sábado, 15 de enero de 2022

Encuentro nocturno. Ray Bradbury.

Antes de subir hacia las colinas azules, Tomás Gómez se detuvo en la solitaria estación de gasolina.
—Aquí se sentirá usted bastante solo —le dijo al viejo.
El viejo pasó un trapo por el parabrisas de la camioneta.
—No me quejo.
—¿Le gusta Marte?
—Muchísimo. Siempre hay algo nuevo. Cuando llegué aquí el año pasado, decidí no esperar nada, no preguntar nada, no sorprenderme por nada. Tenemos que mirar las cosas de aquí, y qué diferentes son. El tiempo, por ejemplo, me divierte muchísimo. Es un tiempo marciano. Un calor de mil demonios de día y un frío de mil demonios de noche. Y las flores y la lluvia, tan diferentes. Es asombroso. Vine a Marte a retirarme, y busqué un sitio donde todo fuera diferente. Un viejo necesita una vida diferente. Los jóvenes no quieren hablar con él, y con los otros viejos se aburre de un modo atroz. Así que pensé: lo mejor será buscar un sitio tan diferente que uno abre los ojos y ya se entretiene. Conseguí esta estación de gasolina. Si los negocios marchan demasiado bien, me instalaré en una vieja carretera menos bulliciosa, donde pueda ganar lo suficiente para vivir y me quede tiempo para sentir estas cosas tan diferentes.
—Ha dado usted en el clavo —dijo Tomás. Sus manos le descansaban sobre el volante. Estaba contento. Había trabajado casi dos semanas en una de las nuevas colonias y ahora tenía dos días libres e iba a una fiesta.
—Ya nada me sorprende —prosiguió el viejo—. Miro y observo, nada más. Si uno no acepta a Marte como es, puede volverse a la Tierra. En este mundo todo es raro; el suelo, el aire, los canales, los indígenas (aun no los he visto, pero dicen que andan por aquí) y los relojes. Hasta mi reloj anda de un modo gracioso. Hasta el tiempo es raro en Marte. A veces me siento muy solo, como si yo fuese el único habitante de este planeta; apostaría la cabeza. Otras veces me siento como si me hubiera encogido y todo lo demás se hubiera agrandado. ¡Dios! ¡No hay sitio como éste para un viejo! Estoy siempre alegre y animado. ¿Sabe usted cómo es Marte? Es como un juguete que me regalaron en Navidad, hace setenta años. No sé si usted lo conoce. Lo llamaban calidoscopio: trocitos de vidrio o de tela de muchos colores. Se levanta hacia la luz y se mira y se queda uno sin aliento. ¡Cuántos dibujos! Bueno, pues así es Marte. Disfrútelo. Tómelo como es. ¡Dios! ¿Sabe que esa carretera marciana tiene dieciséis siglos y aún está en buenas condiciones? Es un dólar cincuenta. Gracias. Buenas noches.
Tomás se alejó por la antigua carretera, riendo entre dientes.
Era un largo camino que se internaba en la oscuridad y las colinas. Tomás, con una sola mano en el volante, sacaba con la otra, de cuando en cuando, un caramelo de la bolsa del almuerzo. Había viajado toda una hora sin encontrar en el camino ningún otro automóvil, ninguna luz. La carretera solitaria se deslizaba bajo las ruedas y sólo se oía el zumbido del motor. Marte era un mundo silencioso, pero aquella noche el silencio era mayor que nunca. Los desiertos y los mares secos giraban a su paso y las cintas de las montañas se alzaban contra las estrellas.
Esta noche había en el aire un olor a tiempo. Tomás sonrió. ¿Qué olor tenía el tiempo? El olor del polvo, los relojes, la gente. ¿Y qué sonido tenía el tiempo? Un sonido de agua en una cueva, y una voz muy triste y unas gotas sucias que caen sobre cajas vacías y un sonido de lluvia. Y aún más, ¿a qué se parecía el tiempo? A la nieve que cae calladamente en una habitación oscura, a una película muda en un cine muy viejo, a cien millones de rostros que descienden como esos globitos de Año Nuevo, que descienden y descienden en la nada. Eso era el tiempo, su sonido, su olor. Y esta noche (y Tomás sacó una mano fuera de la camioneta), esta noche casi se podía tocar el tiempo.
La camioneta se internó en las colinas del tiempo. Tomás sintió unas punzadas en la nuca y se sentó rígidamente, con la mirada fija en el camino.
Entraba en una muerta aldea marciana; paró el motor y se abandonó al silencio de la noche. Maravillado y absorto contempló los edificios blanqueados por las lunas. Deshabitados desde hacía siglos. Perfectos. En ruinas, pero perfectos.
Puso en marcha el motor, recorrió algo más de un kilómetro y se detuvo nuevamente. Dejó la camioneta y echó a andar llevando la bolsa de comestibles en la mano, hacia una loma desde donde aún se veía la aldea polvorienta. Abrió el termo y se sirvió una taza de café. Un pájaro nocturno pasó volando. La noche era hermosa y apacible.
Unos cinco minutos después se oyó un ruido. Entre las colinas, sobre la curva de la antigua carretera, hubo un movimiento, una luz mortecina, y luego un murmullo.
Tomás se volvió lentamente, con la taza de café en la mano derecha.
Y asomó en las colinas una extraña aparición.
Era una máquina que parecía un insecto de color verde jade, una mantis religiosa que saltaba suavemente en el aire frío de la noche, con diamantes verdes que parpadeaban sobre su cuerpo, indistintos, innumerables, y rubíes que centelleaban con ojos multifacéticos. Sus seis patas se posaron en la antigua carretera, como las últimas gotas de una lluvia, y desde el lomo de la máquina un marciano de ojos de oro fundido miró a Tomás como si mirara el fondo de un pozo.
Tomás levantó una mano y pensó automáticamente:
¡Hola!, aunque no movió los labios. Era un marciano. Pero Tomás había nadado en la Tierra en ríos azules mientras los desconocidos pasaban por la carretera, y había comido en casas extrañas con gente extraña y su sonrisa había sido siempre su única defensa. No llevaba armas de fuego. Ni aun ahora advertía esa falta aunque un cierto temor le oprimía el pecho.
También el marciano tenía las manos vacías. Durante unos instantes, ambos se miraron en el aire frío de la noche.
Tomás dio el primer paso.
—¡Hola! —gritó.
—¡Hola! —contesto el marciano en su propio idioma. No se entendieron.
—¿Has dicho hola? —dijeron los dos.
—¿Qué has dicho? —preguntaron, cada uno en su lengua.
Los dos fruncieron el ceño.
—¿Quién eres? —dijo Tomás en inglés.
—¿Qué haces aquí? —dijo el otro en marciano.
—¿A dónde vas? —dijeron los dos al mismo tiempo, confundidos.
—Yo soy Tomás Gómez.
—Yo soy Muhe Ca.
No entendieron las palabras, pero se señalaron a sí mismos, golpeándose el pecho, y entonces el marciano se echó a reír.
—¡Espera!
Tomás sintió que le rozaban la cabeza, aunque ninguna mano lo había tocado.
—Ya está —dijo el marciano en inglés—. Así es mejor.
—¡Qué pronto has aprendido mi idioma!
—No es nada.
Turbados por el nuevo silencio, ambos miraron el humeante café que Tomás tenía en la mano.
—¿Algo distinto? —dijo el marciano mirándolo y mirando el café, y tal vez refiriéndose a ambos.
—¿Puedo ofrecerte una taza? —dijo Tomás.
—Por favor.
El marciano descendió de su máquina.
Tomás sacó otra taza, la llenó de café y se la ofreció.
La mano de Tomás y la mano del marciano se confundieron, como manos de niebla.
—¡Dios mío! —gritó Tomás, y soltó la taza.
—¡En nombre de los Dioses! —dijo el marciano en su propio idioma.
—¿Viste lo que pasó? —murmuraron ambos, helados por el terror.
El marciano se inclinó para tocar la taza, pero no pudo tocarla.
—¡Señor! —dijo Tomás.
—Realmente… —comenzó a decir el marciano. Se enderezó, meditó un momento, y luego sacó un cuchillo de su cinturón.
—¡Eh! —gritó Tomás.
—Has entendido mal. ¡Tómalo!
El marciano tiró al aire el cuchillo. Tomás juntó las manos. El cuchillo le pasó a través de la carne. Se inclinó para recogerlo, pero no lo pudo tocar y retrocedió, estremeciéndose.
Miró luego al marciano que se perfilaba contra el cielo.
—¡Las estrellas! —dijo.
—¡Las estrellas! —respondió el marciano mirando a Tomás.
Las estrellas eran blancas y claras más allá del cuerpo del marciano, y lucían dentro de su carne como centellas incrustadas en la tenue y fosforescente membrana de un pez gelatinoso; parpadeaban como ojos de color violeta en el estómago y en el pecho del marciano, y le brillaban como joyas en los brazos.
—¡Eres transparente! —dijo Tomás.
—¡Y tú también! —replicó el marciano retrocediendo.
Tomás se tocó el cuerpo, sintió su calor y se tranquilizó. «Yo soy real», pensó.
El marciano se tocó la nariz y los labios.
—Yo tengo carne —murmuró—. Yo estoy vivo.
Tomás miró fijamente al extraño.
—Y si yo soy real, tú debes de estar muerto.
—¡No! ¡Tú!
—¡Un espectro!
—¡Un fantasma!
Se señalaron el uno al otro y la luz de las estrellas les brillaba en los miembros como dagas, como trozos de hielo, como luciérnagas, y se tocaron otra vez y se descubrieron intactos, calientes, animados, asombrados, despavoridos, y el otro, ah, sí, ese otro, era sólo un prisma espectral que reflejaba la acumulada luz de unos mundos distantes.
Estoy borracho, pensó Tomás. No se lo contaré mañana a nadie. No, no.
Se miraron un tiempo, de pie, inmóviles, en la antigua carretera.
—¿De dónde eres? —preguntó al fin el marciano.
—De la Tierra.
—¿Qué es eso?
Tomás señaló el firmamento.
—¿Cuándo llegaste?
—Hace más de un año, ¿no recuerdas?
—No.
—Y todos vosotros estabais muertos, así lo creímos. Tu raza ha desaparecido casi totalmente ¿no lo sabes?
—No. No es cierto.
—Sí. Todos muertos. Yo vi los cadáveres. Negros, en las habitaciones, en las casas. Muertos. Millares de muertos.
—Eso es ridículo. ¡Estamos vivos!
—Escúchame. Marte ha sido invadido. No puedes ignorarlo. Has escapado.
—¿Yo? ¿Escapar de qué? No entiendo lo que dices. Voy a una fiesta en el canal, cerca de las montañas Eniall. Allí estuve anoche. ¿No ves la ciudad?
Tomás miró hacia donde le indicaba el marciano y vio las ruinas.
—Pero cómo, esa ciudad está muerta desde hace miles de años.
El marciano se echó a reír.
—¡Muerta! Dormí allí anoche.
—Y yo estuve allí la semana anterior y la otra, y hace un rato y es un montón de escombros. ¿No ves las columnas rotas?
—¿Rotas? Las veo perfectamente a la luz de la luna. Intactas.
—Hay polvo en las calles —dijo Tomás.
—¡Las calles están limpias!
—Los canales están vacíos.
—¡Los canales están llenos de vino de lavándula!
—Está muerta.
—¡Está viva! —protestó el marciano riéndose cada vez más—. Oh, estás muy equivocado ¿No ves las luces de la fiesta? Hay barcas hermosas esbeltas como mujeres, y mujeres hermosas esbeltas como barcas; mujeres del color de la arena, mujeres con flores de fuego en las manos. Las veo desde aquí, pequeñas, corriendo por las calles. Allá voy, a la fiesta. Flotaremos en las aguas toda la noche, cantaremos, beberemos, haremos el amor. ¿No las ves?
—Tu ciudad está muerta como un lagarto seco. Pregúntaselo a cualquiera de nuestro grupo. Voy a la Ciudad Verde. Es una colonia que hicimos hace poco cerca de la carretera de Illinois. No puedes ignorarlo. Trajimos trescientos mil metros cuadrados de madera de Oregón, y dos docenas de toneladas de buenos clavos de acero, y levantamos a martillazos los dos pueblos más bonitos que hayas podido ver. Esta noche festejaremos la inauguración de uno. Llegan de la Tierra un par de cohetes que traen a nuestras mujeres y a nuestras amigas. Habrá bailes y whisky…
El marciano estaba inquieto.
—¿Dónde está todo eso?
Tomás lo llevó hasta el borde de la colina y señaló a lo lejos.
—Allá están los cohetes. ¿Los ves?
—No.
—¡Maldita sea! ¡Ahí están! Esos aparatos largos y plateados.
—No.
Tomás se echó a reír.
—¡Estás ciego!
—Veo perfectamente. ¡Eres tú el que no ve!
—Pero ves la nueva ciudad, ¿no es cierto?
—Yo veo un océano, y la marea baja.
—Señor, esa agua se evaporó hace cuarenta siglos.
—¡Vamos, vamos! ¡Basta ya!
—Es cierto, te lo aseguro.
El marciano se puso muy serio.
—Dime otra vez. ¿No ves la ciudad que te describo? Las columnas muy blancas, las barcas muy finas, las luces de la fiesta… ¡Oh, lo veo todo tan claramente! Y escucha… Oigo los cantos. ¡No están tan lejos!
Tomás escuchó y sacudió la cabeza.
—No.
—Y yo, en cambio, no puedo ver lo que tú me describes —dijo el marciano.
Volvieron a estremecerse. Sintieron frío.
—¿Podría ser?
—¿Qué?
—¿Dijiste que «del cielo»?
—De la Tierra.
—La Tierra, un nombre, nada —dijo el marciano—. Pero… al subir por el camino hace una hora… sentí…
Se llevó una mano a la nuca.
—¿Frío?
—Sí.
—¿Y ahora?
—Vuelvo a sentir frío. ¡Qué raro! Había algo en la luz, en las colinas, en el camino… —dijo el marciano—. Una sensación extraña… El camino, la luz… Durante unos instantes creí ser el único sobreviviente de este mundo.
—Lo mismo me pasó a mí —dijo Tomás, y le pareció estar hablando con un amigo muy íntimo de algo secreto y apasionante.
El marciano meditó unos instantes con los ojos cerrados.
—Sólo hay una explicación. El tiempo. Sí. Eres una sombra del pasado.
—No. Tú, tú eres del pasado —dijo el hombre de la Tierra.
—¡Qué seguro estas! ¿Cómo es posible afirmar quién pertenece al pasado y quién al futuro? ¿En qué año estamos?
—En el año dos mil dos.
—¿Qué significa eso para mí?
Tomás reflexionó y se encogió de hombros.
—Nada.
—Es como si te dijera que estamos en el año 4462853 S.E.C. No significa nada. Menos que nada. Si algún reloj nos indicase la posición de las estrellas…
—¡Pero las ruinas lo demuestran! Demuestran que yo soy el futuro, que yo estoy vivo, que tú estás muerto.
—Todo en mí lo desmiente. Me late el corazón, mi estómago siente hambre, mi garganta sed. No, no. Ni muertos, ni vivos, más vivos que nadie, quizá. Mejor, entre la vida y la muerte. Dos extraños cruzan en la noche. Nada más. Dos extraños que pasan. ¿Ruinas dijiste?
—Sí. ¿Tienes miedo?
—¿Quién desea ver el futuro? ¿Quién ha podido desearlo alguna vez? Un hombre puede enfrentarse con el pasado, pero pensar… ¿Has dicho que las columnas se han desmoronado? ¿Y que el mar está vacío y los canales, secos y las doncellas muertas y las flores marchitas? —El marciano calló y miró hacia la ciudad lejanas.- Pero están ahí. Las veo. ¿No me basta? Me aguardan ahora, y no importa lo que digas.
Y a Tomás también lo esperaban los cohetes, allá a lo lejos, y la ciudad, y las mujeres de la Tierra.
—Jamás nos pondremos de acuerdo —dijo.
—Admitamos nuestro desacuerdo —dijo el marciano—. ¿Qué importa quién es el pasado o el futuro, si ambos estamos vivos? Lo que ha de suceder sucederá, mañana o dentro de diez mil años. ¿Cómo sabes que esos templos no son los de tu propia civilización, dentro de cien siglos, desplomados y en ruinas? ¿No lo sabes? No preguntes entonces. La noche es muy breve. Allá van por el cielo los fuegos de la fiesta, y los pájaros.
Tomás tendió la mano. El marciano lo imitó. Sus manos no se tocaron, se fundieron atravesándose.
—¿Volveremos a encontrarnos?
—¡Quién sabe! Tal vez otra noche.
—Me gustaría ir contigo a la fiesta.
—Y a mí me gustaría ir a tu ciudad y ver esa nave de que me hablas y esos hombres, y oír todo lo que sucedió.
—Adiós —dijo Tomás.
—Buenas noches.
El marciano voló serenamente hacia las colinas en su vehículo de metal verde. El terrestre se metió en su camioneta y partió en silencio en dirección contraria.
—¡Dios mío! ¡Qué pesadillas! —suspiró Tomás, con las manos en el volante, pensando en los cohetes, en las mujeres, en el whisky, en las noticias de Virginia, en la fiesta.
—¡Qué extraña visión! —se dijo el marciano, y se alejó rápidamente, pensando en el festival, en los canales, en las barcas, en las mujeres de ojos dorados, y en las canciones.
La noche era oscura. Las lunas se habían puesto. La luz de las estrellas parpadeaba sobre la carretera ahora desierta y silenciosa. Y así siguió, sin un ruido, sin un automóvil, sin nadie, sin nada, durante toda la noche oscura y fresca.

Crónicas marcianas, 1950.

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