Eso era entonces, diez años atrás, y ahora eso se repite conmigo cada día. Ahora… Eso va siempre conmigo.
Vivíamos en la ciudad de Prípiat. En la misma ciudad que ahora conoce todo el mundo.
No soy escritor. No sabría contarlo. No soy lo bastante inteligente para entenderlo. Ni siquiera con mi formación superior.
De modo que vas haciendo tu vida. Soy una persona corriente. Poca cosa. Igual que los que te rodean; vas a tu trabajo y vuelves a casa. Recibes un sueldo medio. Viajas una vez al año de vacaciones. Tienes mujer. Hijos. ¡Una persona normal!
Y un día, de pronto, te conviertes en un hombre de Chernóbil. ¡En un bicho raro! En algo que le interesa a todo el mundo y de lo que no se sabe nada. Quieres ser como los demás, pero ya es imposible. No puedes, ya es imposible regresar al mundo de antes. Te miran con otros ojos. Te preguntan: «¿Pasaste miedo ahí? ¿Cómo ardía la central? ¿Qué has visto?». O, por ejemplo, «¿Puedes tener hijos? ¿No te ha dejado tu mujer?». En los primeros tiempos, todos nos convertimos en bichos raros. La propia palabra «Chernóbil» es como una señal acústica. Todos giran la cabeza hacia ti. «¡Es de allí!».
Estos eran los sentimientos de los primeros días. No perdimos una ciudad, sino toda una vida.
Dejamos la casa al tercer día. El reactor ardía. Se me ha quedado grabado que un conocido dijo: «Huele a reactor». Un olor indescriptible. Pero sobre esto todos leímos en los periódicos. Han convertido Chernóbil en una fábrica de horrores, aunque, en realidad, parece más bien un cómic. Esto, en cambio, hay que llegar a entenderlo, porque hemos de convivir con ello.
Le contaré solo lo mío. Mi verdad.
Ocurrió así. Por la radio habían dicho: «¡No se pueden llevar los gatos!». Mi hija se puso a llorar, y del miedo a quedarse sin su querido gato empezó a tartamudear. ¡Y decidimos meter el gato en la maleta! Pero el animal no quería meterse en la maleta, se escabullía. Nos arañó a todos. «¡Prohibido llevarse las cosas!». No me llevaré todas las cosas, pero sí una. ¡Una sola cosa! Tengo que quitar la puerta del piso y llevármela; no puedo dejar la puerta. Cerraré la entrada con tablones.
Nuestra puerta… ¡Aquella puerta era nuestro talismán! Una reliquia familiar. Sobre esta puerta velamos a mi padre. No sé según qué costumbre, no en todas partes lo hacen, pero entre nosotros, como me dijo mi madre, hay que acostar al difunto sobre la puerta de su casa. Lo velan sobre ella, hasta que traen el ataúd. Yo me pasé toda la noche junto a mi padre, que yacía sobre esta puerta. La casa estaba abierta. Toda la noche. Y sobre esta misma puerta, hasta lo alto, están las muescas. De cómo iba creciendo yo. Se ven anotadas: la primera clase, la segunda. La séptima. Antes del ejército… Y al lado ya: cómo fue creciendo mi hijo. Y mi hija. En esta puerta está escrita toda nuestra vida, como en los antiguos papiros. ¿Cómo voy a dejarla?
Le pedí a un vecino que tenía coche: «¡Ayúdame!». Y el tipo me señaló a la cabeza, como diciendo tú estás mal de la chaveta. Pero saqué aquella puerta de allí. Mi puerta. Por la noche… en una moto. Por el bosque. La saqué al cabo de dos años, cuando ya habían saqueado nuestro piso. Limpio quedó. Hasta me persiguió la milicia: «¡Alto o disparo! ¡Alto o disparo!». Me tomaron por un ladrón, claro. De manera que, como quien dice, robé la puerta de mi propia casa.
Mandé a mi hija con la mujer al hospital. Se les había cubierto todo el cuerpo de manchas negras. Las manchas salían, desaparecían y volvían a salir. Del tamaño de una moneda. Sin ningún dolor. Las examinaron a las dos. Y yo pregunté: «Dígame, ¿cuál es el resultado?». «No es cosa suya». «¿De quién, entonces?».
A nuestro alrededor todos decían: vamos a morir. Para el año 2000 los bielorrusos habrán desaparecido. Mi hija cumplió seis años. Los cumplió justo el día del accidente. La acostaba y ella me susurraba al oído: «Papá, quiero vivir, aún soy muy pequeña». Y yo que pensaba que no entendía nada. En cambio, veía a una maestra en el jardín infantil con bata blanca o a la cocinera en el comedor y le daba un ataque de histeria: «¡No quiero ir al hospital! ¡No me quiero morir!». No soportaba el color blanco. En la casa nueva cambiamos incluso las cortinas blancas.
¿Usted es capaz de imaginarse a siete niñas calvas juntas? Eran siete en la sala. ¡No, basta! ¡Acabo! Mientras se lo cuento tengo la sensación, mire, mi corazón me dice que estoy cometiendo una traición. Porque tengo que describirla como si no fuera mi hija. Sus sufrimientos.
Mi mujer llegaba del hospital. Y no podía más: «Más valdría que se muriera, antes que sufrir de este modo. O que me muera yo; no quiero seguir viendo esto». ¡No, basta! ¡Acabo! No estoy en condiciones. ¡No!
La acostamos sobre la puerta. Encima de la puerta sobre la que un día reposó mi padre. Hasta que trajeron un pequeño ataúd. Pequeño, como la caja de una muñeca grande. Como una caja… Quiero dejar testimonio: mi hija murió por culpa de Chernóbil. Y aún quieren de nosotros que callemos. La ciencia, nos dicen, no lo ha demostrado, no tenemos bancos de datos. Hay que esperar cientos de años. Pero mi vida humana… Es mucho más breve. No puedo esperar. Apunte usted. Apunte al menos que mi hija se llamaba Katia… Katiusha. Y que murió a los siete años.
Nikolái Fómich Kalaguin, padre.
Cuales son las limitaciones de Nikolai?
ResponderEliminarLimitaciónes en cuanto a que
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