lunes, 24 de enero de 2022

La caridad. Enrique Wernicke.

Nunca la había practicado. Detestaba dejar una moneda en esas manos sucias y aprovechadas que se extienden en los subterráneos. Luchaba por un régimen social en el que la mendicidad no existiera.
Pero allí estaban, cotidianamente, los pordioseros, con su letanía de ballenitas y patas torcidas.
Un día —había bebido dos copas de más— tuvo un impulso inusitado y al pasar junto a una vieja repugnante, sacó un billete de cincuenta pesos y se lo puso en la mano.
Tenga, hermana... —le dijo.
Antes de que tuviera tiempo de retirar los dedos, la vieja estiró su garra y lo tomó del brazo.
¿Por qué me da tanto dinero? —le preguntó—. ¿Qué maldito pecado ha cometido? ¿Pretende conmigo salvar su alma? ¡Nada, nada! ¡Que Dios sea bendito! ¡Tome su plata...!
Y seguía la vieja lanzando improperios.
Él tuvo un momento de lucidez. Retomó sus cincuenta pesos y, agarrando a la vieja de sus trapos, la sacudió como un muñeco.
¡Imbécil! ¡Vieja estúpida! ¡Estoy borracho!
Y entonces la vieja, arrugándose como una pasa, hizo la señal de la cruz, recuperó el billete y, desde el suelo, exclamó conmovida:
¡Ay, perdón! ¡Dios se lo pague...!

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