Una
vez, el rey de Suecia mandó construir una armada para dominar el
Báltico. Cien escuadrones partieron a talar los bosques cercanos a
Estocolmo. Las hachas asolaron la región. Como guerreros exangües
caían los árboles, uno tras otro, profiriendo alaridos milenarios.
–¡Nos
vengaremos! –gritaban al desplomarse.
Allí
mismo los serruchos desgajaban los troncos. Inmensos tablones
viajaban hasta los astilleros en carretas de bueyes.
Al
retirarse los hielos, zarparon a la guerra. A la semana el vigía
observó unas yemas que despuntaban del mástil, unos brotes en la
proa. Poco después empezó a menguar el ritmo, los navíos no
avanzaban. En vano exhortaba el contramaestre a sus remeros que
bogasen más rápido. Estaban en alta mar, encallados sin remedio.
Días
después las naves se llenaron de ramas. Al poco los barcos se
elevaron y quedaron suspendidos en el aire, cada vez más alto. La
madera crujía bajo los pies. Las quillas estallaron en pedazos.
Perforando lo que se interpusiera en su camino se abrían paso los
troncos y, libres ya de sus carcasas, los renacidos árboles se
agitaron arrojando a los soldados al vacío. Finalmente, tras
despegar sus raíces, partieron de vuelta a su antiguo hogar, a
grandes zancadas sobre las olas.
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