He
pasado un mes fuera y sólo llegar me encuentro a Juan por la calle. Me siento
tan cansado que estoy tentado de no saludarle y seguir mi camino hasta casa,
pero hace mucho que le perdí la pista y me apetece hablar con él. Nos damos la
mano y le pregunto cómo está. Muerto, me dice. Le digo que no será para tanto y
le propongo tomar algo en un bar cercano. Acepta sin energía. Venga, hombre,
una caña te repondrá. Apoyados en la barra, y tras pedir dos cervezas, le digo
que me cuente cómo le va la vida. Estoy muerto, repite, ¿no te lo he dicho
antes? Sí, vale, como quieras, yo también estoy muy cansado, pero —insisto— ¿cómo
te van las cosas? Hace mucho que no nos vemos y seguro que algo tienes que
contarme. Me mira con gesto alicaído y en un tono áspero vuelve a repetir:
Estoy muerto, ¿no te vale con eso? Muerto. Empiezo a pensar que a Juan le pasa
algo. Quizá esté deprimido (tiene todo el aspecto), o puede que lo hayan
despedido, que esté enfermo, que su mujer le haya abandonado... Trato de
quitarle hierro al asunto: Muy muerto no debes de estar si te tengo a mi lado
bebiendo una cerveza. Juan se levanta la manga del brazo izquierdo, lo alarga
hasta mí y me dice: Tómame el pulso, a ver si te convences de una vez. Le sigo
la corriente y cojo su muñeca buscando torpemente las venas (¿o son arterias?)
donde comprobar sus pulsaciones. No noto nada. Debo estar haciéndolo mal. Lo
intento de nuevo. Juan me observa con una mezcla de apatía y fastidio. Pruebo
otra vez. Nada. ¿Lo ves?, muerto, no hay más. Empiezo a inquietarme. Y no
porque Juan esté muerto (es evidente que eso es imposible), sino porque lo que
he tomado por abatimiento o depresión puede ser en realidad una crisis
psicótica. Ya sé que decir que eso en Juan me extraña es una tontería (nadie es
inmune), pero siempre ha sido un tipo muy equilibrado. ¿Te convences?, vuelve a
preguntarme, cuando te decía que estoy muerto es que estoy muerto; no es una
forma de hablar. Por tu cara intuyo que no crees una sola palabra de lo que te
estoy diciendo. Cómo quieres que te crea, lo que pasa es que no sé encontrar
tus latidos y ya está. Juan llama al camarero y con absoluta tranquilidad le
pide que le tome el pulso. Yo miro al camarero y con una sonrisa forzada le digo
que no haga caso a mi amigo, que es una broma. Pero este, en lugar de
reaccionar con escándalo a su insensata petición, hace lo que Juan le ha
requerido. Y como si estuviera habituado a dar esa respuesta, dice
cansinamente: No hay pulso. Antes de que pueda reaccionar, Juan coge mi mano y
la coloca sobre la muñeca del camarero, quien se deja hacer. Tampoco noto nada.
No sé qué decir. No puedo hacer otra cosa que mirar a ambos e intentar procesar
lo que está sucediendo. Los dos me observan con el mismo gesto fatigado. Juan
se dirige a un tipo que está bebiendo un cortado al otro extremo de la barra:
¿Le importa que mi amigo le tome el pulso? El desconocido deja el vaso y se
acerca perezosamente, mientras, en un gesto que no puedo evitar tomar por
habitual, se levanta la manga del brazo izquierdo. Juan guía de nuevo mi mano y
la coloca en la muñeca del desconocido. No sé cómo voy a reaccionar si
encuentro el mismo vacío, el mismo silencio. Los anhelados latidos no aparecen.
Es imposible. No pueden estar muertos. Los veo moverse, hablar, beber. Juan
interrumpe mis reflexiones. No, no te engañes pensando que es un sueño o una
alucinación. Estamos muertos. Todos estamos muertos. ¿Ves esa mujer sentada en
la mesa de la esquina? (La miro; es una escena que he visto mil veces: una
mujer tomando un café mientras lee el periódico). Muerta. ¿Esos dos niños que
pasan junto a la ventana camino del colegio? (Ambos cargan afanosamente unas
pesadas mochilas). Muertos. ¿El cartero que acaba de entrar en el bar?
Absolutamente difunto. No encontrarás ni un solo latido en sus muñecas. Aunque
si quieres podemos hacer con ellos la misma prueba. Le digo que ya he tenido
suficiente. Aunque en el mismo instante en que lo digo sé que estoy mintiendo.
No es suficiente. No puede ser suficiente. Porque lo que está sucediendo es un
disparate sin sentido. Pero ¿cómo contradecirles? Empiezo a dudar de mi salud
mental. Quizá soy yo, y no el pobre Juan, el que se ha vuelto loco. Como si
leyera mi mente, Juan me dice que no estoy loco. Y añade: Esto nos ha pasado a
todos, sin excepción; al principio lo más difícil es aceptar que uno esté
muerto (el camarero y el desconocido asienten con desgana). Pero entonces ¿Ana?
¿mis padres? ¿mis hermanos? De pronto, como si todo eso no fuera importante,
una pregunta irrumpe en mi cerebro, una pregunta que no llego a verbalizar,
porque en ese mismo momento, Juan agarra con fuerza mi mano derecha. Sin que
pueda evitarlo, con un rápido movimiento la coloca sobre mi muñeca izquierda,
donde ya sé que sólo me espera el silencio.
Distorsiones. David Roas, 2010.
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