El hombre que avanza oculto por andrajos que son en
realidad restos de memoria que lo ocultan del doloroso presente encuentra al
perro, y el perro entreabre los ojos y lo mira, cansado, apenas alcanza a
olfatearlo y mover la cola de alegría, Y encuentra su pasado sentado al telar,
pero también recuerda cómo el espacio lo enmarcan blancas, líquidas, gaseosas
crestas, y vuelve a mirar al perro que otra vez dormita, camino de la muerte, y
se recuerda en el espejo del mar mientras navegaba los años, y se contempla en
él, los brazos fuertes cubiertos de sal seca, la inestabilidad de las
corrientes tatuada en las plantas de sus pies, y se gira, entonces se gira y
sale del lugar, y olvida al perro que muere o está muriendo o ha muerto, y
olvida a la mujer que teje, y se olvida a sí mismo, se intenta olvidar a sí
mismo al menos, y regresa a su barco que se mece en el puerto con la bodega
anegada de soledad, y parte de nuevo en cuanto el viento hace vivir las velas,
y con el sol a la espalda un griego llora sentado en una colina desde la
que contempla rodar la tierra en dirección al mar y ve empequeñecerse los
mástiles, llora por un perro muerto, por una mujer sola, por un hombre solo, y
llora por una historia que nunca concluirá, y que no cantará nunca.
Hombres felices. Felipe R. Navarro, 2016.
No hay comentarios:
Publicar un comentario