Ha sido una gran función la de esta noche. Los
espectadores aplauden de pie y esperan el saludo de La Diva. Pero ella no sale
aún. Algún crítico mal intencionado piensa que La Diva se hace rogar, que
administra, con astucia, el fervor del público. Puede que sea así, pero yo no
soy nadie para revelar esos secretos. Mi patrona, que otros llaman la Diva,
sabe muy bien que no lo haré. En todos estos años que estuve a su servicio,
nadie obtuvo de mí una infidencia, un comentario que pudiera afectar a la
señora. Al contrario, muchas veces hice un discreto mutis, por decir así, para
ocultar o disimular una situación embarazosa. “Esta mosquita muerta lo ve todo,
lo sabe todo”, suele decir mi patrona. Y es así, realmente: he visto cosas por
las que pagarían buen dinero esas revistas de chismes en las que a veces sale
la foto de la señora, acompañada por el caballero o el jovencito de turno. Sólo
yo sé que esas minucias poco tienen que ver con ella. A ella, lo que en verdad
le importa es el aplauso del público. No, no sale todavía. Ella no es como esas
jovencitas, como esas actrices novatas que apenas cae el telón, corren desbocadas
hasta el proscenio, para mendigar el aplauso. De ningún modo. Ella suele
esperar entre bambalinas, dejar que el aplauso crezca en forma considerable,
antes de caminar hacia la gente que le arroja flores y la llama diosa. Sólo
entonces mueve levemente la cabeza, como negando el mérito a la estruendosa
realidad. Con modestia, debe admitir que el éxito es suyo. Puede permitirse
entonces una sonrisa, un ademán gracioso, algún saltito que insinúa un deseo de
regresar al camarín. Pero el público es tirano, el público exige otro saludo. Y
bien, no hay que negárselo. Es entonces cuando La Diva arroja un beso al aire.
El público se agita, grita, patalea. Entonces ella lleva su mano al pecho,
hacia el corazón y llora. “un momento así vale la pena”, le oí decir muchas
veces a mi patrona. Por ese momento, ella pasa horas haciendo gimnasia,
pedaleando en la bicicleta fija, cubriéndose la cara con horribles mascarillas
y cosméticos. Pero eso el público no lo sabe, es un secreto entre ella y yo.
Nunca diré que vi su rostro envejecido, sus arrugas, el tic que afea su boca.
No, no lo haré. Tampoco diré que se babea por las noches, que tose en la
oscuridad y maldice su suerte. No quiero llevar agua al molino de sus enemigos,
Dios no lo permita. Pero hay que reconocer que no siempre saluda con dignidad.
Yo la he visto empujar al primer actor de la compañía, para que trastabille
delante de los espectadores. También he visto como “tapaba” a la dama joven,
poniéndose delante de la muchacha, como distraída. No, no me engaño. Así no
saludan los grandes del teatro. Ellos saludan muy sobrios, con la ostentosa
dignidad de parecer humildes. Pero yo no soy quién para juzgarla. En estos años
la vi luchar por el aplauso, firmar contratos abusivos, soportar los chistes de
ignotos productores, sólo para obtener ese premio que necesita como el aire.
Porque después de meses de ensayo, de debatirse frente al espejo, de abandonar
a su último amante, de aprender un texto que en realidad detesta, ella va a
salir a saludar al público. Y la van a aplaudir. Y eso es lo único que importa.
Ella quedará suspendida en el tiempo, oyendo el aplauso, las voces que repiten
su nombre. Lástima que hoy no será así. Lástima su mal trato, la fea costumbre
de insultarme. Aunque yo se lo había perdonado todo, en verdad. Porque yo la
admiraba, igual que esa gente que ahora implora su presencia en el escenario,
esas mujeres y esos hombres de pie, ansiosos, impacientes por ver a La Diva.
Lástima. Porque ella no debió levantarme la mano, ni decirme bruta, ignorante,
ladrona. No, eso estuvo mal. Si me puse el vestido de marquesa, el que ella usa
en la obra, fue solo para imitarla, sin mala intención. Es lo que hice durante
todas las noches, cuando ella se cambiaba y se ponía la bata de seda, para
saludar y recibir los aplausos. No sabía que se iba a enojar tanto. Pero, ¿por
qué me amenazó con esa tijera que ahora está clavada en su corazón? Con el
vestido de marquesa y el antifaz ya soy igual a ella. Oigo el rumor de los
aplausos. Es algo verdaderamente hermoso. Es hora de salir, de saludar al
público. Ellos están allí, llamándome, gritándome divina, diosa. Hago una
reverencia, arrojo un beso al aire y los saludo, fatigada y feliz.
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