Determinó,
pues, don Alonso de poner a su hijo en pupilaje, lo uno por apartarle
de su regalo, y lo otro por ahorrar de cuidado. Supo que había en
Segovia un licenciado Cabra que tenía por oficio el criar hijos de
caballeros, y envió allá el suyo y a mí para que le acompañase y
sirviese.
Entramos, primero domingo después de
Cuaresma, en poder de la hambre viva, porque tal laceria no admite
encarecimiento. Él era un clérigo cerbatana, largo sólo en el
talle, una cabeza pequeña, los ojos avecindados en el cogote, que
parecía que miraba por cuévanos, tan hundidos y oscuros que era
buen sitio el suyo para tiendas de mercaderes; la nariz, de cuerpo de
santo, comido el pico, entre Roma y Francia, porque se le había
comido de unas búas de resfriado, que aun no fueron de vicio porque
cuestan dinero; las barbas descoloridas de miedo de la boca vecina,
que de pura hambre parecía que amenazaba a comérselas; los dientes,
le faltaban no sé cuántos, y pienso que por holgazanes y vagamundos
se los habían desterrado; el gaznate largo como de avestruz, con una
nuez tan salida que parecía se iba a buscar de comer forzada de la
necesidad; los brazos secos; las manos como un manojo de sarmientos
cada una. Mirado de medio abajo parecía tenedor o compás, con dos
piernas largas y flacas. Su andar muy espacioso; si se descomponía
algo, le sonaban los huesos como tablillas de San Lázaro. La habla
ética, la barba grande, que nunca se la cortaba por no gastar, y él
decía que era tanto el asco que le daba ver la mano del barbero por
su cara, que antes se dejaría matar que tal permitiese. Cortábale
los cabellos un muchacho de nosotros. Traía un bonete los días de
sol ratonado con mil gateras y guarniciones de grasa; era de cosa que
fue paño, con los fondos en caspa. La sotana, según decían
algunos, era milagrosa, porque no se sabía de qué color era. Unos,
viéndola tan sin pelo, la tenían por de cuero de rana; otros decían
que era ilusión; desde cerca parecía negra y desde lejos entre
azul. Llevábala sin ceñidor; no traía cuello ni puños. Parecía,
con esto y los cabellos largos y la sotana y el bonetón, teatino
lanudo. Cada zapato podía ser tumba de un filisteo. Pues ¿su
aposento? Aun arañas no había en él. Conjuraba los ratones de
miedo que no le royesen algunos mendrugos que guardaba. La cama tenía
en el suelo, y dormía siempre de un lado por no gastar las sábanas.
Al fin, él era archipobre y protomiseria.
A poder de éste, pues, vine, y en su poder
estuve con don Diego, y la noche que llegamos nos señaló nuestro
aposento y nos hizo una plática corta, que aun por no gastar tiempo
no duró más. Díjonos lo que habíamos de hacer. Estuvimos ocupados
en esto hasta la hora de comer. Fuimos allá; comían los amos
primero y servíamos los criados.
El refectorio era un aposento como medio
celemín. Sentábanse a una mesa hasta cinco caballeros. Yo miré lo
primero por los gatos, y como no los vi, pregunté que cómo no los
había a un criado antiguo, el cual, de flaco, estaba ya con la marca
del pupilaje. Comenzó a enternecerse, y dijo:
-¿Cómo gatos? Pues ¿quién os ha dicho a
vos que los gatos son amigos de ayunos y penitencias? En lo gordo se
os echa de ver que sois nuevo. ¿Qué tiene esto de refectorio de
Jerónimos para que se críen aquí?
Yo, con esto, me comencé a afligir, y más
me susté cuando advertí que todos los que vivían en el pupilaje de
antes estaban como leznas, con unas caras que parecía se afeitaban
con diaquilón. Sentóse el licenciado Cabra y echó la bendición.
Comieron una comida eterna, sin principio ni fin. Trujeron caldo en
unas escudillas de madera, tan claro, que en comer una de ellas
peligrara Narciso más que en la fuente. Noté con la ansia que los
macilentos dedos se echaban a nado tras un garbanzo huérfano y solo
que estaba en el suelo. Decía Cabra a cada sorbo:
-Cierto que no hay tal cosa como la olla,
digan lo que dijeren; todo lo demás es vicio y gula.
Y, sacando la lengua, la paseaba por los
bigotes, lamiéndoselos, con que dejaba la barba pavonada de caldo.
Acabando de decirlo, echóse su escudilla a pechos, diciendo:
-Todo esto es salud, y otro tanto ingenio.
-¡Mal ingenio te acabe!, decía yo entre
mí, cuando vi un mozo medio espíritu y tan flaco, con un plato de
carne en las manos que parecía que la había quitado de sí mismo.
Venía un nabo aventurero a vueltas de la carne (apenas), y dijo el
maestro en viéndole:
-¿Nabo hay? No hay perdiz para mí que se
le iguale. Coman, que me huelgo de verlos comer.
Y tomando el cuchillo por el cuerno, picóle
con la punta y asomándole a las narices, trayéndole en procesión
por la portada de la cara, meciendo la cabeza dos veces, dijo:
-Conforta realmente, y son cordiales.
Que era grande adulador de las legumbres.
Repartió a cada uno tan poco carnero que entre lo que se les pegó
en las uñas y se les quedó entre los dientes, pienso que se
consumió todo, dejando descomulgadas las tripas de participantes.
Cabra los miraba y decía:
-Coman, que mozos son y me huelgo de ver sus
buenas ganas.
¡Mire V. Md. qué aliño para los que
bostezaban de hambre! Acabaron de comer y quedaron unos mendrugos en
la mesa, y en el plato dos pellejos y unos huesos, y dijo el
pupilero:
-Quede esto para los criados, que también
han de comer; no lo queramos todo.
-¡Mal te haga Dios y lo que has comido,
lacerado -decía yo-, que tal amenaza has hecho a mis tripas!
Echó la bendición, y dijo:
-Ea, demos lugar a la gentecilla que se
repapile, y váyanse hasta las dos a hacer ejercicio, no les haga mal
lo que han comido.
Entonces yo no pude tener la risa, abriendo
toda la boca. Enojóse mucho y díjome que aprendiese modestia y tres
o cuatro sentencias viejas y fuese.
Sentámonos nosotros, y yo, que vi el
negocio malparado y que mis tripas pedían justicia, como más sano y
más fuerte que los otros, arremetí al plato, como arremetieron
todos, y emboquéme de tres medrugos los dos y el un pellejo.
Comenzaron los otros a gruñir; al ruido entró Cabra, diciendo:
-Coman como hermanos, pues Dios les da con
qué. No riñan, que para todos hay.
Volvióse al sol y dejónos solos. Certifico
a V. Md. que vi al uno de ellos, que se llamaba Jurre, vizcaíno, tan
olvidado ya de cómo y por dónde se comía, que una cortecilla que
le cupo la llevó dos veces a los ojos, y entre tres no le acertaban
a encaminar las manos a la boca. Pedí yo de beber, que los otros,
por estar casi en ayunas, no lo hacían, y diéronme un vaso con
agua, y no le hube bien llegado a la boca, cuando, como si fuera
lavatorio de comunión, me le quitó el mozo espiritado que dije.
Levantéme con grande dolor de mi alma, viendo que estaba en casa
donde se brindaba a las tripas y no hacían la razón. Diome gana de
descomer, aunque no había comido, digo, de proveerme, y pregunté
por las necesarias a un antiguo, y díjome:
-Como no lo son en esta casa, no las hay.
Para una vez que os proveeréis mientras aquí estuviéredes,
dondequiera podréis; que aquí estoy dos meses ha y no he hecho tal
cosa sino el día que entré, como ahora vos, de lo que cené en mi
casa la noche antes.
¿Cómo encareceré yo mi tristeza y pena?
Fue tanta, que considerando lo poco que había de entrar en mi
cuerpo, no osé, aunque tenía gana, echar nada de él.
Entretuvímonos hasta la noche. Decíame don Diego que qué haría él
para persuadir a las tripas que habían comido, porque no lo querían
creer. Andaban vahídos en aquella casa como en otras ahítos.
Llegó la hora de cenar; pasóse la merienda
en blanco, y la cena ya que no se pasó en blanco, se pasó en
moreno: pasas y almendras y candil y dos bendiciones, porque se
dijese que cenábamos con bendición. «Es cosa saludable (decía)
cenar poco, para tener el estómago desocupado», y citaba una
retahíla de médicos infernales. Decía alabanzas de la dieta y que
se ahorraba un hombre de sueños pesados, sabiendo que en su casa no
se podía soñar otra cosa sino que comían. Cenaron y cenamos todos
y no cenó ninguno.
Fuímonos a acostar y en toda la noche
pudimos yo ni don Diego dormir, él trazando de quejarse a su padre y
pedir que le sacase de allí y yo aconsejándole que lo hiciese;
aunque últimamente le dije:
-Señor, ¿sabéis de cierto si estamos
vivos? Porque yo imagino que en la pendencia de las berceras nos
mataron, y que somos ánimas que estamos en el Purgatorio. Y así, es
por demás decir que nos saque vuestro padre, si alguno no nos reza
en alguna cuenta de perdones y nos saca de penas con alguna misa en
altar previlegiado.
Entre estas pláticas
y un poco que dormimos, se llegó la hora de levantar. Dieron las
seis y llamó Cabra a lición; fuimos y oímosla todos. Mandáronme
leer el primer nominativo a los otros, y era de manera mi hambre que
me desayuné con la mitad de las razones, comiéndomelas. Y todo esto
creerá quien supiere lo que me contó el mozo de Cabra, diciendo que
una Cuaresma topó muchos hombres, unos metiendo los pies, otros las
manos y otros todo el cuerpo en el portal de su casa, y esto por muy
gran rato, y mucha gente que venía a sólo aquello de fuera; y
preguntando a uno un día que qué sería (porque Cabra se enojó de
que se lo preguntase) respondió que los unos tenían sarna y los
otros sabañones y que en metiéndolos en aquella casa morían de
hambre, de manera que no comían desde allí adelante. Certificóme
que era verdad, y yo, que conocí la casa, lo creo. Dígolo porque no
parezca encarecimiento lo que dije. Y volviendo a la lición, diola y
decorámosla. Y prosiguió siempre en aquel modo de vivir que he
contado. Sólo añadió a la comida tocino en la olla, por no sé qué
que le dijeron un día de hidalguía allá fuera. Y así, tenía una
caja de hierro, toda agujerada como salvadera, abríala y metía un
pedazo de tocino en ella que la llenase y tornábala a cerrar y
metíala colgando de un cordel en la olla, para que la diese algún
zumo por los agujeros y quedase para otro día el tocino. Parecióle
después que en esto se gastaba mucho, y dio en sólo asomar el
tocino a la olla. Dábase la olla por entendida del tocino y nosotros
comíamos algunas sospechas de pernil. Pasábamoslo con estas cosas
como se puede imaginar.
Don Diego y yo nos vimos tan al cabo que, ya
que para comer al cabo de un mes no hallábamos remedio, le buscamos
para no levantarnos de mañana; y así, trazamos de decir que
teníamos algún mal. No osamos decir calentura, porque no la
teniendo era fácil de conocer el enredo. Dolor de cabeza u muelas
era poco estorbo. Dijimos al fin que nos dolían las tripas y que
estábamos muy malos de achaque de no haber hecho de nuestras
personas en tres días, fiados en que a trueque de no gastar dos
cuartos en una melecina, no buscaría el remedio. Mas ordenólo el
diablo de otra suerte, porque tenía una que había heredado de su
padre, que fue boticario. Supo el mal, y tomóla y aderezó una
melecina, y haciendo llamar una vieja de setenta años, tía suya,
que le servía de enfermera, dijo que nos echase sendas gaitas.
Empezaron por don Diego; el desventurado atajóse, y la vieja, en vez
de echársela dentro, disparósela por entre la camisa y el espinazo
y diole con ella en el cogote, y vino a servir por defuera de
guarnición la que dentro había de ser aforro. Quedó el mozo dando
gritos; vino Cabra y, viéndolo, dijo que me echasen a mí la otra,
que luego tornarían a don Diego. Yo me resistía, pero no me valió,
porque, teniéndome Cabra y otros, me la echó la vieja, a la cual de
retorno di con ella en toda la cara. Enojóse Cabra conmigo y dijo
que él me echaría de su casa, que bien se echaba de ver que era
bellaquería todo. Yo rogaba a Dios que se enojase tanto que me
despidiese, mas no lo quiso mi ventura.
Historia de la vida del Buscón, 1626.
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