Nunca la había practicado.
Detestaba dejar una moneda en esas manos sucias y aprovechadas que se
extienden en los subterráneos. Luchaba por un régimen social en el
que la mendicidad no existiera.
Pero allí estaban,
cotidianamente, los pordioseros, con su letanía de ballenitas y
patas torcidas.
Un día —había bebido dos
copas de más— tuvo un impulso inusitado y al pasar junto a una
vieja repugnante, sacó un billete de cincuenta pesos y se lo puso en
la mano.
—Tenga, hermana... —le dijo.
Antes de que tuviera tiempo de
retirar los dedos, la vieja estiró su garra y lo tomó del brazo.
—¿Por qué me da tanto
dinero? —le preguntó—. ¿Qué maldito pecado ha cometido?
¿Pretende conmigo salvar su alma? ¡Nada, nada! ¡Que Dios sea
bendito! ¡Tome su plata...!
Y seguía la vieja lanzando
improperios.
Él tuvo un momento de lucidez.
Retomó sus cincuenta pesos y, agarrando a la vieja de sus trapos, la
sacudió como un muñeco.
—¡Imbécil! ¡Vieja estúpida!
¡Estoy borracho!
Y entonces la vieja, arrugándose
como una pasa, hizo la señal de la cruz, recuperó el billete y,
desde el suelo, exclamó conmovida:
—¡Ay, perdón! ¡Dios se lo
pague...!
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