Los dos nos escondíamos en el sótano. Ella me abrazaba, estrechaba mi cabeza contra su hombro: «Hijito…».
La tía Marfa enfermó de tifus. Después de ella, enfermé yo. Me acogió la abuela Zenka. Tenía a sus dos hijos en el frente. Yo me despertaba en plena noche y la veía dormitando sentada junto a mi cama: «Hijito…». Toda la gente del pueblo se ocultaba en el bosque cuando venían los alemanes, pero la abuela Zenka se quedaba a mi lado. No me dejó ni una sola vez: «Si hay que morir, moriremos juntos, hijito…».
Después del tifus, durante mucho tiempo me costó andar. Podía caminar si la carretera era llana, pero cualquier pendiente, por corta que fuera, y las piernas me fallaban. Ya estábamos esperando a que llegaran nuestros soldados. Las mujeres fueron al bosque, a buscar fresas salvajes. No había nada más para ofrecerles como bienvenida.
Los soldados caminaban sin fuerzas. La abuela Zenka les llenaba los cascos de fresas rojas. Y ellos me las ofrecían a mí. Yo estaba sentado en el suelo, incapaz de levantarme.
Mi padre regresó de la guerrilla. Sabía que yo había estado enfermo y me trajo un trozo de pan y uno de tocino, tan gordo como un dedo. El pan y el tocino olían a tabaco. Todo olía a mi padre.
Oí la palabra «¡Victoria!» mientras estaba recogiendo acelgas en el prado. Todos los niños nos cogimos de la mano y corrimos así hasta la aldea…

Últimos testigos, los niños de la Segunda Guerra Mundial. 1985.

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