Si no
duermo ocho horas soy hombre perdido; y me tenía que levantar a las siete...
Eran las dos y no se marchaban: repantigados en los sillones, tan contentos. Y
sabe Dios que no había tenido más remedio que invitarlos a cenar. Y hablaban
por los codos, por las coyunturas, a chorros, lazándose el uno al otro la
hebra, enredándola a borbotones, despotricando de cosas insubstanciales, y
venga tomar copas de coñac y otra taza de café. De pronto, a ella se le ocurrió
que, un poco más tarde, podríamos tomar unas sopas de ajo. (Mi cocinera tiene
reputación.) Yo no podía más. Los invité a cenar porque no tenía más remedio,
porque soy una persona bien educada. Llegaron, más o menos puntualmente, a las
nueve y media, y eran las dos de la mañana y no tenían trazas de marcharse. Yo
no podía apartar mi pensamiento del reloj, porque mirarlo no podía, ya que ante
todo está la buena educación. Yo me tenía que levantar a las siete, y si no
duermo ocho horas paso todo el día hecho un guiñapo; además lo que decían no me
importaba nada, absolutamente nada. Claro está que podía haber procedido como
un grosero y haberles dicho de una manera o de otra que se fueran. Pero eso no
reza conmigo. Mi mamá, que se quedó viuda joven, me ha inculcado los mejores
principios. Lo único que tenía eran ganas de dormir. Lo demás me importaba
poco. No es que tuviera mucho sueño: pensaba en el que tendría al día
siguiente... Mi educación me impedía simular bostezos, que es medida corriente
en personas ordinarias.
Y usted
por aquí, y usted por allá... y aquél y el de más allá. El gin rommy, el
ajedrez, el poker... Ginger Rogers, Lana Turner, Dolores del Río (odio el
cine). El sábado en Cuernavaca (odio Cuernavaca). ¡Ay, la casa de Acapulco! (en
aquel momento odiaba Acapulco), y Mengano perdía tanto y tanto, ¿a usted qué le
parece? A usted, a usted, a usted... Y el Presidente, y el ministro, y la ópera
(odio la ópera). Y el casimir inglés, don Pedro, la chamba, las llantas…
Y aquel
veneno tan parecido de color al coñac...
Si no
duermo ocho horas soy hombre perdido; y me tenía que levantar a las siete...
Eran las dos y no se marchaban: repantigados en los sillones, tan contentos. Y
sabe Dios que no había tenido más remedio que invitarlos a cenar. Y hablaban
por los codos, por las coyunturas, a chorros, lazándose el uno al otro la
hebra, enredándola a borbotones, despotricando de cosas insubstanciales, y
venga tomar copas de coñac y otra taza de café. De pronto, a ella se le ocurrió
que, un poco más tarde, podríamos tomar unas sopas de ajo. (Mi cocinera tiene
reputación.) Yo no podía más. Los invité a cenar porque no tenía más remedio,
porque soy una persona bien educada. Llegaron, más o menos puntualmente, a las
nueve y media, y eran las dos de la mañana y no tenían trazas de marcharse. Yo
no podía apartar mi pensamiento del reloj, porque mirarlo no podía, ya que ante
todo está la buena educación. Yo me tenía que levantar a las siete, y si no
duermo ocho horas paso todo el día hecho un guiñapo; además lo que decían no me
importaba nada, absolutamente nada. Claro está que podía haber procedido como
un grosero y haberles dicho de una manera o de otra que se fueran. Pero eso no
reza conmigo. Mi mamá, que se quedó viuda joven, me ha inculcado los mejores
principios. Lo único que tenía eran ganas de dormir. Lo demás me importaba
poco. No es que tuviera mucho sueño: pensaba en el que tendría al día
siguiente... Mi educación me impedía simular bostezos, que es medida corriente
en personas ordinarias.
Y usted
por aquí, y usted por allá... y aquél y el de más allá. El gin rommy, el
ajedrez, el poker... Ginger Rogers, Lana Turner, Dolores del Río (odio el
cine). El sábado en Cuernavaca (odio Cuernavaca). ¡Ay, la casa de Acapulco! (en
aquel momento odiaba Acapulco), y Mengano perdía tanto y tanto, ¿a usted qué le
parece? A usted, a usted, a usted... Y el Presidente, y el ministro, y la ópera
(odio la ópera). Y el casimir inglés, don Pedro, la chamba, las llantas…
Y aquel
veneno tan parecido de color al coñac...
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