Alrededor de las once de la
mañana, a petición mía, el vehículo oficial del ministerio me
deja ante la vieja casa –ahora abandonada- donde viví cuando era
niño. El asistente dobla mi abrigo en su brazo, esperándome.
Aplasto el puro contra la acera deshecha. Sin pena, sin ternura,
puede que con suficiencia y hasta con un ligero asco, veo el zócalo
gris ratón, la puerta carcomida, los escombros de la salita. Subo
las mismas escaleras que cuarenta años atrás me llevaban al pequeño
dormitorio. Los balcones están cerrados. Parece de noche.
-¿De dónde vienes a estas
horas, sinvergüenza?
Es el vozarrón de menestral de
mi padre, repudiando una vez más mi conducta.
Bajo la cabeza para tolerar el
horror. Miro mis pantalones cortos, mis zapatitos embarrados que se
tocan por la puntera buscando un arrimo, un cálido refugio. En la
penumbra, mi padre hace un movimiento amenazador, como si inclinara
su cuerpo hacia delante. Oigo un eco familiar, ese roce seguido de un
chasquido que se escucha cada vez que mi padre se quita el cinturón.
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