Andréi Tólstik, siete años
Actualmente
es doctor en Ciencias Económicas
Yo
era pequeño…
Recuerdo
a mi madre… Hacía el pan más sabroso de toda la aldea, su huerto
era el más bonito de todos. Las dalias que florecían en nuestro
jardín delantero y en nuestro patio eran las más grandes. Para
todos nosotros —para mi padre, para mis dos hermanos mayores, para
mí—, mi madre bordó unas camisas preciosas. Les bordaba el
cuello. Les hacía punto de cruz con hilos de color rojo, azul,
verde…
No
recuerdo quién me avisó de que a mamá la habían fusilado. Fue una
de las vecinas, creo. Fui a casa corriendo. Me dijeron: «No la han
matado en casa, ha sido en las afueras de la aldea». Mi padre no
estaba, luchaba en la guerrilla, igual que mis hermanos; mi primo
también se había unido a los partisanos. Fui a ver al vecino, el
abuelo Karp.
—Han
matado a mi madre. Tenemos que traerla.
Enganchamos
la vaca (no teníamos caballo) y nos pusimos en marcha. Cuando ya
estábamos cerca del bosque, el abuelo Karp me detuvo.
—Espera
aquí. Yo soy viejo, no importa si me matan. Pero tú… tú todavía
eres un chaval.
Me
quedé allí esperando. La cabeza me zumbaba: «¿Qué le diré a mi
padre? ¿Cómo le diré que han matado a mamá?». Y también cosas
más infantiles: «Si veo a mamá muerta, nunca volverá a estar
viva. Pero si no la veo, regresaré a casa y ella estará allí».
El
pecho de mi madre estaba atravesado por una ráfaga de ametralladora.
Se veía la línea en la blusa… También tenía un pequeño agujero
negro en la sien… Estaba deseando que le pusieran cuanto antes un
pañuelo blanco en la cabeza para dejar de ver ese agujero tan negro.
Tenía la sensación de que todavía le dolía…
No
subí a la carreta, fui caminando…
En
la aldea todos los días se enterraba a alguien… Se me quedó
grabado el día en que sepultaron a cuatro partisanos. Eran tres
hombres y una muchacha. Los entierros de guerrilleros eran
frecuentes, pero aquella era la primera vez que veía enterrar a una
mujer. Cavaron una tumba para ella sola… Pusieron su cuerpo aparte,
tendido en la hierba, bajo un peral frondoso… Unas ancianas se
sentaban a su lado y le acariciaban las manos…
—¿Por
qué la han separado de los otros? —pregunté.
—Era
joven… —contestaron las mujeres.
Yo
me había quedado solo, sin parientes, sin familia, y me asusté.
«¿Qué haré ahora?» Me acompañaron a Zalésie, la aldea de la
tía Marfa. Ella no tenía hijos, y su marido luchaba en el frente.
Los dos nos escondíamos en el sótano. Ella me abrazaba, estrechaba
mi cabeza contra su hombro: «Hijito…».
La
tía Marfa enfermó de tifus. Después de ella, enfermé yo. Me
acogió la abuela Zenka. Tenía a sus dos hijos en el frente. Yo me
despertaba en plena noche y la veía dormitando sentada junto a mi
cama: «Hijito…». Toda la gente del pueblo se ocultaba en el
bosque cuando venían los alemanes, pero la abuela Zenka se quedaba a
mi lado. No me dejó ni una sola vez: «Si hay que morir, moriremos
juntos, hijito…».
Después
del tifus, durante mucho tiempo me costó andar. Podía caminar si la
carretera era llana, pero cualquier pendiente, por corta que fuera, y
las piernas me fallaban. Ya estábamos esperando a que llegaran
nuestros soldados. Las mujeres fueron al bosque, a buscar fresas
salvajes. No había nada más para ofrecerles como bienvenida.
Los
soldados caminaban sin fuerzas. La abuela Zenka les llenaba los
cascos de fresas rojas. Y ellos me las ofrecían a mí. Yo estaba
sentado en el suelo, incapaz de levantarme.
Mi
padre regresó de la guerrilla. Sabía que yo había estado enfermo y
me trajo un trozo de pan y uno de tocino, tan gordo como un dedo. El
pan y el tocino olían a tabaco. Todo olía a mi padre.
Oí
la palabra «¡Victoria!» mientras estaba recogiendo acelgas en el
prado. Todos los niños nos cogimos de la mano y corrimos así hasta
la aldea…
Últimos testigos, los niños de la Segunda Guerra Mundial. 1985.
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