lunes, 4 de febrero de 2019

Te cuento un cuento de Babalú. Eduardo Galeano.


Una bruma fresca, la anunciación del alba, se va desprendiendo de la tierra y vaga, gris, por el aire. Ella ha pasado toda la noche con los ojos abiertos. Por fin ha salido de la única sábana, tan suavemente como le ha sido posible; la cama ha aullado, como de costumbre, con todo ese griterío de vieja loca de los elásticos rotos, pero él no se ha despertado. Es raro que él siga durmiendo. Realmente raro que pueda. Ella lo ha mirado, tomando distancia; ha hecho un largo esfuerzo por sentirlo lejos o ajeno o no sentirlo. El aire estaba un poco frío y ella se ha envuelto en la camisa de él, que ha encontrado a tientas, caída junto a una de las absurdas patas de bronce, patas como garras, de la cama. En esta casona abandonada por los dueños, los tablones podridos abren trampas mortales en el piso o lanzan golpes súbitos al rostro de los incautos; los ratones han leído y vaciado toda una biblioteca de libracos amarillos; los generales y los coroneles, pintados al óleo con monóculos, bigotones y medallas, todavía parecen creer en su propia inmortalidad y lucen impávidos, aunque los manchones de mugre y humedad los han dejado tuertos o mancos o leprosos y ya no queda ni un solo marco de bronce en torno a los antiguos cuadros.
Ella nunca más pisará, lo sabe, este lugar donde ha sido feliz. Ésta es la única clase de peligros que realmente teme: estará prohibido mirar, prohibido retroceder hacia este tiempo que ahora se está terminando y hacia este casco de una hacienda en ruinas. Se ha puesto a caminar, descalza, por la terraza, hasta que se ha aburrido de los pasos de preso, cinco, seis, ida y vuelta, y se ha quedado sentada sobre el alféizar de la ventana abierta. En el dormitorio hay un sillón de monarca, con la heráldica todavía visible en las molduras de caoba, pero no tiene asiento; le quedan uno o dos resortes saltados, como a una caja de sorpresas sin payaso.

Ella apoya la cabeza, suavemente, contra el marco de madera de la ventana. Mira hacia el este, allá arriba, en dirección a las arboledas que se alzan en el horizonte de montañas. El bosque se confunde todavía con la negrura porfiada de la noche; pronto las primeras estrías del sol partirán las sombras en pedazos y la naturaleza recobrará sus formas y sus límites. Ah, cómo quisiera dejarse ganar por el pulso de la tierra, lento, lento. Se frota los párpados, enciende el cigarrillo que tiene desde hace rato apretado entre los dientes: ah, si pudiera, el pulso de la tierra que duerme todavía, sin ansiedades ni sonidos, si pudiera flotar, hacer suya la profunda respiración de la tierra.
Él sigue durmiendo. Es raro que duerma tanto. Nunca puede dormir más de un par de horas, y hasta eso le resulta difícil, por culpa del maldito zumbido que no se le apaga nunca en el centro de la cabeza. La camisa de él, abierta sobre los pechos de ella, parece un camisón de fantasma; le llega casi a las rodillas. El viento sopla, en ráfagas leves, y entonces la camisa se hace vela de barquito, y a ella el cosquilleo de la tela de hilo de algodón le estremece la piel: la camisa blanca de él, que tiene el olor de él y la forma del cuerpo de él. Ella piensa que le pedirá que le deje la camisa. No, un regalo no, no te pido que me la regales: quiero tenerla, pero que siga siendo tuya. Él no la ve, no ve nada, ni siquiera sabe que por primera vez desde aquella vez está pudiendo dormir largamente: dormir, qué fiesta, parece mentira.

Él abre, por fin, los ojos, y los cierra en seguida. Parpadea, no quiere creer: ha desaparecido esa furia de abejas en el cráneo. La luz recorta el cuerpo de ella contra el vano de la ventana y enciende un aura dorada que le baja todo a lo largo del perfil. Está toda luminosa, desde el mentón erguido y el largo cuello en arco hasta la rodilla donde descansa la mano con un cigarrillo abandonado entre los dedos. Las flores blancas de los malabares, desprendidas de la mano de San José, se alzan junto a la terraza. La camisa aletea; los malabares se balancean suavemente. Él escucha el silencio, lo disfruta. Ella vuelve la cabeza, lo mira sin sonreír. Una suave ráfaga de viento le empuja el pelo negro. Es como verla al galope, la primera vez que la vio, el galope lento y con el pelo negro galopando y el rostro que se volvió para mirarlo, sin asombro, balanceándose al ritmo del caballo que él no veía, por encima de la fronda de las lanzas todavía verdes de maíz. Él sí sonríe. Había estado preso del sonido; recibe el silencio como una libertad. Devora con los ojos esta imagen de ella, brillante de luz dorada, para imprimir este resplandor por encima de todas las demás imágenes de la memoria: esta ventana, esta boca del día. Respira hondo, se deja invadir por el intenso aroma de los malabares. Abre la boca, pero ella se adelanta y, sin mirarlo, dice:
-Ya sé que te vas. Sé que te vas hoy, ahora.
Él se asombra. Lo había olvidado. Es increíble. La voz baja, casi ronca, de ella, suena a noticia, no a reproche. Pero, ¿realmente lo había olvidado? Esta mujer, esta niña: me deslizaba en ella como por una vena. Se muerde los labios:
-¿Sabes? No siento para nada la tortura del zumbido. Iba a decirte eso. No siento nada. ¿Te das cuenta? Ahora puedo pensar, puedo hablar, puedo… ¡Es como un regalo!
Estaba tan acostumbrado. Siempre despertaba acosado por ese rumor intenso, insoportable. En los primeros tiempos se apretaba los oídos con las palmas de las manos: gritaba. Había gritado el primer día, cuando despertó en aquella hamaca, con el cuerpo deshecho y un dolor como de todos los nervios al aire. Después supo que estaba bajo un cobertizo de hojas de yagua, lejos de todo, a salvo de todo, y que aquellos rostros nebulosos pertenecían a la buena gente que lo había recogido, medio muerto, en el terraplén. Ellos lo curaron. Durante más de dos meses, le dieron de beber agua por gotas, lo ayudaron a moverse de a poco, le cubrieron la piel, según la zona y según la herida, con algas, ungüentos, aceites vegetales. Desaparecieron las llagas, se compusieron los huesos, y los dientes, que le bailaban en la boca, recobraron su firmeza. Pero le quedó la renguera al caminar, recuerdo de los palos que los soldados le habían pegado por toneladas, y le quedó el zumbido. El zumbido lo acompañaba día y noche, a veces muy intenso, enloquecedor, a veces lejano y apenas perceptible, como si lo necesitara para no olvidar las sesiones de días y noches de los interrogatorios, los cables amarrados a las orejas y a los testículos o metidos hasta el fondo de los oídos y de la nariz y del culo, las mordeduras de la electricidad arrancándole las vísceras de a pedazos a cada golpe de la palanca de la batería que manejaba aquel oficial de bigotes rojos.
Con las manos en la nuca, él dice:
-Quizá no sea más que una tregua, no sé. Pero me siento tan bien. Tan diferente.
Y dice:
-Soñé con un pájaro gigante, que llevaba una ciudad adentro. El pájaro subía y subía y…
Ella mueve la cabeza, los ojos tristes, la boca contenta. Hay tantas cosas que quisiera decirle.
-Vas a enfermarte ahí, en la ventana.
Decirle: desde que te conozco, todos me encuentran cambiada. Decirle: quiero tenerte como tengo mis piernas o mis manos. Decirle: ya sé que también para ti será difícil. Pero yo no sé lo que quiero ni para qué nací, para qué estoy hecha, por qué…
Y simplemente comprueba, sin el menor dramatismo:
-Yo sabía que te ibas a ir.
Él frunce las cejas, no dice nada. La mira. Quisiera lamerla, como a un helado. Nunca había sentido, con nadie, lo que siente con ella. ¿Será posible, ahora, volver a ser nada más que la mitad de algo? ¿Será necesario arrepentirse de haber sido feliz? Ella, que ni siquiera conoce su verdadero nombre.
-Te traigo café.
-¿Todavía nos queda?
-Un poco.
-Bueno.
Escucha el breve trajín de la cocina y al rato ella regresa, precedida por el aroma del café y los crujidos del piso, con dos tazas humeantes en las manos. Se sientan frente a frente, en cuclillas, sobre la cama. Ella, que quizá cree que el cráneo de él vibra porque sí. Ella, que ni siquiera sabe cuál ha sido el lugar donde él ha nacido. Ella, que no hace preguntas. Que acepta que él le diga: “Vengo de la luna”. Que pone cara de creer, cuando él cuenta: “De la luna, como los motilones del Zulia. Desde allá arriba yo veía la tierra, los valles verdes, los árboles llenos de frutas, una mujer igual a ti. Y me tentaba y quería venir. Entonces me despedí de mi gente y me descolgué por un bejuco largo, largo, y cuando ya estaba por llegar a la tierra la liana se rompió. Y por eso no puedo volver, y por eso me he quedado así, rengo, con esta pierna demorona, por la caída”. Ella, que le dice: “Mago”.
-Cuéntame un cuento, mago.

Ahora el día avanza como un tren desesperado. Es poco el tiempo que queda. La semana pasada, recibió la noticia. Supo, además, lo de los compañeros muertos. Supo, aunque ya lo sabía, que el dolor se multiplica y la alegría no. Mario. También llamado Caimán. Traté de no recordarlo nunca, porque no quería darle mala suerte. Para lo que sirvió eso.
Mira el reloj y ella lo mira mirar el reloj: lo mira con ojos opacos, apretando los dientes. Mudo, con la taza de café vacía entre los dedos, él escucha caminar los minutos, siente el paso implacable de la mañana rumbo al mediodía.
No se anima a tocarla, ni a decirle nada. Los cueros desnudos ni siquiera se rozan. A cada pequeño movimiento, la cama protesta, cruje, chilla. Al fin y al cabo, si ella conociera la verdadera historia o la locura de los proyectos, ¿en qué cambiaría eso las cosas? Ya no hay tiempo de nada. Podría decirle: “No es una venganza personal, ¿comprendes? Esta rabia coincide con la necesidad de venganza de otros millones de hombres, aunque no esté despierta todavía. ¿Comprendes?” Podría explicarle que los compañeros caídos se le paran delante todo el tiempo. Podría decirle que es preciso nadar para no ahogarse y que no hay otra manera de hacerlo ni de explicarlo. Me vuelvo para pelear contra la corriente, podría decirte, aunque no vea todavía la costa. Y aunque nunca, nunca, vea la costa. Llevo años en esto, y todavía le debo a esto todos los años que me quedan. ¿O decirte cuál ha sido el nombre con el que nací, darte una señal de identidad anterior a tantos pasaportes falsos y a tantas fronteras atravesadas? ¿Para qué? Tú misma me contaste que entre los indios del Alto Orinoco está prohibido mencionar a los muertos: ellos sí son sabios, dijiste. No vale la pena. Ni pedirte que me esperes, aunque me muera de ganas, volveré a buscarte, no dejes de esperarme, nunca, pronto, cuándo: volveré y… llegarán otros hombres, ella los amará: esta certidumbre le pasa por la cabeza como la sombra del ala del pájaro gigante con el que había soñado. Le pasa por la cabeza y le duele. Tramposo, se acusa. Se siente inútil. Todo se hace tan difícil. Irse, ¿es un deber o una estafa? Piensa que será duro partir y duro vivir sin ti: matarte en la memoria, para que no me duelas. ¿Podré? Y ella, como si lo hubiera escuchado pensar, piensa que lo odia porque él podrá.

Él le recorre con los labios el hilo de humedad que le atraviesa el pómulo. Le secuestra el dedo meñique, se lo mordisquea y se relame y le propone: “Te cambio el dedo por un cuento que me contaron una vez en una isla”.
Como en las mil y una noches, piensa. Cambiar un cuento por un nuevo día de vida. Un nuevo día de vida sin aquellos ruidos insoportables en la cabeza. Un milagro. Así que Chaplin tenía razón cuando decía que el silencio es el oro de los pobres. ¿Estoy salvado? Si durara…

-¿Termina bien?
-Ya verás.
-Si no termina bien, no lo cuentes.
-¿Conoces a Babalú? ¿Y a Olofi? Olofi es el dios más importante de todos. Hizo el mundo con las manos. Hizo también a Babalú, Babalú-ayé, el negro lindo y fuerte que les gusta a todas las mujeres. Dios le dijo: “Puedes hacer el amor cuando se te ocurra, Babalú”. Y Babalú se puso muy contento. Se puso a saltar de la alegría. Pero también le dijo: “Cualquier día, menos los viernes. Los viernes, nada”. Babalú lo desobedeció muy pronto. Y entonces Dios se puso furioso. Para castigarlo, lo condenó a la lepra. Aislaron a Babalú y Dios le dijo: “Lo mereces”. Y el pobre Babalú se quejaba y Dios no lo escuchaba, y a Babalú se le iba cayendo el cuerpo de a pedazos.
-Ese cuento no me gusta. No sigas.
-¿Por qué?
-Soy una tonta.
-No, no. Ya verás. Porque entonces llegó Ochún al Reino de Olofi. Ochún, ¿la conoces? ¿No? Es la diosa de la sensualidad y las aguas dulces. Es una mulata muy chiquita, y tiene el pelo negro, ondulado y largo, como tú. Usa un vestido amarillo, como el tuyo, y le gusta comer fruta, como a ti. También le gusta tocar el tambor y tomar cerveza y ron y comer panetela borracha.
-Prohibido, como hoy.
-¿Qué?
-Que hoy es viernes. ¿No te habías dado cuenta?
Él se ríe y ella también se ríe. Ahora se sienten mejor.
-Entonces, Ochún llegó al Reino de Olofi para salvar a Babalú de la lepra. Ella bailó durante toda la noche en torno a la casa de Dios, y mientras bailaba iba regando los alrededores de la casa de Dios con los jugos de su cuerpo. Cuando Dios salió, muy temprano en la mañana, probó aquella miel y le gustó muchísimo. ¡Son tan sabrosos los jugos de Ochún! Dios lamió el suelo hasta que no quedó ni una gota. Y quiso más, más. ¿Quién ha traído esta miel tan deliciosa? “Esta miel el mía”, le dijo Ochún. Y le dijo que si quería seguir comiéndola, tenía que perdonar a Babalú. Dios se negó. De ninguna manera, dijo. Él ha sido castigado porque me desobedeció. Y Ochún le dijo: “Babalú ha sido castigado por lo mucho que le gustaban estas mieles de mujer. Y ahora tú, Dios, tú también quieres más miel”. Y entonces Dios comprendió todo. Y liberó a BAbalú de su condena. Le devolvió su cuerpo y su salud. Le puso, eso sí, una condición. Babalú se curó de la lepra pero quedó obligado a llevar todos los días el carretón de los muertos hasta el cementerio. Cualquiera que vaya al amanecer, puede verlo cargando con el carretón.
-Ochún ha de tener muchos poderes -dice ella.
-Todos los poderes. No hay ninguna mujer que…
-¿Ella es tu amiga?
-Mucho más que eso. ¿Sabes? Cuando el dios Olofi creó a las demás divinidades, les dio a cada una un lápiz de carbón, con una goma atrás, para escribir por un lado y borrar por el otro. El lápiz que le dio a Ochún estaba incompleto. Era el único lápiz que estaba incompleto. Lo que ella escribe, no lo puede borrar. Aunque quiera. Lo que ella hace, no se puede olvidar. Nunca se puede olvidar. Lo que ella hace, lo hace para siempre.
Se escuchan las toses del motor de un viejo automóvil, que se detiene junto al portón de la finca.
Y ella dice:
-Te vas a ir, ahora.
Y él dice:
-Me voy a ir, ahora.


No hay comentarios:

Publicar un comentario