Algo tendría aquella nueva
modalidad de organización turística -una de cuyas características
era el secreto que envolvía sus actividades- cuando había
conquistado a tantos de los que me rodeaban. Opté por añadir mi
nombre a la relación de inscritos.
Inesperadamente la tarde del
siguiente día festivo irrumpieron en mi casa dos enviados de la
organización. Muy amablemente me llevaron en su coche hasta la Plaza
del Duque.
-Mira -me dijeron-. Ésta es la
Plaza del Duque.
Paseé la mirada alrededor.
-Cierto. La Plaza del Duque.
Doblamos la esquina. Nos
detuvimos ante el segundo portal, con su verja de hierro labrado.
-Casa número 23 de la calle
Gonzaga, entre Plaza del Duque y Avenida San Mateo. Portal con verja
de hierro labrado.
La examiné unos instantes y
asentí. Acariciando la verja con las manos, musité:
-Calle Gonzaga, 23. Histórica
verja.
Caía la tarde. Los castaños
estaban muy melancólicos.
-Cae la tarde -me dijeron-. Es
hora de volver a casa.
Y luego:
-Mira. Ésta es tu casa.
-Notable, notable.
Ascensor arriba. Y entonces:
-La butaca donde te sientas cada
tarde.
-El periódico que lees.
-¡Pero qué cuarto, vaya!
-Tu mesita de noche.
-Tu espejo.
-Tú.
Se despidieron. Pocas veces di
el dinero por tan empleado. Aún ahora muchas noches sueño con aquel
viaje.
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