Mi padre me enseñó a hacer daño a la gente una noche de agosto en el autocine Torch cuando yo tenía siete años. Era lo único que se le dio bien alguna vez. Fue hace muchos años, cuando la experiencia de ver películas al aire libre todavía era de lo más popular en el sur de Ohio. Ponían Godzilla, junto con una película cutre de platillos voladores que demostraba que los moldes de tartas podían conquistar el mundo.
Aquella noche hacía un calor que se caían los pájaros, y para cuando empezó la película en la enorme pantalla de madera contrachapada, el viejo ya estaba de un humor de perros. No paraba de despotricar contra el calor y de secarse el sudor de la frente con una bolsa de papel marrón. Hacía dos meses que no llovía en el condado de Ross. Todas las mañanas mi madre sintonizaba la KB98 en la radio de la cocina y escuchaba cómo la señorita Sally Flowers le pedía a Dios que hubiera tormenta. Luego salía y se quedaba mirando aquel cielo blanco y vacío que pendía como una sábana sobre la hondonada. A veces todavía la recuerdo allí de pie, en medio de aquella hierba reseca y marrón, estirando el cuello con la esperanza de ver aunque fuera una triste nube oscura.
—Eh, Vernon, mira esto —dijo mi madre aquella noche.
Desde que habíamos aparcado, había estado intentando demostrarle al viejo que era capaz de meterse un perrito caliente en la boca sin estropearse el reluciente pintalabios. Hay que tener en cuenta que mi madre llevaba todo el verano sin salir de Knockemstiff. El mero hecho de ver un par de luces rojas ya la tenía toda alborotada. Pero cada vez que se atragantaba con la salchicha, a mi viejo se le retorcían un poco más aquellos músculos como sogas que tenía en el pescuezo, y daba la impresión de que la cabeza le iba a salir disparada en cualquier momento. Mi hermana mayor, Jeannette, había sido lista y se había pasado todo el día fingiéndose enferma, y así era como los había convencido para que la dejaran quedarse en casa de una vecina. De manera que allí estaba yo, atrapado a solas en el asiento trasero, mordiéndome la piel de los dedos y confiando en que mamá no cabreara demasiado al viejo antes de que Godzilla destrozara Tokio a pisotones.
Pero la verdad es que ya era demasiado tarde. Mamá se había olvidado de llevar la taza especial del viejo, de modo que por lo que a él respectaba todo era una puta mierda. Ni siquiera Popeye le arrancó una risita, así que mucho menos se iba a emocionar porque su mujer hiciera trucos con una salchicha Oscar Mayer arrugada. Además, mi viejo odiaba las películas.
«Son un montón de mentiras de mierda —decía siempre que alguien mencionaba que había visto la última película de John Wayne o de Robert Mitchum—. ¿Qué fregados tiene de malo la vida real?» Para empezar, si había aceptado ir al autocine era sólo por el escándalo que le había montado mi madre la noche antes, cuando apareció en casa con un coche nuevo, un Impala de 1965.
Era el tercer coche que se compraba en lo que iba de año. Nos alimentábamos a base de sopa de alubias y pan frito, pero íbamos en coche por Knockemstiff como ricos. Aquella misma mañana había oído a mi madre tomar el teléfono y ponerse a rajar con su hermana, la que vivía en el pueblo.
—Está loco, el cabrón, Margie —le dijo—. El mes pasado no pudimos ni pagar la factura de la luz.
Yo estaba sentado delante de la tele muerta, mirando cómo le goteaba sangre aguada por sus pálidas pantorrillas. Se las había intentado afeitar con la navaja del viejo, pero tenía las piernas como barras de mantequilla. Una mosca negra no paraba de zumbar alrededor de sus tobillos huesudos y de esquivar sus palmadas cabreadas.
—Lo digo en serio, Margie —dijo por el auricular negro—, si no fuera por los críos me largaría de este hoyo de mala muerte sin pensarlo.
Nada más empezar Godzilla, mi viejo sacó el cenicero del salpicadero y lo llenó de whisky de su botella.
—Por el amor de Dios, Vernon —dijo mi madre. Se había quedado con el perrito caliente en alto, a punto de metérselo otra vez en la boca.
—Eh, ya te he dicho que no pienso beber de la botella. Empiezas con esa mierda y acabas como un pinche borracho de la calle.
Dio un trago del cenicero, tuvo una arcada y escupió una colilla empapada por la ventanilla. Después de dar un par de sorbos más del cenicero, el viejo abrió la puerta de golpe y sacó sus flacas piernas. Se le escapó un chorro de vómito que le empapó de Old Grand-Dad los bajos de los pantalones azules de trabajo. La camioneta que teníamos al lado arrancó y se colocó en otro sitio de la hilera de coches. El viejo se pasó un par de minutos con la cabeza colgando entre las piernas, pero al fin se incorporó y se limpió la barbilla con el dorso de la mano.
—Bobby —me dijo—, como tu pobre padre se coma uno más de esos buñuelos de patata grasientos de tu madre, lo van a tener que enterrar.
Con lo que comía mi viejo no sobreviviría ni una rata, pero cada vez que vomitaba el whisky le echaba la culpa a la comida que le hacía mamá. Ésta se rindió, envolvió el perrito caliente en una servilleta y me lo devolvió.
—Vernon, acuérdate de que nos tienes que llevar en coche a casa —lo avisó.
—Carajo —dijo él, encendiendo un cigarrillo—, pero si este coche se conduce solo.
Luego vació el cenicero y se acabó lo que le quedaba de bebida. Estuvo unos minutos mirando la pantalla y se fue hundiendo lentamente en la tapicería acolchada como si fuera un sol poniente. Mi madre estiró el brazo y bajó un poco el volumen del altavoz que colgaba de la ventanilla. Nuestra única esperanza era que el viejo se quedara dormido antes de que la noche entera se fuera al garete. Pero en cuanto Raymond Burr aterrizó en el aeropuerto de Tokio, se incorporó de golpe en su asiento y se volvió para fulminarme con su mirada inyectada en sangre.
—Me cago en la puta, mocoso. ¿Cuántas veces tengo que decirte que no te muerdas las uñas? Haces más ruido que un puto ratón royendo un saco de maíz.
—Déjalo en paz, Vernon —intervino mi madre—. Además, no se las muerde.
—Joder, ¿y qué diferencia hay? —dijo, rascándose la barba del cuello—. Vete a saber dónde ha metido esas zarpas de pajillero.
Yo me saqué los dedos de la boca y me senté encima de las manos. Era la única forma que tenía de mantenerlas apartadas cuando estaba con mi padre. El viejo llevaba todo el verano amenazándome con rebozarme de mierda de pollo hasta los codos para quitarme el hábito. Ahora se echó más whisky en el cenicero y se lo tragó con un escalofrío. Justo cuando estaba desplazándome sigilosamente por el asiento para sentarme detrás de mi madre, la luz del techo se encendió.
—Venga, Bobby —dijo—. Tenemos que echar una meada.
—Pero si acaba de empezar la película, Vernon —protestó mamá—. Lleva todo el verano esperando para verla.
—Eh, ya sabes cómo es —dijo el viejo lo bastante alto como para que lo oyera la gente de la hilera de al lado—. Cuando vea ese rollo del Godzilla, no quiero que se mee en los asientos nuevos.
Se deslizó fuera del coche, se apoyó en el poste metálico de los altavoces y se remetió la camiseta en los anchos pantalones. Yo salí a regañadientes y seguí a mi viejo mientras él cruzaba el solar de grava haciendo eses. Unas adolescentes con mini shorts pasaron pavoneándose a nuestro lado, con las piernas iluminadas por la luz resplandeciente de la pantalla. Cuando se detuvo a mirarlas, choqué contra sus piernas y me caí a sus pies.
—Me cago en la puta, mocoso —me dijo, levantándome de un tirón del brazo como si yo fuera una muñeca de trapo—.
A ver si miras por dónde vas. Cada día te pareces más a tu puñetera madre.
El edificio de bloques de hormigón que había en medio del solar del autocine estaba abarrotado de gente. El proyector, que traqueteaba con estruendo, estaba en la parte de delante, el tenderete de refrescos en el medio y los retretes en la parte de atrás. El olor a meados y a palomitas flotaba en el aire caluroso y estancado como si fuera insecticida. En los lavabos había una hilera de hombres y muchachos con las pollas colgando a lo largo de una artesa de metal verde. Todos estaban mirando al frente, con la vista clavada en una pared pintada de color barro.
Otros esperaban en fila tras ellos sobre el suelo mojado y pegajoso, meciéndose sobre las puntas de sus zapatos y esperando su turno con impaciencia. Un gordo con peto y un sombrero de paja raído salió de un cubículo de madera dando tumbos y masticando una chocolatina Zero, y el viejo aprovechó para empujarme adentro y cerrar de un portazo detrás de mí.
Yo tiré de la cadena y me quedé un rato allí conteniendo la respiración, fingiendo que meaba. Del exterior me llegaban fragmentos de diálogo de la película, y yo trataba de imaginarme las partes que me estaba perdiendo cuando el viejo empezó a aporrear la puerta endeble.
—Joder, mocoso, ¿por qué tardas tanto? —gritó—. ¿Te la estás cascando o qué? —Volvió a aporrear la puerta y oí que alguien se reía. Luego dijo—: Te lo juro, estos putos mocosos te vuelven loco.
Me subí el cierre y salí del cubículo. El viejo le estaba dando un cigarro a un tipo gordo con el pelo negro y grasiento repeinado con serrín. Una mancha color púrpura con forma de porción de tarta le cubría los faldones de su sucia camisa.
—Te lo juro por Dios, Cappy —le estaba diciendo mi padre al hombre—, este mocoso le tiene miedo a su puñetera sombra.
Un puto gusano tiene más pelotas que él.
—No, si yo te entiendo —dijo Cappy. Le arrancó el filtro al cigarrillo de un mordisco y lo escupió en el suelo de cemento—.
Mi hermana tiene uno igual. El pobre desgraciado no es capaz ni de poner la mosca en el anzuelo.
—Bobby tendría que haber salido niña —soltó el viejo—.
Joder, cuando yo tenía su edad, ya estaba cortando leña para la cocina.
Cappy se sacó una cerilla larga de madera del bolsillo de la camisa, encendió el cigarrillo y dijo con un encogimiento de hombros:
—Bueno, aquéllos eran otros tiempos, Vern. —Luego se metió la cerilla por la oreja y se hurgó la cabeza entera.
—Lo sé, lo sé —continuó el viejo—, pero aun así, uno se pregunta a dónde fregados va este país.
De pronto un hombre con gafas de montura negra se salió de su sitio en la fila de los urinarios y le dio unos golpecitos en el hombro a mi padre. Era el cabrón más grande que había visto en mi vida; tenía un cabezón enorme que prácticamente tocaba el techo y unos brazos del tamaño de postes. Detrás de él había un muchacho de mi altura, vestido con un bañador de colores vivos y una camiseta con una foto descolorida de Davy Crockett en la pechera. Llevaba el pelo al rape recién engominado y la barbilla manchada de gaseosa de naranja. Cada vez que respiraba, emergía de su boca un globo de chicle Bazooka que parecía una flor redonda de color rosa. Tenía pinta de ser feliz y yo lo odié al instante.
—Cuidado con las palabrotas —advirtió el hombre. Su vozarrón retumbó por la sala y todo el mundo se volvió para mirarnos.
Mi viejo se giró de golpe y se dio con la nariz en el pecho del hombretón. Salió rebotado hacia atrás y levantó la vista hacia el gigante que se erguía por encima de él.
—Joder —dijo.
La cara sudorosa del hombre se empezó a poner roja.
—¿Es que no me has entendido? —le dijo a mi padre—.
Te he pedido que no sueltes palabrotas. No quiero que mi hijo oiga ese vocabulario. —Y luego dijo muy despacio, como si estuviera hablando con un retrasado—: No... te lo voy... a pedir... otra vez.
—No me lo has pedido ni una puta vez —le soltó mi padre.
Mi viejo tenía el cuerpo duro como una roca, pero en aquella época estaba hecho un fideo, y nunca sabía callarse a tiempo.
Se quedó mirando a la multitud que se empezaba a congregar, después se volvió hacia Cappy y le guiñó un ojo.
—Ah, ¿te parece gracioso? —dijo el hombre. Cerró las manos para formar unos puños del tamaño de pelotas de softball y dio un paso hacia mi padre. Alguien al fondo de la sala dijo:
—Dale una paliza.
Mi padre retrocedió dos pasos, dejó caer el cigarrillo y levantó las palmas de las manos.
—Quieto parado, colega. Carajo, no iba con mala intención. Luego bajó la vista y se quedó mirando los zapatos negros del grandulón durante unos segundos. Yo vi que se estaba mordiendo el interior de las mejillas. No paraba de abrir y cerrar las manos como si fueran las pinzas de una cigala—. Eh —dijo por fin—, esta noche no queremos problemas por aquí.
El grandulón echó un vistazo a la gente. Estaban todos esperando a ver qué hacía a continuación. Se le empezaron a resbalar las gafas por la ancha nariz y se las volvió a subir. Respiró hondo, tragó saliva aparatosamente y le clavó un dedazo a mi padre en el pecho huesudo.
—Escucha, lo digo en serio —dijo, escupiendo gotitas de saliva—. Aquí vienen muchas familias. No me importa que seas un maldito borracho. ¿Me entiendes? Yo miré furtivamente al hijo del tipo y él me sacó la lengua.
—Sí, lo entiendo —oí que mi padre decía en voz baja.
Una sonrisa petulante se dibujó en la cara de aquel cabronazo de gigante. Hinchó el pecho como si fuera un pavo real y se le tensaron los botones de la camisa blanca y limpia. Echó una mirada a la panda de hombres que confiaban en ver una pelea, soltó un profundo suspiro y encogió sus anchos hombros.
—Me temo que esto es todo, muchachos —dijo sin dirigirse a nadie en particular.
A continuación, con la mano apoyada suavemente sobre la cabeza de su hijo, empezó a darse la vuelta.
Yo miré nerviosamente cómo la multitud, decepcionada, negaba con la cabeza y comenzaba a alejarse. Recuerdo haber deseado poder largarme a hurtadillas con ellos. Supuse que mi viejo me iba a culpar a mí de lo mal que había ido aquello.
Pero en el mismo momento en que el rugido de Godzilla, chirriante como el gozne de una puerta, arrancaba ecos de los lavabos, mi padre se abalanzó hacia el grandulón y le arreó un puñetazo en toda la sien. La gente nunca me cree, pero una vez vi a mi viejo tumbar a un caballo con aquella misma mano. Un crujido espantoso reverberó por la sala de cemento.
El hombre se tambaleó y de pronto a su cuerpo se le escapó todo el aire, como si se estuviera tirando un pedo. Agitó las manos frenéticamente en el aire, igual que si intentara agarrar una cuerda de salvamento, y por fin se desplomó en el suelo con un ruido sordo.
La sala se quedó un momento en silencio, pero en cuanto el hijo del tipo se puso a chillar, mi padre estalló. Rodeó al hombre, atizándole patadas en las costillas con sus botas de trabajo, y le pisoteó la mano izquierda hasta que la alianza de oro le cortó la carne y se le vio el hueso del dedo. Se puso de rodillas, le quitó las gafas, se las partió por la mitad y le pegó en la cara con tanta fuerza que un diente le atravesó la mejilla carnosa.
Por fin Cappy y otros tres hombres agarraron a mi padre por detrás y se lo llevaron a rastras. Tenía los puños cubiertos de sangre reluciente. De la barbilla le colgaba un fino hilo de espuma blanca. Oí que alguien gritaba que llamaran a la policía.
Sin soltar a mi padre, Cappy dijo:
—Joder, Vern, ese hombre está malherido.
Justo cuando yo estaba levantando la vista del cuerpo tirado en el suelo para mirar a los ojos desquiciados de mi padre, el hijo del tipo se volvió y me arreó en toda la oreja. Yo me cubrí la cabeza con los brazos y me agaché mientras el chico se ponía a darme de golpes.
—¡Maldito seas! —oí que mi padre gritaba con voz ronca—.
¡Como no des la cara, te doy una tunda!
Los perritos calientes que me había comido me subieron por la garganta y me los volví a tragar. Yo no quería pelear, pero el chico no era nada comparado con mi viejo. Justo cuando me levanté para mirarlo me pegó un puñetazo en la boca. Me eché hacia atrás y di un manotazo a ciegas. De alguna manera conseguí acertarle en la cara. Oí que mi padre volvía a gritar y seguí dando porrazos. Al cabo de tres o cuatro puñetazos el mocoso bajó las manos y se echó a lloriquear, atragantándose con el chicle. Dirigí una mirada a mi viejo y él me gritó:
—¡Rómpele la cara!
Yo volví a pegar al chico, y de la nariz le salió un chorro de sangre de color rojo brillante.
Zafándose de los hombres que lo sujetaban, mi padre me cogió del brazo y me sacó por la puerta. Cruzó corriendo el estacionamiento, llevándome a rastras y buscando el coche en la oscuridad. De pronto se detuvo y se arrodilló ante mí. Estaba intentando respirar.
—Lo has hecho bien, Bobby —dijo, secándose el sudor de los ojos. Me agarró de los hombros y me los estrujó—. Lo has hecho muy bien.
Cuando encontramos el coche, mi padre me empujó al asiento trasero y levantó el altavoz de la ventanilla. Lo dejó caer al suelo con un estruendo, se abalanzó hacia el interior y puso la llave en el contacto. Mi madre se despertó de golpe.
—¿Ya se ha acabado? —preguntó con voz soñolienta.
Por el sistema de megafonía se oyó una voz crepitante suplicando que, si había algún médico o enfermera, se presentara de inmediato en el tenderete de refrescos.
—Dios, ¿qué ha pasado? —dijo mamá, irguiéndose en el asiento y frotándose la cara.
—Un gordo hijo de puta ha intentado decirnos cómo tenemos que hablar, eso es lo que ha pasado —respondió el viejo—.
Pero les hemos dado una buena, ¿eh, Bobby? Arrancó el motor. Los dos levantamos la vista hacia la pantalla justo cuando Godzilla estaba mordiendo una torre de alta tensión—.
Puta madre, mocoso, ese bicho tiene unos dientes así de largos —se rió mi viejo, extendiendo los dos brazos. Luego se inclinó y le dijo a mi madre en voz baja—: Esta vez van a avisar a las autoridades. Estiró el brazo y puso el Chevy en marcha.
Pisando a fondo el acelerador, el viejo bajó el coche del montículo donde habíamos aparcado y salió coleando por entre los demás vehículos. La grava suelta los salpicó. Un viejo y una mujer se chocaron mientras intentaban apartarse de nuestro camino. Empezaron a sonar bocinas y a encenderse faros.
Nos largamos a toda prisa por la salida y llegamos patinando a la carretera, donde pusimos rumbo al oeste en dirección a casa. Una ambulancia pasó a toda velocidad a nuestro lado, con la sirena aullando. Yo miré atrás, hacia el cine, en el preciso momento en que la pantalla parpadeaba y se apagaba.
—Agnes, tendrías que haberlo visto —dijo mi viejo, aporreando el volante con la mano ensangrentada—. Le ha arreado una buena tunda a ese mocoso. —Agarró la botella de debajo del asiento, la destapó y dio un trago largo—. ¡Ésta es la mejor noche de mi puta vida! —gritó por la ventanilla.
—¿Has metido a Bobby en una pelea?
—Pues claro, faltaría más, joder —replicó mi viejo.
Mi madre se inclinó por encima del asiento delantero, me palpó la cabeza con las manos y echó un vistazo a mi cara en la oscuridad.
—Bobby, ¿estás herido? —me preguntó.
—Tengo sangre.
—Dios mío, Vernon —dijo ella—. ¿Qué has hecho esta vez, cabrón de mierda?
Alcé la mirada justo cuando él le arreaba un golpe con el antebrazo. La cabeza de mi madre rebotó contra la ventanilla.
—¡Hijo de puta! —gritó ella, cubriéndose la cabeza con las manos.
—No lo trates como a un bebé. Y tampoco me llames «cabrón».
Yo pegué un salto y me senté detrás de mi padre mientras volvíamos a casa a toda velocidad. Cada vez que se cruzaba con un coche, daba otro trago de la botella. El viento entraba a ráfagas por su ventanilla abierta y me secaba el sudor. El Impala daba la impresión de estar flotando por encima de la carretera. «Lo has hecho bien», me repetía a mí mismo una y otra vez. Fue la única maldita cosa que me dijo el viejo en toda mi vida que no traté de olvidar. Más tarde me despertó el ruido de una tormenta que se avecinaba. Yo estaba tumbado en la cama, todavía vestido.
A través de la ventana vi relámpagos por encima de las Mitchell Flats. Un inmenso retumbar de truenos avanzaba por la hondonada, seguido de cerca por un aullido agudo y espantoso; pensé en Godzilla y en la película que me había perdido.
Solamente cuando los truenos se alejaron me di cuenta de que aquel aullido era el ruido que hacía mi viejo al vomitar en el cuarto de baño.
Se abrió la puerta de mi dormitorio y mi madre entró con una vela encendida en las manos.
—¿Bobby? —dijo.
Yo fingí que estaba dormido. Ella se inclinó sobre mí y me acarició la mejilla dolorida con su suave mano. Luego levantó el brazo y me cerró la ventana. A la luz de la vela, le eché un vistazo furtivo al moretón que se le extendía por la cara como una mancha de mermelada de uva.
Salió de puntillas de la habitación, dejando la puerta entreabierta, y se alejó por el pasillo.
—Ten —oí que le decía a mi padre—, ¿verdad que alivia?
—Creo que me lo he roto —dijo éste—. El cabrón ese tenía la cabeza dura como una piedra.
—No deberías beber, Vernon.
—¿Está dormido?
—Está agotado.
—Me apuesto un sueldo a que le ha roto la nariz a ese mocoso, por cómo sangraba —dijo mi padre.
—Tendríamos que irnos a la cama.
—No me lo podía creer, Agnes. Ese pinchi mocoso era el doble de grande que Bobby, lo juro por Dios.
—No es más que un niño, Vernon.
Pasaron despacio por delante de mi puerta, apoyados el uno en el otro, y entraron en su dormitorio. Oí que mi madre decía «Ni hablar», pero al cabo de unos minutos la cama comenzó a chirriar como una sierra oxidada. Fuera, la tormenta por fin se desató y unos goterones enormes empezaron a aporrear el tejado de hojalata de la casa. Oí que mi madre gemía y que mi padre llamaba a Dios. Un relámpago trazó un arco en el cielo negro y unas sombras largas se pusieron a danzar por las paredes de yeso desnudo de mi habitación. Me tapé la cabeza con la fina sábana y me metí los dedos en la boca.
Un sabor dulce y salado me hizo escocer el labio partido y se esparció por mi lengua. Era la sangre del otro chico, que yo todavía tenía en las manos.
Mientras la cama de mis padres aporreaba con fuerza el suelo de la habitación contigua, yo me lamí la sangre de los nudillos. Los grumos secos se me disolvieron en la boca y convirtieron mi saliva en sirope. Aun después de tragarme toda aquella sangre, me seguí lamiendo las manos. Quería más. Ya siempre querría más.
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